Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
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No es menos cierto, empero, que formamos nuestras preferencias en contextos sociales específicos a cuya influencia no podemos escapar. El ser humano tiende a la imitación y de ahí que en nuestros deseos influyan los deseos de los demás, los ejemplos en que se nos ha educado, las modas de la temporada o los modelos sociales que disfrutan de mayor visibilidad. Esta cualidad relacional de la autonomía, que sugiere que no somos átomos aislados sino criaturas sociales que se definen por sus vínculos con los demás, no puede ser desatendida cuando intentamos asegurar las condiciones que permiten la formación de sujetos autónomos. En una sociedad liberal, tomarse en serio la existencia de esa maraña de influencias ambientales recíprocas implica garantizar que haya una pluralidad de valores, modelos y formas de vida en las que poder inspirarnos. Cuanto más diversa sea una sociedad, mayor será el número de posibilidades que nos ofrece y con mayor frecuencia nos preguntaremos si nuestras creencias o deseos son los más apropiados o si, por el contrario, hay alternativas valiosas dignas de ser tenidas en cuenta.
A la vista de las condiciones que requiere el ejercicio de la autonomía, en fin, no es de extrañar que las sociedades liberal-democráticas sean aquellas en las que este ideal moderno haya arraigado con más fuerza. Eso no debe llevarnos a pensar que el deseo de los individuos de dar forma a su vida no existiera antes; es solo que adoptaba otras formas, como la eleuthería (condición libre del ciudadano virtuoso) o la parrēsía (libertad de palabra de quien se atreve a decirlo todo) de los griegos, vinculándose con mayor frecuencia a la participación en los asuntos públicos. Pero son el énfasis moderno en los derechos individuales y el creciente pluralismo social los que dan un impulso definitivo a la autonomía, que ha de entenderse como un ideal que nunca realizaremos por completo: no todas las sociedades son igualmente capaces de asegurar las condiciones que hacen posible su ejercicio, ni todos los ciudadanos ponen el mismo empeño en desarrollar su potencial. Eso no implica que hayamos de considerar al sujeto autónomo como una quimera, ni que el objeto de una sociedad formada por ciudadanos capaces de hacer un uso refinado de su libertad constituya una utopía inalcanzable. Todos podemos reflexionar sobre nuestras preferencias y deseos, para así evitar eso que Sócrates deploraba como “una vida sin examen”. Deberíamos, al menos, intentarlo.
VÉASE: Ciudadanía, Feminismo, Libertad, Tolerancia, Zelote
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Bien común
El bien común es una categoría a la que se recurre con frecuencia en el discurso público. Decimos que es necesario perseguirlo, que requiere de nuestro compromiso cívico, que los partidos políticos deben promoverlo en lugar de pensar en sus intereses electorales. Definirlo parece sencillo; determinar su contenido, sin embargo, presenta algunas dificultades.
BIEN COMÚN
El bien común es una categoría a la que se recurre con frecuencia en el discurso público. Decimos que es necesario perseguirlo, que requiere de nuestro compromiso cívico, que los partidos políticos deben promoverlo en lugar de pensar en sus intereses electorales. Definirlo parece sencillo; determinar su contenido, sin embargo, presenta algunas dificultades. Es obvio que el bien común sería aquel que no puede predicarse de nadie en particular, sino de la generalidad de los ciudadanos. Buscar el bien común sería entonces defender o perseguir un conjunto de bienes colectivos, algunos de los cuales se dejan identificar con facilidad: la paz, la prosperidad, la igualdad, la libertad, la sostenibilidad medioambiental. Incluso puede concretarse un poco más, señalándose bienes públicos más específicos que responden al interés general de la comunidad: el sistema judicial, las libertades civiles, el agua potable, las instituciones culturales, los parques naturales, las infraestructuras de transporte. El filósofo Amitai Etzioni entiende que el término comprende aquellos bienes que sirven a todos los miembros de una comunidad y a sus instituciones, lo que incluye bienes que, no sirviendo a los intereses de grupos particulares, son valiosos para las generaciones futuras. Desde este punto de vista, el bien común o el interés general no presentarían mayor dificultad.
Sin embargo, el demonio está en los detalles. Por un lado, la promoción simultánea de todos esos bienes puede resultar conflictiva. Así, estimular el crecimiento económico para financiar los servicios públicos es susceptible de crear problemas medioambientales o incrementar la desigualdad; reforzar las libertades individuales puede ir en detrimento de la igualdad; la preservación de la paz a cualquier precio puede acabar generando una mayor violencia, como sucedió con las políticas de apaciguamiento que trataron en vano de prevenir el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Es posible, también, que el bien particular de algunos sea presentado como el interés general de todos, para así justificar su búsqueda a costa de otros bienes asimismo valiosos. Por ejemplo, el disfrute de generosas pensiones de jubilación puede considerarse un bien común, en la medida en que la mayoría de los ciudadanos terminará por alcanzar la edad en que corresponde percibirlas; nadie querría ver a los mayores en una situación de precariedad e indefensión. Ocurre que la estructura demográfica y la situación económica pueden poner en entredicho la cualidad general de ese bien concreto: ¿qué pasa si el gasto público destinado a las pensiones pone en peligro la solvencia estatal o perjudica severamente las oportunidades vitales de que disfrutan las generaciones más jóvenes? Lo que parecía un bien común semeja entonces el bien particular de un grupo social determinado (los pensionistas), que entra en conflicto con el bien particular de un grupo social distinto (los jóvenes).
Por otra parte, la identificación de los bienes comunes en abstracto puede ser relativamente pacífica, suscitando el consenso de la mayoría: ¿quién podría manifestarse en contra de la justicia, la prosperidad o el agua potable? La dificultad se da en un momento posterior, cuando ha de determinarse cómo han de realizarse cada uno de esos bienes y de qué manera habrán de resolverse los conflictos que surjan entre ellos. Habrá quien defina la prosperidad a partir del crecimiento del PIB y quien sostenga que es necesario introducir indicadores relativos al bienestar subjetivo o a la protección del medio ambiente; igual que unos defenderán un mercado de trabajo poco protegido y sin embargo abundante en empleo, mientras otros privilegian la protección del trabajador a costa de incrementar el desempleo. También podría suceder que todos convengan la necesidad de evitar el colapso ecológico, por ejemplo luchando contra el cambio climático, pero surja una insalvable discrepancia entre los partidarios de reformar el capitalismo y los que defienden la necesidad de terminar con él. Ambas posiciones pueden defenderse como estrategias para realizar el bien común de la estabilización del clima terrestre, pero según cuál elijamos estaremos dando satisfacción a unos intereses y perjudicando a otros.
Cuando hablamos del bien común, pues, lo contraponemos al bien particular de los individuos o de las minorías. Estas últimas pueden adoptar una forma perversa, cuando se trata de grupos de interés que defienden una posición ventajosa para ellos y perjudicial para los demás; lo que es bueno para unos pocos no serviría al interés de todos los miembros de la comunidad. Por ejemplo: si sostenemos que una política cultural que preserva la producción artística nacional de los embates del mercado sirve al interés general, los quiosqueros podrían quejarse de las ayudas que reciben los cineastas. Solo en algunos supuestos muy demarcados –evitar una guerra, reducir la pobreza– podremos estar seguros de que se realiza un interés general. También aquí, por tanto, es arduo determinar cuándo lo que se dice común es verdaderamente común.
Pero la tensión más aguda se