Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado

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Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado

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pacífica entre individuos en sociedades plurales, maximizando el valor de la libertad individual y estableciendo una relación equilibrada entre las mayorías y las minorías. Tal como señalase el jurista Hans Kelsen, la minoría de hoy puede ser la mayoría de mañana y de ahí que el gobierno colectivo no pueda consistir en la “tiranía de la mayoría” contra la que advirtió De Tocqueville. Del mismo modo, la democracia no puede dar toda la razón a ninguna de las ideologías que compiten en su interior, pues ha de mantenerse siempre abierta al diálogo entre los diferentes; de ningún modo puede obligar a los ciudadanos a vivir de una manera determinada o a albergar creencias particulares. Por el contrario, el Estado debe ser neutral respecto de las convicciones personales o las formas de vida de los individuos, un rasgo que amenaza con difuminarse en nuestra época a medida que el debate público ha ido centrándose en cuestiones morales. Por eso, ocupar el Gobierno no equivale a disponer de un poder absoluto: la democracia liberal limita la capacidad de acción de los Gobiernos con objeto de evitar el abuso de poder al que los seres humanos, desgraciadamente, son proclives. No olvidemos que una de las grandes virtudes de la democracia consiste en asegurar la competencia pacífica por una posesión tan preciada como el poder. Para ello, somete a reglas el conflicto por los recursos disponibles, tratando de asegurar que los actores y grupos que compiten por ellos no recurren a la violencia. Decía el politólogo norteamericano Harold Lasswell que la política consiste en determinar quién consigue qué, cuándo y cómo; la democracia liberal pone un cierto orden en el proceso que conduce al reparto correspondiente.

      En este sentido, hay que tener en cuenta que la democracia recurre a la regla de la mayoría debido a la imposibilidad de garantizar el consenso entre los miembros de la comunidad política. El principio de la mayoría era desconocido para los griegos y resulta inaceptable para Rousseau: en comunidades basadas en la concordia cívica, aceptar el juego mayoría/minoría es validar la desunión interior. Sartori afirma que la regla de la mayoría proviene de los sistemas de votación de los conventos medievales y que su utilidad reside en que posibilita la toma de decisiones con el orden colectivo; el disenso pasa a entenderse como algo natural, que no amenaza la supervivencia de la comunidad. Se deduce de aquí que el buen funcionamiento de la democracia requiere asimismo que el ciudadano entienda cabalmente su papel y, por ejemplo, no rechace como ilegítimas aquellas decisiones colectivas que chocan con sus creencias personales. Que algo nos parezca equivocado o inmoral no significa que sea ilegítimo: si la ley que nos incomoda ha sido aprobada de acuerdo con los procedimientos democráticos vigentes, habremos de aceptarla y, en todo caso, apoyar a quienes prometan derogarla. No existe ninguna forma de gobierno que elimine la brecha insalvable que se abre entre la conciencia individual y el orden colectivo. Por eso, la tolerancia a la frustración debe ser entendida como una virtud cívica.

      En el fondo, Francis Fukuyama tenía razón cuando –de acuerdo con su célebre tesis sobre el “fin de la historia”– proclamó que la búsqueda del mejor modelo de gobierno se había inclinado en favor del modelo liberal-pluralista. Aunque la historia no ha terminado, pues sigue habiendo acontecimientos de todo tipo, no existen alternativas democráticas a la democracia liberal: por imperfecta que esta última pueda ser, no hay forma de gobierno que alcance mayor equilibrio entre el respeto a la libertad individual, la búsqueda de la igualdad y el aseguramiento de la base material de la existencia. Nadie ha conseguido todavía desmentir la famosa afirmación de Winston Churchill, seguramente tomada de Albert Camus, de que la democracia es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás.

       VÉASE: Estado, Igualdad, Kiosco, Oposición, Voto

      E

      Estado

      Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo.

