Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
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En las últimas décadas, sin embargo, la erosión de los Estados a causa de las reivindicaciones de los nacionalismos –que no padecen todos los países por igual– se ha visto acompañada del debilitamiento propiciado por la globalización. La movilidad transnacional de individuos y empresas, sumada al cambio tecnológico que ha traído consigo Internet, ha mermado la capacidad del Estado para controlar la sociedad. Pensemos en cómo la incorporación de los países poscomunistas a la economía capitalista ha permitido la creación de cadenas de suministro globales –smartphones diseñados en California y manufacturados en China– que escapan al control estatal. Para una institución tan enraizada en el territorio como el Estado, la desterritorialización provocada por las tecnologías digitales constituye un problema singular. Pero hay complicaciones recientes que no obedecen a la globalización: el bienestar alcanzado en las sociedades occidentales ha reducido dramáticamente sus tasas de natalidad, lo que dificulta el mantenimiento del estado del bienestar ahora que los trabajadores se jubilan y no hay suficiente población joven para reemplazarlos.
Por todo ello, se habla de un “Estado posheroico” que apenas hace lo que puede en un contexto amenazante y lleno de complejidad. Esta rebaja de las expectativas comporta un riesgo: que los ciudadanos que perciban el Estado como ineficaz no se sientan vinculados afectivamente al mismo. Este dilema de la eficacia encuentra una expresión clara en la Unión Europea: los Estados nación que pertenecen a ella ceden parte de su soberanía al conjunto a fin de ganar capacidad de acción, pero al hacerlo pueden generar desafección si las decisiones comunitarias son percibidas como poco democráticas o en exceso alejadas de las instituciones nacionales que dan sentido a la experiencia política de la mayor parte de los ciudadanos.
A pesar de todo, el Estado está lejos de encontrarse en riesgo de desaparición. Mas al contrario, los acontecimientos de los últimos años, que van de la crisis financiera y los atentados yihadistas a la pandemia del coronavirus, han traído de regreso la idea de que un Estado fuerte e intervencionista es imprescindible para garantizar la seguridad del ciudadano en un mundo turbulento y marcado por crecientes presiones ecológicas. El proteccionismo económico que fuera característico de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado regresa así bajo nuevas formas, mientras algunos Estados asumen la tarea de gestionar la vida del individuo “de la cuna a la tumba”, por tomar el título del poema sinfónico de Franz Liszt: el mismo Estado que nos asigna un número de identificación cuando nacemos, al que pagamos impuestos cuando trabajamos y que fija una edad para nuestra jubilación forzosa, puede ahora administrarnos la eutanasia cuando así se lo hayamos pedido. Bien entrado ya el siglo xxi, puede decirse que la posición del Estado como institución política dominante del mundo moderno no parece estar amenazada.
VÉASE: Ciudadanía, Globalización, Justicia, Nación, Soberanía
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Feminismo
Puede definirse el feminismo como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre.
FEMINISMO
Que las constituciones democráticas proclamen la igualdad entre todos los ciudadanos es una primera condición –necesaria– para su igualación en la práctica. Pero no siempre se trata de una condición suficiente, ya que la simple afirmación de la igualdad no conlleva su realización. Y no todas las desigualdades entre individuos son injustas o indeseables; para colmo, hay diferencias de talento o rendimiento que no se dejarían corregir fácilmente. Por último, la decisión sobre cuáles son las diferencias sociales que es necesario combatir es resultado del debate público tanto como de la movilización colectiva: hay grupos sociales que se manifiestan en defensa de sus intereses, mientras que otros son incapaces de hacerlo o lo hacen sin éxito. Eso es justamente lo que el feminismo lleva haciendo desde hace más de un siglo: invoca el principio general de la igualdad y exige su realización efectiva entre hombres y mujeres en el plano político, jurídico o cultural. Asuntos tales como la igualdad de voto, las libertades reproductivas, la indemnidad sexual o la igualdad salarial han centrado así la atención de los movimientos feministas, junto a otros más controvertidos que van de la autodeterminación de género a la abolición de la prostitución.
Puede definirse el feminismo, por tanto, como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre. De ahí que una parte de la tarea del feminismo haya consistido en la reinterpretación del pasado, al que se acude en busca de las raíces de la discriminación de la mujer en las sociedades humanas. Se ha llamado así la atención sobre las consecuencias de la definición ateniense de la política como aquello que hacen los ciudadanos en el agorá o plaza pública, excluyendo el oikos o esfera doméstica donde se confinaba a las mujeres. Teóricos como Rousseau, paladines del republicanismo participativo, excluían a la mujer de los asuntos públicos afirmando que el tiempo que dedicaban a cuidar de su prole les impedía actuar como ciudadanas en la asamblea. Se ha denunciado asimismo que la filosofía occidental ha primado el uso de la razón (identificada como un atributo masculino) y marginado el papel de las emociones (consideradas como inherentemente femeninas). Históricamente, la desactivación pública de las mujeres se habría basado así en la idea de que su lugar “natural” es el hogar donde se desarrollan las tareas domésticas y reproductivas.
Sucede que la atención al pasado puede oscurecer el extraordinario avance en materia de igualdad experimentado por las sociedades democráticas durante el último siglo. Y no es casualidad que la causa de la mujer haya prosperado en las democracias liberales, ya que estas últimas proporcionan un marco dentro del cual distintos movimientos sociales y doctrinas políticas pueden presentar sus demandas y defender sus argumentos. Desde el interior de la democracia liberal, en suma, el feminismo ha podido decir a la democracia liberal que la desigualdad entre hombres y mujeres es una vulneración de los principios que la inspiran. Así que el feminismo no ha hecho otra cosa que señalar una de las contradicciones de la época moderna: mientras la filosofía ilustrada proclamaba el imperio de la razón y las revoluciones liberales desmantelaban la vieja sociedad estamental, la desigualdad entre hombres y mujeres persistía en la práctica sin que ninguna buena razón pudiera justificarlo. Se entiende por ello que los primeros textos importantes del feminismo, como la Vindicación de los derechos de la mujer que Mary Wollstonecraft publica en 1792, aparezcan en el Siglo de las Luces. Es significativo que la girondina Olympe de Gouges escribiera ese mismo año su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en respuesta al sesgo masculino de la Revolución francesa dirigiendo a los hombres de su época una pregunta que se ha hecho célebre: “¿Qué os concede imperio soberano para oprimir a mi sexo?”. Y aunque resulte menos conocida en el mundo anglosajón, hay que destacar la figura de Sor Juana Inés de la Cruz: nacida en el Virreinato de México a mitad del siglo xvii, acaso se hizo monja para