Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado

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Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado

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su propio bien en condiciones de relativa libertad? O sea: sin que la colectividad, a través de la autoridad estatal, nos diga lo que podemos o no podemos hacer. Pensemos en la expropiación de una vivienda con objeto de construir una autopista: el bien común autoriza aquí la suspensión del derecho fundamental a la propiedad privada, mediante el pago de una indemnización, a pesar de que la autopista solo beneficiará a los que la transiten; de ella solo puede predicarse que sirve al bien común si interpretamos que la existencia de infraestructuras de transporte pertenece a esta categoría. En una sociedad democrática, sin embargo, no hay manera de evitar estos conflictos ni mejor manera de solucionarlos que concediendo al Estado la potestad de decidir conforme a las leyes y bajo la supervisión de los tribunales. Ello requiere del mantenimiento de delicados equilibrios entre los bienes comunes y la libertad individual: ni el Estado debe siempre imponerse al individuo, ni es factible que el individuo jamás ceda un ápice de su libertad. Así, por ejemplo, parece razonable prohibir que se fume en los lugares públicos siempre y cuando no se impida hacerlo fuera de ellos. En ocasiones, el interés general habrá de ceder ante la libertad individual: aunque disfrutar de un sistema universal de salud puede considerarse un bien común, no podemos prohibir todas las conductas de riesgo –el tabaquismo, la conducción de automóviles, el alpinismo– con objeto de robustecer su estabilidad financiera.

      Ni que decir tiene que la oposición entre el bien común y la libertad individual se intensificará sin remedio en aquellos regímenes políticos que pongan a la colectividad por encima del individuo. Esto es evidente en el caso de algunas dictaduras, pero puede ocurrir también en regímenes democráticos que debilitan su componente liberal para así poder realizar un programa ideológico particular. En una sociedad socialista, la colectividad está siempre por delante del individuo; en un régimen nacionalista, el individuo se subsume en la nación; en el discurso populista, la voluntad del pueblo se impone a la de sus miembros particulares. En todos estos casos, se invoca un bien común y se le otorga primacía sobre los derechos o intereses de los individuos. Por ejemplo: si a un ciudadano se le prohíbe rotular su comercio en la lengua de su elección, exigiéndosele en cambio usar la lengua oficial –o una de las lenguas oficiales– para así proteger la integridad de la “cultura nacional”, su derecho individual se estará restringiendo indebidamente en nombre del presunto derecho de una entidad colectiva.

      Ninguno de estos conflictos es nuevo. El debate sobre la prioridad que haya de concederse al bien común sobre los intereses particulares es tan viejo como la existencia de comunidades humanas: en su interior chocan las necesidades de la organización colectiva y el impulso singular de cada individuo. Se trata de una relación intrincada, ya que el individuo no puede realizar su libertad sin los bienes que le procura la comunidad, ni la comunidad puede atesorar esos bienes sin la contribución de sus miembros. En último término, la relación entre el bien común y los intereses particulares es una cuestión de énfasis; de la medida en que la balanza se incline hacia un lado u otro. Así como encontraremos sociedades individualistas donde se presta menos atención al interés general, otras exhibirán una mayor concien­cia de comunidad. Y la historia del pensamiento político puede leerse como un diálogo interminable entre ambas posiciones.

      «El disfrute de generosas pensiones de jubilación puede considerarse un bien común. [...] Ocurre que la estructura demográfica y la situación económica pueden poner en entredicho la cualidad general de ese bien concreto: ¿qué pasa si el gasto público destinado a las pensiones pone en peligro la solvencia estatal o perjudica severamente las oportunidades vitales de que disfrutan las generaciones más jóvenes?»

      Platón afirmaba que el conocimiento de lo justo genera unidad en el interior de la polis, donde no puede separarse lo público de lo privado; Aristóteles consideraba que la sociedad existe para la realización de la vida buena, asignando a la colectividad objetivos distintos de los que tienen sus miembros. Posteriormente, la teología cristiana recogerá el guante y señalará la dedicación a Dios como el bien común superlativo. En todos estos casos, el ciudadano debe ejercitarse en la virtud, ya se la entienda como compromiso cívico con la comunidad o como ejercicio de la fe. Esto cambiará en la época moderna, cuando la irrupción del pensamiento ilustrado y la gradual transformación de las sociedades legitiman el pluralismo moral (el hecho de que distintas personas tengan distintos planes de vida) y la persecución del interés particular (aquello que el individuo puede hacer dentro de su esfera de libertad personal). Después de siglos de comunitarismo, la balanza se reequilibraba en favor del individuo.

