Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado страница 9
Sería deseable que las lecciones que podamos extraer del desarrollo de las democracias reales influyesen en las teorías ideales sobre esta forma de gobierno. Un ejemplo es el fortalecimiento de la independencia de los Bancos Centrales en respuesta a la vieja costumbre de los Gobiernos de utilizar de manera electoralista la política monetaria. Es una reforma que resulta de la praxis democrática y se inspira en la doctrina sobre las instituciones contramayoritarias, que son aquellas que incorporan un punto de vista experto que sirve de filtro a la voluntad popular. Claro que el conocimiento acumulado sobre la peligrosidad de los referéndums populares como medio para decidir sobre asuntos complejos que fracturan en dos a la opinión pública no impidió que el Gobierno británico preguntase a sus ciudadanos sobre la pertenencia a la Unión Europea y provocase con ello su salida de la UE. Hay que tener en cuenta que los actores políticos sirven a sus propios intereses y eso puede dificultar el buen funcionamiento de cualquier democracia: el choque de legitimidades entre los votantes catalanes que aprobaron el Estatuto de Autonomía de 2006 y el Tribunal Constitucional que anuló varios de sus artículos habría podido evitarse si los partidos que promovieron la norma hubieran querido asegurarse previamente de su constitucionalidad.
Dicho esto, las diferencias aparentemente irreconciliables entre los distintos modelos de democracia se atenúan en la práctica. Difícilmente encontraremos una versión de la democracia que no reconozca la importancia de los derechos del individuo o la necesidad de articular la competencia electoral entre candidaturas. Pero es que sería injusto acusar a las democracias liberales de desincentivar la participación ciudadana: las formas colectivas de movilización, tales como manifestaciones o campañas públicas, forman ya parte de la normalidad democrática occidental. Del mismo modo, la digitalización de la esfera pública ha proporcionado a los ciudadanos la posibilidad de expresar sus opiniones y ha facilitado la creación de vínculos asociativos. No puede decirse tampoco que las democracias existentes sean lugares donde reina el consenso, como denuncian los partidarios del modelo agonista; las democracias son conflictivas por definición y lo serán en mayor medida cuando organizan la convivencia en sociedades heterogéneas donde abundan los roces entre distintas ideologías y formas de vida. Finalmente, no se ha conocido todavía una democracia moderna que aspire a tomar malas decisiones; en distinta medida, todas ellas atribuyen un rol al saber experto cuando se trata de lidiar con asuntos que requieren de algún tipo de conocimiento técnico. Hablamos, en todos los casos, de una democracia representativa donde los ciudadanos eligen a quienes toman las decisiones; ni siquiera los más ardorosos participativistas defienden una toma de decisiones basada exclusivamente en el referéndum o la celebración constante de asambleas multitudinarias. En una sociedad moderna que se caracteriza por su gran escala, el postulado de Rousseau según el cual no puede haber separación entre gobernantes y gobernados resulta impracticable. Dicho de otra manera, el funcionamiento de la democracia no es indiferente al tamaño de la población y el territorio; la democracia moderna no puede ser ya sino democracia representativa.
«Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia»
En la democracia moderna, la representación política no puede entenderse al margen de los partidos políticos que sirven como vehículo para la misma. Nuestras democracias son democracias de partidos, aunque los partidos no sean sus únicos protagonistas. Tal como ha señalado Piero Ignazi, los partidos políticos se han encontrado históricamente con la dificultad de legitimarse en un marco cultural occidental que siempre ha considerado deseable la armonía y el acuerdo: representando los intereses de una parte, mal podían los partidos encajar en esa visión idealizada de la comunidad como espacio de consenso. Durante el siglo xx, los partidos lograron consolidarse como actores políticos indispensables de la democracia representativa de masas. Hoy, en cambio, parecen haber dilapidado una parte del capital de confianza que adquirieron después de la Segunda Guerra Mundial, cuando contribuyeron a crear el estado del bienestar y estabilizaron unas sociedades liberales que proporcionaban a sus miembros libertades civiles y bienestar económico. El auge del populismo, vinculado al líder carismático y al partido-movimiento, se relaciona con esa pérdida de legitimación; hay quienes se sienten atraídos por las formas plebiscitarias de la democracia que propugnan eliminar los partidos para así crear un vínculo directo entre el partido del líder y su pueblo.
