Cachacos en el Llano, llaneros por adopción.. Julio Izaquita
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Colombia es, como bien sabemos y nos hemos convencido, un país signado por los conflictos sociales, conflictos cíclicos que no cesan de recrear diversas manifestaciones de violencia. Entonces el asombro que me ha hecho volver sobre estos pasos, es el de estar frente a un paréntesis en nuestra historia de conflictos y de violencia. Una tregua, si se quiere, o un apaciguamiento, si se prefiere, sucedido en un territorio propicio para el conflicto y con profundos antecedentes previos.
Habitantes y nuevos pobladores de esta zona de frontera interior
de colonización campesina fueron capaces de crear oportunidades de prosperidad, de dignidad y de cooperación colectiva cuya experiencia no solo parece inverosímil frente a la tendencia general, sino que ofrece lecciones alentadoras sobre la capacidad de los colombianos para la construcción cooperativa y no solo para el conflicto destructivo. Esta historia pasa de la solución a un conflicto por la tierra hasta la creación de instituciones públicas y de organizaciones sociales agenciadoras de esa cooperación, en este caso, la Fundación para el Desarrollo del Upía.
Hace ya nueve años de mi primer encuentro con esta historia y desde entonces no he dejado de exigirme volver sobre ella, de buscar sus huellas, de rastrear pistas de investigación que condujeron a entrevistas personales en las cuales la intuición del peso de los factores humanos sobre los resultados alcanzados han pasado a ocupar el primer plano. Debido a la concepción misma de este trabajo y a las etapas que ha atravesado, he preferido redactar una parte de tipo narrativo, la primera, pero que fue escrita en segundo lugar, y otra parte que corresponde a una escritura de conceptualización, más de tipo teórico, pero que estructura toda la trama narrativa. La segunda parte corresponde pues a lo que usualmente se antepone a la descripción narrativa en la escritura académica, allí se trata de las teorías, los conceptos y del método de abordaje del tema de estudio. Por diversas razones que sería largo de tratar en un prefacio he invertido el orden de la presentación de esta historia, separando su narración de sus implicaciones teóricas, conceptuales y metodológicas. El lector escogerá lo de su preferencia y en el orden de sus intereses.
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Como en toda historia basada en documentos y testimonios, esta es deudora de colaboradores para el acceso y la consulta de estas fuentes de información. El acervo documental más importante para su escritura, el de la Fundación para el Desarrollo del Upía, me fue accesible gracias a la colaboración de la presidenta de su junta directiva, Lucy Piña de Gross y de su directora ejecutiva, Katherine Pardo. También me ayudaron a establecer contacto con las personas entrevistadas. Juan Manuel López Caballero estuvo interesado en la realización de esta historia desde que conoció su primera escritura y también fue un destacado colaborador para su terminación. La construcción y escritura de esta historia también es deudora del primer estudio amplio hecho por el CEDE de la Universidad de los Andes y el equipo de Julio Carrizosa en 1989, no publicado, de donde he tomado abundante información necesaria para la narración de esta historia1.
1 Este libro también es resultado de una investigación adelantada dentro de las convocatorias de la Vicerrectoría de Investigaciones de la UPTC, haciendo parte del grupo de investigaciones regionales IRES, y contó con la colaboración de Matilde Vega Castellanos (socióloga). Mi primera aproximación a esta historia data de 2011, un poco por azar, y su resultado fue el libro, escrito con Mariela Piratova Morales, Villanueva. Una historia de poblamiento en los Llanos de Casanare, Yopal: Secretaría de Educación, 2011.
Primera parte.
