Platón y la voluntad. Esteban Bieda
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Sabemos decir muchas falsedades semejantes a verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar cosas verdaderas (Teog. 27-28).
La verosimilitud de las falsedades que profieren las Musas –verosimilitud que viene dada por su semejanza con lo real-verdadero– nos recuerda tanto la verosimilitud buscada por Gorgias en su Encomio (mentada mediante el término “eikós”) como la exigencia de Aristóteles según la cual una tragedia tiene que narrar hechos verosímiles para así poder generar las pasiones correspondientes en el auditorio.34 En esta misma línea, ya entrado el siglo V, Píndaro canta:
Sí, es verdad que hay muchas maravillas, pero a veces también el rumor de los mortales va más allá del verídico relato: engañan por completo las fábulas tejidas de variopintas mentiras. El encanto de la poesía, que hace dulces todas las cosas a los mortales, dispensando honor, a menudo incluso hace que lo increíble sea creíble (Olímpicas I 28-33).
El léxico del engaño tal como es utilizado por Gorgias se hace presente en la lírica: los mŷthoi “engañan” (exapatônti) adornados con mentiras de toda clase y logran, de ese modo, el desideratum mismo de la retórica: que lo inverosímil o increíble (ápiston) se vuelva creíble (pistón). Siendo esto así, ¿cómo no servirse de las armas aportadas por la poesía, ese “lógos con metro”? Gorgias ve en esta capacidad connatural a la poesía un arma que, utilizada con habilidad y destreza, puede dar lugar a lo que la poesía arcaica no llegó a ser –porque tampoco lo pretendía–: una técnica articulada conforme regulaciones generales, es decir: una tékhne. Así, a diferencia del aedo inspirado o del canto de las Musas, el portador del lógos gorgiano prescinde de la intervención divina y hace un uso discrecional de los poderes de aquél.
El engaño del que habla Gorgias, diferente de la fuerza física, es mucho más efectivo que esta dado que hace que el persuadido obre por su propia cuenta creyendo que hace lo correcto. Ya no se trata de sucumbir a las fuerzas naturales de los dioses, la fortuna o la necesidad, ni a la fuerza física de otro hombre, sino de que el persuadido esté convencido de que debe hacer esto o aquello como para hacerlo motu proprio.35 Así, la causalidad pierde parte de su dimensión exterior al agente y gana en interioridad. Si Helena fue persuadida mediante la palabra, la involuntariedad de su acción estaría originada en la ignorancia: no conocía la (verdadera) dimensión de lo que hacía, puesto que fue engañada mediante el lógos. Esta capacidad de engañar se materializa, según enumera Gorgias, en los siguientes efectos: hacer cesar el temor, extraer el dolor (o la pena), infundir alegría, incrementar la compasión.
En lo que sigue, hasta el parágrafo §14, Gorgias se dedica a describir con precisión los efectos de la palabra en el oyente. En primer lugar, la poesía –“lógos con metro”– hace que el alma padezca una cierta afección propia de ella misma a partir de la fortuna de las acciones de los personajes. El poder del canto consiste en seducir, persuadir y, en definitiva, transformar el alma mediante un hechizo tal que hace de aquella algo distinto a lo que era antes de oír el canto en cuestión.36 Todo lo dicho hasta aquí confluye en la conclusión que Gorgias parece ir preparando desde el comienzo de su tratamiento del lógos:
Así pues, ¿qué causa impide que también en Helena, incluso no siendo joven, hayan entrado cantos del mismo modo que si hubiese sido raptada con violencia? (§12).37
