Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
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La aplicación de las premisas ilustradas al problema de la mujer da impulso a la primera ola del feminismo, cuya trayectoria histórica suele describirse echando mano de esta discutida metáfora: algo que se levanta y cobra fuerza hasta que termina por morir en una orilla. Esa primera ola feminista habría comenzado en la segunda mitad del siglo xix con el movimiento por los derechos de la mujer, entre ellos el derecho al voto reclamado por las sufragistas. Después de las dos guerras mundiales, en el contexto de los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, la segunda ola del feminismo se caracterizó por vincular las experiencias personales de la mujer occidental con las estructuras sociales: el famoso eslogan “lo personal es político” aludía a la necesidad de otorgar significado público a una vida privada donde se reproducía la desigualdad sistemática entre los sexos. Pensemos en la típica estampa cinematográfica que nos muestra a la esposa aguardando que su marido llegue de trabajar; justo es añadir, sin embargo, que entonces ya eran muchas las mujeres occidentales que desarrollaban una carrera profesional propia. Una tercera ola se habría levantado en los años noventa, poniendo sobre la mesa problemas concretos que van del acoso sexual a la infrarrepresentación del arte femenino, al tiempo que incorporaba las llamadas demandas “interseccionales” que se relacionan con las minorías étnicas y el colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transgénero, bisexuales e intersexuales). Más difusos serían los contornos de la cuarta ola, que habría comenzado alrededor de la segunda década del siglo xxi al albur del movimiento #MeToo y tendría como rasgos distintivos la canalización digital del activismo y la inclusión del discurso feminista en el discurso político mainstream de las democracias occidentales.
Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes: no es lo mismo ser profesora universitaria en Estocolmo que inmigrante somalí en esa misma ciudad. Al fin y al cabo, los principios feministas son afirmados inicialmente por las mujeres que pertenecen a los estratos culturales dominantes de una sociedad; las mujeres que son de origen humilde o pertenecen a culturas minoritarias pueden ser o sentirse ignoradas o excluidas. Salvar esa distancia puede dar lugar a considerables malentendidos, como muestra la dificultad para abordar desde una perspectiva feminista el uso de símbolos islámicos en sociedades democráticas: si una mujer musulmana afirma que se pone el chador e incluso el burka por voluntad propia y con plena conciencia de su significado, ¿debe prohibirse por su bien que pueda vestirlos?
Lo que se pone aquí de manifiesto es una dificultad que ha acompañado al feminismo desde sus orígenes: hablar en nombre de la mujer como sujeto político, mientras se niega la existencia de un ideal singular de mujer y se reconoce la pluralidad de las experiencias femeninas. Si todas las mujeres quisieran lo mismo, bastaría presentar a las elecciones un Partido Feminista que se llevase la mitad de los votos y gobernase con una mayoría aplastante. Pero allí donde un partido feminista concurre a las elecciones, como pasa en Suecia, apenas alcanza el tres por ciento de los votos. Se deduce de aquí que no todas las mujeres piensan lo mismo, ni quieren lo mismo; que también entre ellas se interpreta de distintas maneras lo que deben ser la mujer o el feminismo. Dado que las mujeres son un grupo tan amplio y diverso de la población, se hace muy difícil articular intereses, deseos o experiencias comunes. Incluso es posible que haya mujeres que no se identifiquen con el feminismo, aunque simultáneamente defiendan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Le pasa al feminismo como al resto de doctrinas e ideologías políticas: formular un postulado general (igualdad entre hombres y mujeres) es mucho más sencillo que desarrollarlo (determinar lo que esa igualdad debe significar o los medios que deben arbitrarse para alcanzarla).
«Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes»
No obstante, la “diferencia” ha cobrado una importancia creciente en la teoría feminista. Se subraya la diversidad de experiencias y puntos de vista de las mujeres: por razón de etnia, orientación sexual, clase, discapacidad o cualquier otro marcador de identidad. Fueron las feministas afroamericanas las que abrieron este camino, denunciando que las feministas blancas hablaban de una “sororidad” –nombre que se da a la fraternidad entre mujeres– de la que ellas estaban excluidas. Posteriormente, la llamada “teoría queer” ha denunciado que la oposición binaria hombre-mujer solo sirve para oscurecer la pluralidad del género y marginar a quienes experimentan una identidad sexual diferente. Para buena parte del feminismo, una cosa es el sexo y otra es el género: una mujer tendría asignado socialmente un rol de género que no se deduce automáticamente de sus rasgos biológicos. Digamos que ser mujer no asigna a las mujeres la tarea de limpiar la casa o cuidar a solas de sus hijos. Pero el feminismo se encuentra con un problema de coherencia cuando, como hace la teoría queer, termina por negar la realidad del sexo biológico: si este último no existe y todo depende de las construcciones sociales o la voluntad de los individuos, ¿sigue existiendo la mujer como sujeto en cuyo nombre se hacen reivindicaciones políticas? Se trata de un conflicto no resuelto dentro del feminismo contemporáneo.
Pero es que el feminismo también está dividido acerca de cómo deben conceptualizarse las relaciones entre lo masculino y lo femenino: ¿posee la mujer una esencia propia que la distingue del hombre, o las diferencias entre ambos se deben enteramente a la cultura? A esta pregunta se responde de dos maneras.
Para el feminismo de la diferencia, existe una naturaleza o esencia propia de la mujer que debe ser reconocida y celebrada como alternativa a los rasgos codificados como masculinos. La corriente maternalista, por ejemplo, celebra la capacidad de la mujer para dar vida y la vincula a una disposición para los “cuidados” que también los hombres –como parte del desarrollo de una “nueva masculinidad”– deberían poner en práctica. Para este feminismo, el ser humano se caracteriza por sus relaciones más que por su individualidad; la concepción liberal de la autonomía se juzga contraria a la esencia del ser humano. Por su parte, el feminismo de la igualdad rechaza que existan diferencias entre los sexos y atribuye la distinta conducta de hombres y mujeres –tal como puede ser observada en algunas esferas de la vida social– a la determinación cultural del género: se nos habría educado para actuar de manera diferente a pesar de que somos iguales. Pero una cosa es la igualdad jurídica o política y otra la igualdad biológica; como señalan Jane Mansbridge y Susan Okin, no sabemos todavía lo suficiente sobre las diferencias biológicas como para ser agnósticos acerca de sus efectos. Aun hay otro punto de vista, más radical, que ve las relaciones entre hombres y mujeres determinadas en todos sus aspectos por el poder masculino, incluido el lenguaje que utilizamos para describir esas relaciones. Si se acepta esta posición, quedaría por explicar cómo es posible que el feminismo llegue a sortear ese poder absoluto y logre avances significativos para la causa de la mujer.
¿Y bien? En un texto decisivo para el desarrollo de la teoría feminista publicado en 1949, la filósofa francesa Simone de Beauvoir había afirmado que no existe una esencia femenina: no se nace mujer, sino que una se convierte en mujer bajo contextos históricos y sociales específicos. Ser mujer en abstracto no define el ser práctico de ninguna mujer particular o, al menos, no debería hacerlo; en línea con la filosofía existencialista entonces en boga, la pensadora francesa enfatizaba el papel que la voluntad individual juega en el desarrollo de nuestra identidad. Más recientemente, la filósofa alemana Svenja Flaßpöhler ha hablado de la “mujer potente” para describir a aquella que utiliza su libertad para vivir como desea vivir. Esto no significa que el sexo biológico resulte intrascendente: el filósofo español Pablo de Lora ha recordado que Beauvoir anclaba la construcción social del género en el sexo biológico, de tal manera que para llegar a ser mujer hay que nacer mujer. Y es que se trata de planos diferentes: reconocer derechos a las personas transgénero o fomentar la ética del cuidado entre los varones no implica que haya de negarse la diferencia sexual de origen biológico, que no depende de nuestros estados mentales ni