Una breve historia del futuro. Conrado Castillo

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Una breve historia del futuro - Conrado Castillo

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style="font-size:15px;">      creativa

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      ¡Por allíííí resopla!

      En 1851 Herman Melville escribió Moby Dick. La novela está ambientada en New Bedford, Massachusetts, puerto ballenero de la costa este americana, y en aquel momento la ciudad más prospera, mejor iluminada y con la mayor renta per cápita de los Estados Unidos de América, en pleno despegue de su segunda Revolución Industrial.

      La prosperidad de New Bedford, y otros 70 puertos de la región de Nueva Inglaterra, radicaba en que la industria ballenera era en aquel momento la más rentable en la nueva y pujante economía americana; con 735 buques balleneros —la flota mundial era de unos 900— y más de 10 500 tripulantes, generaba cada año un valor de 11 millones de dólares. La caza de la ballena y la comercialización de sus productos constituían la quinta industria que más aportaba al PIB americano, eminentemente agrícola y extractivo.

      La industria ballenera, con su apogeo en los años 50 del siglo XIX, era además la fuente de una serie de materias primas imprescindibles en esa nueva era, motor de innovación y complemento de otras industrias. Uno de los principales productos era el aceite, destilado al hervir la grasa de la ballena, necesario para la iluminación de lámparas en lugares públicos y en las casas de los muy pudientes armadores de los puertos balleneros. Existía una variedad muy especial y de altísimo valor, el conocido como aceite de esperma (espermaceti), obtenido exclusivamente de la cabeza del cachalote. De inferior viscosidad, un esteroide, ardía con notable incremento de la luminosidad y desprendía menos humo y malos olores. Se destinaba a lámparas de iluminación de alto nivel, como las de los faros, y a velas de alta calidad y luminosidad. De estos aceites se extraía el lubricante que se aplicaba a las nuevas maquinarias, relojes de pared y de bolsillo, máquinas de coser y de escribir, motores —incluido el del ferrocarril—, lanzado a la conquista del Oeste, y a todo tipo de armas. Además, las barbas del animal con las que las ballenas no dentadas filtran el agua para obtener el plancton, formadas a base de queratina, proveían de una sustancia ligera, rígida y flexible, ideal para fabricar varillas de paraguas y sombrillas o el armazón de los miriñaques y los corsés de las señoras —cuyas bandas elásticas se llamaban precisamente ballenas—.

      Solo en 1853 se cazaron más de 8000 ejemplares, que aportaron 260 000 barriles de aceite de ballena, 103 000 barriles de aceite de esperma y 2500 toneladas de barbas de ballena, con un valor de mercado de más de 11 millones de dólares.

      Un solo barco, como el Charles W Morgan, después de un viaje de 2 o 3 años podía regresar a puerto, tras haber cazado y procesado unas 50 ballenas, con 2500 barriles de 125 litros cada uno y con unos 8000 kilos de barbas. Esto podía suponer un rendimiento económico de entre 80 000 y 100 000 dólares para los armadores que habían fletado y financiado el viaje. Toda una industria de capital-riesgo, banca de inversión y project finance —con sus seguros, reaseguros y garantías— se articulaba y hacía viable cada viaje. Una industria muy próspera que generaba riqueza, empleo y permitía repartir beneficios.

      Sin embargo… 1853 fue también un punto de inflexión en un crecimiento sostenido de casi dos siglos. Las ballenas empezaron a escasear ante la presión de la voraz industria, que no respetaba estaciones de cría ni paradas biológicas. La falta de ejemplares en áreas próximas llevaba a realizar viajes cada vez más lejanos y menos rentables; los cachalotes, por ejemplo, se iban a buscar al Índico. En 1848 ya había comenzado la caza en el Ártico, en los pocos meses de verano que lo permitían y con riesgos adicionales para la navegación y la vida de los tripulantes, que en consecuencia exigían mejores salarios. Ante la escasez de ballenas se inició la captura de morsas, con mucho menor rendimiento comercial. Sin voces ecologistas que las defendieran, las ballenas fueron conducidas al borde de la extinción.