      Estado

      No cabe duda de que el Estado es la institución política dominante del mundo moderno. Así lo demuestra el hecho de que no existan apátridas, o sea sujetos que no son nacionales de ningún Estado: quien abandone su país buscando un lugar donde no rija autoridad estatal alguna se encontrará con otro Estado que le preguntará de dónde viene. Hay en el mundo cerca de doscientos Estados oficialmente reconocidos por Naciones Unidas, indicación suficiente del éxito de una institución a la que nos hemos acostumbrado, pese a que no existía hace siete u ocho siglos. Puede definirse, siguiendo al especialista Bob Jessop, como aquella entidad cuya función es definir y aplicar decisiones colectivamente vinculantes sobre el conjunto de una sociedad. No debe confundirse con el Gobierno: el Estado es más que el Gobierno, pues este último se limita a cumplir algunas funciones estatales; otras recaen sobre los jueces, la policía o los inspectores de trabajo. En esos cometidos específicos, así como en los lugares donde se llevan a cabo, el Estado se materializa: edificios, personal, símbolos. Y aunque el Estado no se encuentra en todas partes, sus normas se extienden al conjunto de la vida social: incluso la ausencia de regulación está prevista en la regulación.

      Sin embargo, esta definición preliminar no nos dice nada sobre el origen histórico del Estado, ni nos proporciona su justificación. Tampoco indica la forma que deba adoptar: no es lo mismo un Estado totalitario que uno democrático; si nos ceñimos a estos últimos, el Estado sueco hace cosas que no hace el australiano y viceversa. Hablar del Estado, por lo tanto, exige un buen número de aclaraciones. Y la primera consiste en explicar por qué hay Estado o por qué debe haberlo; conviene saber por qué hemos de aceptar ese “artificio”. Recuérdese que los anarquistas se caracterizan por el rechazo del Estado y defienden su supresión, al considerarlo una innecesaria fuente de opresión: si las comunidades humanas se basaran en la autogestión comunitaria, arguyen, viviríamos en libre armonía. En su descripción de la sociedad sin clases, Marx también contemplaba la “disolución” del Estado una vez que los conflictos derivados de la necesidad material hubieran sido resueltos mediante la aplicación práctica del comunismo. Claro que esto nunca llegó a suceder: aunque el comunismo se derrumbó, el Estado sigue en su sitio.

      Para comprender la necesidad del Estado, puede recurrirse al experimento mental realizado por el filósofo libertario norteamericano Robert Nozick. Partidario de maximizar la libertad individual, Nozick se preguntó si era viable una sociedad basada exclusivamente en los acuerdos voluntarios forjados entre sus miembros. Su respuesta es tan sencilla como plausible: una sociedad organizada alrededor de los pactos privados entre individuos necesitaría algún tipo de agencia que se dedicase a garantizar su cumplimiento. Ya que si dos personas firman un acuerdo y una de ellas lo incumple sin padecer por ello conse­cuencia alguna, ningún otro acuerdo podría firmarse sin riesgo. Dar garantías a los firmantes de acuerdos individuales constituye así el contenido mínimo del Estado: menos que eso no se puede tener. Desde luego, se puede tener más: desde museos nacionales a hospitales públicos. El interés de la reflexión de Nozick está en demostrar filosóficamente que ni siquiera un libertario puede prescindir del Estado.

      Nozick no es el único pensador que ha sugerido que la existencia del Estado es, sencillamente, más ventajosa que su inexistencia. En las teorías del contrato social que surgen durante los siglos xvii y xviii, ya sea como justificación del absolutismo monárquico o como defensa de la reforma liberal del Estado, se afirma sin tapujos que crear un Estado es racional para los individuos. A menudo, el razonamiento se ilustra mediante la ficción del “estado de naturaleza”, que es la situación en la que se encontrarían los seres humanos si no hubiera Estado. Según se describa esa peculiar situación hipotética, pueden justificarse distintos tipos de autoridad estatal. Para Hobbes, los hombres en el estado de naturaleza vivirían en una situación de guerra de todos contra todos, de modo que para imponer la paz sería necesario que ellos mismos se sometieran voluntariamente a un soberano; por Rousseau sostiene que el individuo primitivo es un buen salvaje que lleva una vida rudimentaria, pero termina viéndose forzado a cooperar

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