      Para la doctrina liberal, de hecho, no existe contradicción entre el bien común y los bienes particulares. En una sociedad moderna, el libre mercado y la competición electoral actuarán como mecanismos capaces de conciliar el interés general con el interés privado. Esta cualidad se predicará con especial fuerza del mercado: de acuerdo con la famosa metáfora de Adam Smith, que es una metáfora y no una descripción de la realidad, cuando perseguimos un fin privado en el mercado nos sentimos empujados como por una mano invisible a promover el bien social. Lo que quiere decir Smith es que cuando buscamos el bien que más se ajusta a nuestras preferencias, estimulamos la competencia entre unas empresas obligadas a ofrecer cada vez mejores productos a mejor precio a fin de no perder clientes, lo que de paso crea empleo y paga impuestos. En esta argumentación juega un papel importante el consecuencialismo moral, ya que no cuenta tanto la intención de quien actúa como los efectos que su acción termina produciendo. El funcionamiento del mercado requiere de grandes números; hablamos de la agregación de muchas conductas espontáneas individuales: no pensamos en el bien social cuando salimos de compras. En el plano político, la competencia entre distintos grupos de interés se resuelve por medio de elecciones competitivas y termina por generar una política pública que debería maximizar el interés general.

      Es bien sabido que estos mecanismos de agregación funcionan de manera imperfecta. No es que la mano invisible no se mueva; simplemente, no es infalible. Los economistas hablan de “fallos de mercado” para referirse a los costes que no asumen productores ni consumidores (por ejemplo, la contribución al calentamiento global del coche que adquirimos o la polución generada por la industria) y de bienes públicos que benefician a la sociedad en su conjunto pero que el mercado no siempre es capaz de producir por sí solo (la investigación básica, la salud pública, la defensa). Por su parte, una sociedad democrática puede prestar más atención a las demandas de los grupos de interés organizados y desatender a los colectivos desorganizados; también puede ignorar a las minorías que carecen de fuerza electoral. Eso no quiere decir que el interés público haya de ser definido por la autoridad estatal y que pueda dirigirse a los individuos de manera paternalista hacia un objetivo común. Sin embargo, se equivocan los libertarios que, partidarios de maximizar la libertad individual y de reducir al mínimo las funciones del poder público, niegan la existencia del bien común y solo admiten la realidad de los individuos y las familias que pueden ver con sus propios ojos.

      Frente a ellos, los pensadores comunitaristas –que critican el individualismo liberal y subrayan que las personas nacemos en comunidades cuyos valores y tradiciones nos conforman– han venido a recordarnos que el individuo no existe de manera separada, sino que está embebido en el interior una sociedad. Nuestra identidad no cobra forma en el aislamiento, sino en relación con el exterior: con las personas con que nos relacionamos, con la cultura en la que nos socializamos, con las tradiciones de las que participamos. Desde este punto de vista, los intereses “particulares” poseen una dimensión social; nadie es capaz de crearse a sí mismo. Para los comunitaristas, en consecuencia, la defensa del bien común ha de definir la forma de vida de sus miembros. No se trata de darnos a elegir: el Estado comunitarista debe poder forzarnos a poner el bien común por delante de nuestros intereses particulares. Es una posición que el liberalismo rechaza, porque atenta contra la autonomía del individuo en nombre de un idealismo conservador que exagera la medida en la que la comunidad define nuestra identidad de una vez y para siempre: como si nunca pudiéramos cambiar o elegir. Tampoco está claro, por lo demás, quién puede arrogarse la facultad de decidir qué tradiciones son correctas o representativas, a la manera de quien define una esencia de la que todos los miembros de una comunidad están obligados a participar.

      Lo

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