      Al mismo tiempo, en 1859, Edwin Drake descubrió petróleo en Titusville, Pensilvania. Con un sencillo refino pudo destilar keroseno, un combustible muy volátil que permitía encender lámparas de manera más limpia y eficiente que con el sucio y pestilente aceite de ballena. Aquel primer año de 1859 se produjeron 2000 barriles (los mismos que un barco ballenero traía al cabo de tres años de arriesgadas travesías). La fiebre del oro negro acababa de desatarse; en 1866 se perforó el primer pozo en Oil Springs, Nacogdoches, Texas, y ese mismo año Rockefeller conseguía producir 500 barriles diarios en Cleveland. En 1894 se inauguró la primera refinería de petróleo.

      Y con el refino del petróleo y los alquitranes y parafinas surgió una nueva industria de materiales rígidos y flexibles, los plásticos, para reemplazar a las barbas de ballena —si bien en 1907 el modisto francés Paul Poiret eliminaría los corsés y polisones de los dictados de la moda—.

      En 1899 la industria petrolífera ya producía 2000 barriles… cada 15 minutos. Pronto iba a hacer falta mucha gasolina para todos los automóviles que Henry Ford comenzaría a fabricar en sus cadenas de montaje pocos años después.

      La convergencia de la nueva, pujante y muy lucrativa industria del petróleo como sustitutiva del aceite de ballena, con las prácticas de caza insostenibles que habían desembocado en la práctica extinción de cetáceos en amplias regiones del globo, resultó definitiva. Durante la guerra civil americana el gobierno federal compró más de 30 barcos balleneros para llenarlos de piedras y hundirlos en las bocanas de los puertos confederados como Savannah y Charleston como forma de bloqueo. El preciado activo de inversión de un par de décadas atrás tenía ahora más valor hundido que generando actividad.

      Acabada la guerra, un intento de relanzamiento de la industria envió una flota de 41 barcos al Pacífico norte. En agosto de 1871, 32 balleneros quedaron atrapados por el hielo en un precipitado fin de verano en el mar de Chuksi. 119 hombres y mujeres consiguieron salvarse de milagro en las chalupas balleneras y llegar a los barcos que habían logrado liberarse de la banquisa. No hubo que lamentar muertes, pero sí la perdida de gran parte de la flota de New Bedford, y el quebranto económico de los aseguradores —con el consiguiente aumento de las primas— puso el punto final a una industria que había sido sinónimo de opulencia y generación de riqueza.

      En 1870 la industria había caído en más de dos terceras partes, y en 1896 en un 90%. Hoy el Charles W Morgan es un barco museo que se puede visitar en Mystic, Connecticut, como testimonio y legado del auge y caída de una industria que llegó a ser enormemente poderosa.

      Un descubrimiento muy ligero

      Contemporáneamente, en 1855, en la lejana Europa, concretamente en la sofisticada y refinada Francia del II Imperio, la Exposición Universal de París, en la que participaban 34 países, presentaba ante sus visitantes dos barritas de un novedoso material, un metal brillante y ligero, la «plata de la tierra». El químico Henri Sainte-Claire Deville había conseguido producir este material, apenas descubierto 30 años antes por el físico danés Hans Christian Oersted, que creyó haber obtenido potasio puro.

      El emperador francés, Napoleón III, quedó fascinado por este nuevo material tan escaso y raro de obtener y cuyo precio superaba en 9 veces el del oro. Tal fue la fascinación que sintió por este nuevo componente que contrató al químico Sainte-Claire Deville por un generoso estipendio a cambio de que toda su producción —apenas una tonelada al año— fuera destinada a los joyeros y orfebres de la casa imperial. El nuevo elemento, maleable, ligero y brillante era el aluminio.

      Como muestra de la alta valoración que alcanzó, en 1856 el emperador mandó hacer un sonajero de aluminio y rubíes para su primogénito, el príncipe imperial Napoleón Luis Eugenio Juan José Bonaparte; los botones de sus uniformes de gala, así como un casco para los desfiles, igualmente

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