El poder del lógos, considerado en este pasaje un canto (hýmnos), es comparado con la fuerza de la que se habló supra en el §7. De esta manera, Gorgias relaciona la tercera causa con la inmediatamente anterior –tal como antes había hecho con la fuerza, vinculándola con la týkhe al decir que la raptada fue, en cierto sentido, “desafortunada”–: la palabra es mutatis mutandis una especie de fuerza violenta capaz de movilizar al oyente del mismo modo que esta última a su víctima. De esta relación entre la palabra y la violencia, el sofista se remonta, una vez más, al primer grupo de causas para, de este modo, sacar a relucir el hilo que articula el argumento general: “en efecto, lo relativo a la persuasión posee un renombre contrario a la necesidad, pero posee, sin embargo, el mismo poder” (§12). Esto le sirve al sofista para enfatizar el carácter pasivo de Helena ante el poder del lógos, poder que, como decía más arriba, roza peligrosamente la interioridad del persuadido, que ya no es literalmente forzado a hacer algo sino que, persuasión mediante, lo hace por sí mismo. Ante una posible objeción que apunte a señalar que el persuadido, qua persuadido, no es forzado ni física ni materialmente a hacer lo que hace –motivo por el cual cargaría stricto sensu con cierta dosis de voluntariedad y por ello de responsabilidad–, ante esta posibilidad, decía, Gorgias extrema, finalizando su tratamiento, el alcance de las capacidades del lógos. Equiparar su poder con el de la necesidad le permite una conclusión como la siguiente:
En efecto, el discurso que persuadió al alma obligó (enánkase) a la que persuadió a obedecer las cosas dichas y a estar de acuerdo con las hechas. Por lo tanto, el que persuadió comete injusticia en la medida en que ha obligado, pero la persuadida, por el contrario, es gratuitamente difamada en la medida en que fue obligada mediante la palabra (§12).
Si al comienzo del Encomio se ha dicho que un alma ordenada es aquella que posee sabiduría (sophía), lo que hace el lógos parece ser, precisamente, desordenar un alma que ya no es sabia, sino presa fácil del engaño. Una vez más, la causa del obrar de Helena es puesta fuera de ella, en una persuasión que imprime su marca desde el exterior internándose en lo más profundo del alma. Los hechos no hubiesen sido como fueron si la palabra no hubiese re-formado la realidad “como quería” (§13).
Gorgias concluye su argumento en torno al lógos dando todavía un paso más en dirección a la contaminación externa que habría sufrido Helena: lo que una droga es a la phýsis corporal, lo mismo es el lógos a la disposición del alma (§14). En efecto, la palabra, como un phármakon, es capaz de dos efectos contrarios: puede generar placer y regocijo, pero también dolor y temor, puede envenenar (pharmakeúein) el alma “mediante una cierta persuasión malvada”. Obrando bajo los efectos de una droga, de lo que llamaríamos, literalmente, un “psico-fármaco”, la acción de la esposa de Menelao no puede haber respondido a su propio querer, querer atrapado por el bozal de las palabras de Alejandro que, como un sello caliente, dejaron su marca en el alma de la bella mujer. Esto le permite a Gorgias retomar la línea general del argumento:
Se ha dicho, en definitiva, que si fue persuadida mediante el lógos, no cometió injusticia, sino que fue víctima de la fortuna (etýkhesen) (§15).
Una vez más, y repitiendo un recurso ya utilizado, el argumento apunta a señalar que la verdadera causa, en caso de considerar al lógos, acaba siendo la týkhe: la persuadida tuvo la desgracia de ser persuadida. No se la puede juzgar por haber sucumbido a las garras del discurso por el mismo motivo que no se puede juzgar a quien, bajo los efectos de un somnífero, se queda dormido. Una vez más, la dependencia del exterior es lo que termina primando en la absolución. Cabría preguntarse, de todas maneras, en qué consiste específicamente la desgracia de Helena. Gorgias afirma que, de haber sido presa del discurso, no habría cometido injusticia, sino padecido una desgracia. Pero, ¿cuál es esta desgracia? Su desgracia fue haber escuchado a Paris, haber estado en el peor lugar y en el peor momento. La desgracia no consiste en que el phármakon haya hecho efecto, pues una vez tomado el somnífero, los efectos son necesarios. De lo que se trata aquí es de que Helena no sabía que en su copa, mezclada con el agua o con el vino, había una droga, una droga terrible y poderosa llamada lógos, cuyo progenitor era el huésped que su propio marido albergaba en su palacio.
IV. El éros: ¿pasión divina o divinidad pasional?
Que el éros resulta una cuarta