Por natural que pueda parecernos, de hecho, que hoy elijamos a nuestros representantes y que los cargos públicos sean desempeñados por profesionales de la política marca una diferencia esencial entre la democracia contemporánea y sus antecedentes premodernos. De hecho, la misma democracia que ahora consideramos la única forma legítima de gobierno fue despreciada durante siglos como un régimen político indeseable. Aristóteles incluía las democracias dentro de las formas degeneradas de gobierno y Platón arremete contra la democracia como un régimen “anárquico” que trata como iguales a los que no lo son: el gobierno de las multitudes ignorantes. Esta crítica tendrá un largo recorrido: el filósofo español Ortega y Gasset todavía lamentará a comienzos del siglo xx el “plebeyismo” que resulta de la indebida extensión de la democracia a todas las esferas de la vida social y hablará de la “degeneración de los corazones” que permite que tratemos igualmente a los desiguales. No debería entonces sorprendernos que hasta finales del siglo xviii el régimen político óptimo fuese la “república”. Así lo atestiguan los debates constitucionales norteamericanos, donde se reservaba el término democracia para la democracia directa.
En realidad, nuestra democracia es una república representativa, o sea un régimen mixto que combina los elementos democráticos (sufragio universal y voto popular) con los liberales (imperio de la ley, separación de poderes). Y dado que nuestras sociedades se han hecho cada vez más complejas y populosas, recuperar las instituciones de la democracia directa es una quimera: ni podemos reunirnos todos en una asamblea para deliberar, ni puede elegirse a los cargos públicos por sorteo, ni la mayoría de los ciudadanos tiene ganas de dedicar su tiempo a los asuntos colectivos. Por eso, en definitiva, elegimos representantes: serán ellos quienes decidan en nuestro nombre, guiados por el interés general. Hay que admitir que la teoría funciona en esto mejor que la práctica: el sentido aristocrático inicial del proceso de selección de los representantes por medio de las elecciones, que aspiraba a identificar a los mejores servidores públicos, ha ido dejando paso a una competición por el voto donde la imagen de los candidatos cuenta más que su competencia para desempeñar el cargo. Del mismo modo, el protagonismo creciente de los partidos políticos en la democracia de masas introduce a unos actores que sirven primeramente a sus propios intereses: sus decisiones no perseguirán el bien común, sino el bien particular de la organización y de los grupos de votantes que la apoyan.
Seguimos así llamando democracia a una forma de gobierno que se parece muy poco a lo que los griegos entendían por tal. El asunto se complica si tenemos en cuenta que, como señalase el pensador francés Alexis de Tocqueville tras su viaje a Estados Unidos en 1831, la democracia no solo designa una forma particular de gobierno, sino un tipo específico de sociedad: aquella que deja atrás la organización estamental de la Edad Media y establece el principio de que todos sus miembros deben disfrutar de igualdad de condiciones. En la tradición marxista, de hecho, la democracia se entiende como sinónima de ausencia de dominación de clase; en palabras de Eduard Bernstein, no es un fin en sí misma, sino un medio para realizar el socialismo. Esta concepción instrumental de la democracia resulta problemática, porque es una manera de restarle valor: si pudiéramos llegar al socialismo por otros medios, entonces no necesitamos la democracia para nada. De la misma manera, si decimos que la democracia es deseable porque produce buenas decisiones, ¿qué haríamos si se inventara un algoritmo capaz de tomar decisiones matemáticamente infalibles?