Historia narrativa
Los hombres, los animales y la tierra
Los “herrajes caprichosos”
Figura 1. Herrajes caprichosos
Cuando la vida de los llaneros era la vida en los hatos, hace ya mucho tiempo, entre las reses y los caballos, una de sus labores obligadas era el marcaje del ganado. Antes de la utilización de los códigos numéricos y de letras que impuso la Federación de ganaderos, cada criador encargaba a un herrero la fundición de un molde que el mismo ganadero escogía y quizás hasta dibujaba, que le serviría como sello distintivo de sus reses y de su propietario. A estos primeros tipos en su género se les dio el nombre de “herrajes caprichosos”.
Con el mismo hierro que se marcaba el ganado, aplicándole una tintura a base de anilina roja o azul, se registraba el sello de cada propietario en el corregimiento o la inspección de policía más cercana con los datos de identificación de él y de sus tierras o su estancia de permanencia, el tipo de ganados que se iban a marcar – entre vacunos, caballares, mulares y asnales – , los rasgos tipográficos del herraje y las marcas en la oreja. El encabezado del trámite administrativo podía llevar los rótulos de “registro de una cifra quemadora de ganados” o “registro de un fierro”, o también “registro de un fierro quemador de compañía”, para los casos de sociedades entre dos propietarios de los semovientes. En la zona de la que trata esta historia, y de la que existen rastros, este registro lo hacía el corregidor en los años en que Villanueva fue corregimiento.
Las marcas de los herrajes caprichosos nos dicen mucho más sobre la vida de los hatos que sus homólogos federados. Es como si una parte de esa vida se trasladara a la memoria impresa de un registro público para quedar allí plasmada. Esas huellas relatan vidas de vaqueros que evocan el rodeo y los encierros de ganado en las grandes sabanas, la lidia para voltearlo y someterlo al ardor del hierro al rojo vivo, pero también una vida de cazadores y recolectores más que de cultivadores agrícolas. Nombrar la tierra que se habita tal vez sin ser propietario o aun con título de propiedad, remite al entorno del que se hace parte. Poner nombres a las cosas integra a quien las nombra a ellas y a las mismas cosas a una existencia que transcurre entre ellas. “La Comarca”, “La Agualinda”, “La Cabaña”, “La Ceiba”, “La Palmita”, “Los Topochos”, “El Corozo”, “Corocito” son nombres de fincas o de fundos en donde pasta el ganado del que se registra su marca. Puede ir desde el marco geoespacial de referencia más amplio hasta las cosas más próximas. Cualquiera de ellas sirve para designar el lugar que se habita con los animales que se posee.
Así mismo las marcas de los herrajes se agrupan en varios conjuntos de sentido entre el enlace de letras mayúsculas, iniciales de letras sin enlazar, letras o figuras enmarcadas, figuras abstractas y figuras reconocibles. Una de las labores que de forma cotidiana hacían los vaqueros también las hacían los herreros para ellos. Como en las demás letras reconocibles en estos herrajes, sueltas o enmarcadas, seguramente remitían a las iniciales del nombre del propietario o de otro rasgo de identificación personal. Los “herrajes caprichosos” que dibujan figuras reconocibles forman una serie emparentada con la de Goya, pero en lenguaje simbólico, a la manera de los usos expresivos de las tiras cómicas, de los mensajes publicitarios, de las señales de tránsito, de las marcas registradas de productos, organizaciones o empresas, o de antecedentes tan lejanos como los pictogramas del arte rupestre. Allí aparecen el pato y el jaguar – o el gato–, un mango de machete, una hoz – sin martillo–, una estrella de cinco puntas, una especie de vivienda, el símbolo del cooperativismo, una silueta frontal de cintura de mujer.
Considerados como vestigio de un pasado ya desaparecido, los herrajes caprichosos abren el horizonte de la percepción a las actividades ganaderas de las sabanas llaneras que todavía se realizan en algunas zonas apartadas, con otro tipo de herrajes. Ha sido la forma de trabajo más tradicional en la región llanera que se remonta varios siglos atrás pues fueron las misiones evangelizadoras de los jesuitas desde el siglo XVII las que introdujeron el ganado vacuno. Existen estampas