Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
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Ponernos de acuerdo acerca de la inevitabilidad del Estado, sin embargo, no responde a la pregunta sobre la forma concreta que deba adoptar, los servicios que haya de proveer o la extensión del poder que pueda ejercer sobre los individuos. Estos últimos, por ejemplo, pueden ser súbditos de un Estado autoritario o ciudadanos de un Estado democrático; y no todos los Estados democráticos tienen encomendadas las mismas funciones asistenciales o económicas. Para comprender por qué los Estados son hoy lo que son no basta entonces con su justificación teórica; es preciso conocer su trayectoria histórica.
Dejando a un lado las prefiguraciones de la forma estatal que pueden encontrarse en las polis griegas o la ciudad-Estado del Renacimiento, además de por supuesto en el Imperio romano, el Estado tal como hoy lo conocemos es un fenómeno moderno que pone fin a la fragmentación del poder típica del feudalismo medieval. En particular, el Estado moderno es una institución que rompe con el pasado al separar su autoridad de la persona del gobernante. Esta despersonalización estaba ya insinuada en la monarquía absoluta de derecho divino, donde –como nos enseñó el historiador Ernst Kantorowicz– el cuerpo mortal del rey hubo de distinguirse de la institución inmortal que ocupaba hasta su muerte: al desaparecer el individuo terminaba un reinado, pero la monarquía continuaba sin interrupción. Igualmente, teóricos de la soberanía como Hobbes y Bodin postularon que la autoridad del Estado era algo separado del monarca; los súbditos debían obediencia a la institución en lugar de a la persona del rey. Posteriormente, el proceso se completará con la desactivación del poder de los monarcas, completándose así –aun cuando estos últimos retengan funciones simbólicas o arbitrales– el proceso de racionalización del Estado.
A partir de aquí, el sociólogo Max Weber describirá el Estado como aquella institución caracterizada por poseer el monopolio de la fuerza legítima dentro de un territorio definido y por dotarse de un aparato burocrático que le permite administrar eficazmente una sociedad cada vez más compleja. Decíamos antes que el Estado puede justificarse afirmando que una sociedad funciona mejor con él; ahora podemos añadir que solo el Estado parece capaz de poner orden en las sociedades urbanizadas, populosas, capitalistas y heterogéneas de la modernidad. No debería extrañarnos que este modelo occidental se haya extendido globalmente a través del colonialismo o la simple imitación. Sus consecuencias negativas no debieran ocultarse: guerras mundiales, intentos de genocidio, homogeneización cultural. Pero es imposible saber si el curso de la historia hubiera sido más beneficioso para la humanidad y sus miembros en ausencia de los Estados.
En todo caso, las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas.
Primeramente, recordemos que el liberalismo político que emerge con el pensamiento ilustrado en el siglo xviii tiene como objetivo primordial combatir el absolutismo monárquico y emancipar a los ciudadanos de su tutela: el individuo debe gozar de la necesaria libertad para desarrollar su plan de vida, incluida la posibilidad de asociarse con otros, opinar sobre los asuntos públicos y actuar como productor o consumidor en un mercado libre. Para limitar el poder estatal y prevenir su abuso, los liberales formulan principios que serán llevados –desigualmente– a la práctica: imperio de la ley (que restringe la arbitrariedad de las decisiones públicas y termina dando forma al Estado de derecho), separación de poderes (que atribuye diferentes funciones a distintos órganos estatales, impidiendo su concentración y haciendo posible la independencia de los jueces), celebración de elecciones periódicas (para la formación de un Gobierno representativo sometido al control de los votantes). A eso hay que sumar la distinción entre la esfera pública y la esfera privada, que proporciona al ciudadano un ámbito de libertad en el que no puede interferir el Estado: somos libres de elegir nuestra forma de vida y nadie puede leer nuestra correspondencia. Cuando esta arquitectura institucional se codifica en textos constitucionales, hablamos del Estado constitucional. Bajo su amparo florecerán organizaciones tales como los partidos políticos y, en la sociedad civil, las iglesias, los sindicatos y las asociaciones profesionales. Todas ellas, como cuerpos intermedios, servirán de contrapeso al poder estatal. Por último, los Estados liberales persiguen estimular la competencia económica y para ello desmantelan el proteccionismo gremial, diseñando mercados libres o combatiendo los monopolios. Huelga decir que una cosa es la aspiración del liberalismo político y otra distinta la realidad de las sociedades sobre las que se proyecta. Repárese en el conflicto generado por los servicios de transporte privado de personas, ligados a plataformas digitales, en aquellos países donde el sector del taxi ha seguido disfrutando de una protección que recuerda la de los gremios medievales.
«Las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas»
Sucede que el Estado liberal es también Estado social o del bienestar, encargado de sostener materialmente a los ciudadanos para garantizar la realización del principio de igualdad y dotado asimismo de poderes de intervención en la economía. Este intervencionismo tiene su origen en las políticas asistenciales que, en el último tercio del siglo xix, tratan de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora del industrialismo y de prevenir el riesgo de una revolución social. Su impulso definitivo llega después de la Segunda Guerra Mundial; contribuyen a él por igual liberales, conservadores y socialdemócratas. ¿Por qué debe el Estado asumir ese papel, que hoy damos por supuesto? La fundamentación teórica del bienestarismo está en la crítica que Marx hace al liberalismo, cuando señala que proclamar derechos formales sirve de poco si los individuos están en situación de necesidad. No obstante, el propio John Stuart Mill ya había señalado desde el interior de la doctrina liberal que el Estado debía jugar un papel igualador, que permitiese a todos los individuos disfrutar de la oportunidad de desarrollar su personalidad. Y aunque Marx creía que el Estado liberal estaba al servicio de los intereses de la burguesía y jamás podría mejorar la existencia de la clase trabajadora, se equivocaba: el Estado liberal se ha convertido en Estado social sin dejar por ello de ser liberal, mientras que el experimento comunista terminó con un rotundo fracaso. Eso no quiere decir que el debate sobre el papel económico del Estado haya concluido, pues no es fácil determinar qué grado de intervención pública en el mercado es a la vez justa (en tanto que ayuda a los menos favorecidos sin ahogar la libertad individual ni colonizar la sociedad civil) sin dejar de ser eficaz (pues preserva los incentivos que hacen posible el aumento de la riqueza, ya que sin creación de riqueza no hay redistribución posible).
Finalmente, el Estado liberal y bienestarista es asimismo estado nacional, porque su poder se circunscribe a los límites territoriales de una nación. Por lo general, las constituciones establecen que la soberanía reside en la nación o en el pueblo de la nación, aunque sea el Estado quien la ejerza en su nombre. Así que, aunque hablemos del Estado nación, ambos términos no son sinónimos: mientras que el Estado es una institución dotada de poderes materiales, la nación se refiere a la identificación emocional con historias, tradiciones o costumbres que nos hacen sentir miembros de la misma comunidad humana. Por lo general, ambos coinciden: el Estado reclama obediencia a los miembros de la nación y esa pertenencia común refuerza el compromiso afectivo con el Estado, al que no sentimos “extranjero” sino propio. Su relación está marcada por la dependencia