Mujercitas. Louisa May Alcott
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—¡Silencio! ¡No digas nada! —susurró, añadiendo en voz alta—: No es nada, me torcí un poco el pie, nada más —y bajó las escaleras cojeando para ponerse el abrigo. Hanna protestaba, Meg lloraba y Jo estaba desesperada, hasta que decidió tomar a su cargo las cosas. Corrió abajo, y al primer criado que encontró le preguntó si podía buscarle un coche. Resultó ser un camarero nuevo, que no conocía la vecindad, y Jo estaba buscando ayuda por otro lado, cuando Laurie, que había oído lo que decía, vino a ofrecer el coche de su abuelo, que acababa de venir por él.
—Es demasiado temprano y usted no querrá irse todavía —comenzó Jo, aliviada en su ansiedad, pero vacilando en aceptar la oferta.
—Siempre me voy temprano... ¡de verdad! Permítame que las lleve a su casa; paso por allá, como usted sabe, y me han dicho que está lloviendo.
Eso la decidió; diciéndole lo que le había ocurrido a Meg, Jo aceptó agradecida y subió corriendo a buscar el resto de la compañía. Hanna detestaba la lluvia tanto como un gato, así que no se opuso, y se fueron en el lujoso carruaje, sintiéndose muy alegres y elegantes.
Laurie se subió con el conductor para que Meg pudiese descansar el pie en el asiento, y las chicas hablaron del baile a su gusto.
—Me he divertido mucho; ¿y tú? —preguntó Jo, desarreglando su cabello y sentándose cómodamente.
—Sí, hasta que me torcí el pie. La amiga de Sallie, Anna Moffat, simpatizó conmigo y me invitó a pasar una semana en su casa cuando vaya Sallie; Sallie irá durante la primavera, en la temporada de ópera, y será magnífico, si mamá me permite ir —respondió Meg, animándose al pensarlo.
—Te vi bailar con el hombre rubio, del cual me escapé; ¿era simpático?
—Mucho. Tiene el cabello color castaño, no rubio; estuvo muy cortés, y bailé una redoval deliciosa con él.
— Parecía un saltamontes cuando bailaba el paso nuevo. Laurie y yo no podíamos contener la risa. ¿Nos oíste?
—No, pero fue algo muy descortés. ¿Qué hacían escondidos allí tanto tiempo?
Jo contó su aventura, y cuando terminó estaban ya a la puerta de la casa. Después de dar a Laurie las gracias por su amabilidad, se despidieron y entraron a hurtadillas, con la esperanza de no despertar a nadie; pero apenas crujió la puerta de su dormitorio, dos gorritos de dormir aparecieron y dos voces adormiladas, pero ansiosas, gritaron:
—¡Cuenten del baile! ¡Cuenten del baile!
Con lo que Meg describía como “gran falta de buenos modales”, Jo había guardado algunos dulces para las hermanitas, y pronto se callaron después de oír lo más interesante del baile.
—Parece que soy una verdadera señorita, volviendo a casa en coche y sentándome en peinador con una doncella que me sirva —dijo Meg, mientras Jo le frotaba el pie con árnica y le cepillaba el cabello.
Y creo que Meg tenía razón.
Capítulo 4 · Cargas
—¡Ay de mí! ¡Qué difícil se me hace tomar las bolsas y echar a andar! —suspiró Meg la mañana después del baile. Habían terminado las vacaciones, y una semana de diversión no resultaba lo más adecuado para continuar el trabajo, que nunca le había gustado.
—Me gustaría que fuese Navidad o Año Nuevo siempre. ¡Qué divertido! —respondió Jo, bostezando tristemente.
—No nos divertiríamos ni la mitad que ahora. Pero parece tan agradable tener cenas especiales y recibir ramilletes, ir a bailes, volver a casa en coche, y leer y descansar, y no trabajar. Es vivir como la gente rica, y siempre envidio a las chicas que lo pueden hacer; ¡me gusta tanto el lujo! —dijo Meg, tratando de decidir entre dos trajes gastados cuál era el menos deslucido.
—Bueno, no podemos tenerlo; así que de nada vale quejarse; echemos al hombro la carga y andemos tan alegremente como mamá. Estoy segura de que la tía March es un fardo del cual uno no puede deshacerse, pero supongo que cuando haya aprendido a llevarlo sin quejarme se me caerá de los hombros, o se hará tan ligero que no me molestará.
Esta comparación hizo tanta gracia a Jo, que la puso de buen humor; Meg no se animó, porque su carga consistía en cuatro niños mimados y le parecía más pesada que nunca. No tenía ánimo ni para arreglarse, como de costumbre.
—¿Dé qué sirve estar bien cuando nadie me ve, fuera de esos chiquillos, y a nadie le importa que sea bonita o fea? —murmuró, cerrando de golpe el cajón de la cómoda—. Tendré que trabajar y trabajar toda mi vida, con unos ratitos de diversión de vez en cuando, y hacerme vieja, fea y agria, porque soy pobre y no puedo gozar de la vida como otras muchachas. ¡Qué desgracia!
Con este ánimo bajó Meg a desayunarse, con cara lastimera y un humor de perros. Todas parecían disgustadas y dispuestas a quejarse.
Beth tenía dolor de cabeza, estaba echada en el sofá, tratando de consolarse con la gata y los tres gatitos; Amy estaba inquieta porque no había aprendido sus lecciones y no podía encontrar sus zapatos; Jo no dejaba de silbar y hacía mucho ruido preparándose; la señora March estaba muy ocupada, terminando una carta que debía salir inmediatamente, y Hanna estaba gruñona por haberse acostado tan tarde la noche pasada.
—¡Nunca hubo familia tan malhumorada! —gritó Jo, perdiendo la paciencia, cuando ya había volcado el tintero, roto los cordones de sus botas y aplastado su sombrero, sentándose encima de él.
—Y tú la más malhumorada de todas —respondió Amy, borrando la suma, equivocada, con las lágrimas que habían caído sobre su pizarra.
—Beth, si no encierras a estos horribles gatos en la bodega, los haré ahogar —exclamó Meg, muy irritada, al tratar de deshacerse de los gatitos que se le habían subido a los hombros.
Jo se reía, Meg regañaba, Beth imploraba y Amy lloraba, porque no podía acordarse de cuánto era nueve por doce.
—¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.
Hubo un momento de silencio, interrumpido por Hanna, que entró precipitadamente, puso dos pastelillos calientes sobre la mesa y salió de nuevo. Estos pastelillos eran una institución; las chicas los llamaban “manguitos”, y habían descubierto que los pastelillos calientes venían muy bien en las mañanas frías. Nunca se olvidaba Hanna de hacerlos, por ocupada o gruñona que estuviera, porque las pobrecitas tenían que andar mucho y no tomaban otra cosa para almorzar y rara vez volvían a casa antes de las tres.
—Que mimes a tus gatos y que se te quite el dolor de cabeza, Beth. Adiós, mamá; somos una cuadrilla de vagas esta mañana, pero volveremos hechas unos verdaderos ángeles. Vamos Meg —y Jo echó a andar con la idea de que los peregrinos no salían como era debido.
Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina, porque su madre estaba siempre en la ventana para decirles adiós con la mano, sonriendo. Parecía como si no pudieran cumplir sus deberes