Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
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Pero la diferenciación interna no es la única transformación a la que se enfrenta la ciudadanía del Estado nación; a ella hay que sumarle la diferenciación externa provocada por el proceso de globalización. Ahora que ciudadanos y empresas se mueven libremente por el mundo, el viejo Estado ha perdido capacidad para controlar su sociedad como hacía antaño. Y se ve cada vez más afectado por lo que sucede fuera de sus fronteras: flujos migratorios, crisis financieras, perturbaciones ecológicas. El economista Branko Milanović se ha referido a la “renta de ciudadanía” que percibimos en función de nuestro lugar de nacimiento, que será más alta cuanto más rico sea el país en que lo hacemos; en el mundo globalizado, pues, la ciudadanía adquiere valor económico. No obstante, estos cambios no han encontrado todavía reflejo en la práctica. En este terreno, apenas cabe destacar el intento por crear una ciudadanía europea que se añade a las ciudadanías nacionales de los miembros de la Unión Europea. Existe, claro, la postulación teórica de una ciudadanía cosmopolita que, integrada por ciudadanos del mundo, no puede prosperar en ausencia de un Estado mundial. Finalmente, se debate si el disfrute de la ciudadanía ha de depender de la capacidad racional que atribuimos en exclusiva a los animales humanos: ¿por qué no habríamos de considerar miembros de la comunidad política a los animales domésticos con los que convivimos o a los animales salvajes que habitan los distintos territorios nacionales? Por extraño que suene, la próxima frontera de la ciudadanía es la que separa el mundo humano del mundo no humano; no cabe descartar que algún día llegue a cruzarse.
VÉASE: Democracia, Feminismo, Igualdad, Libertad
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Democracia
Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado que es ponerla en práctica. Y es que afirmar que la democracia es el “gobierno del pueblo” no conduce demasiado lejos. Pese a la fuerza emocional que atesora esta fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso.
DEMOCRACIA
Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado que es ponerla en práctica. Y es que afirmar que la democracia es el “gobierno del pueblo” no conduce demasiado lejos. Pese a la fuerza emocional que atesora esta fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso. Naturalmente, sabemos que la democracia es lo contrario de la dictadura. Pero no está muy claro cómo podría el pueblo gobernarse a sí mismo, ni conocemos el procedimiento mediante el cual se identificará a las personas que forman parte del mismo. Y si bien asumimos espontáneamente que la democracia es preferible a otras formas de gobierno, esta creencia dista de ser universal; no faltan ejemplos de sociedades que se acomodan fácilmente a un gobierno autoritario y las épocas de crisis suelen traer consigo un debilitamiento del sentimiento democrático de los ciudadanos. De ahí que sea conveniente saber de qué hablamos exactamente cuando hablamos de democracia.
Que la democracia es el “gobierno del pueblo” viene a señalarlo ya la etimología de la palabra, que en griego clásico vincula el demos (pueblo) al kratos (poder o gobierno). Pero, como ha señalado el profesor Joaquín Abellán, los conceptos políticos encierran una notable complejidad: acumulan significados distintos a lo largo del tiempo y se prestan fácilmente al equívoco. Así, sabemos que el término democracia se empleaba en Atenas a mediados del siglo v a. C. para designar un sistema político basado en la participación igualitaria de todos los ciudadanos en el desempeño de los cargos públicos, en muchos casos repartidos mediante sorteo. Pero ignoramos si el demos tenía un sentido de clase, lo que inclinaría la democracia ateniense hacia la oligarquía, o abarcaba al conjunto de ciudadanos mayores de edad con exclusión de mujeres, esclavos y extranjeros. Por su parte, kratos puede referirse a la capacidad de acción política en sentido amplio o al carácter vinculante de las decisiones populares. Desde el principio, pues, la democracia exhibe un carácter ambivalente que pertenece a su misma esencia. Esta ambivalencia se ve reforzada si pensamos que el origen de la democracia no puede ser democrático: aunque no podemos votar sin tener antes un censo de votantes, ese censo no puede decidirse mediante una votación. Esta paradoja explica que todas las democracias provengan de acontecimientos no democráticos: dictaduras, revoluciones, procesos de descolonización, guerras.
Sea como fuere, la idea del gobierno popular solo es un punto de partida, un presupuesto que por sí mismo no responde a las preguntas decisivas. ¿Quién forma parte del demos y quién está excluido del mismo? ¿Qué derechos son reconocidos al ciudadano y qué deberes le son exigibles? ¿Quién está cualificado para participar en el proceso de toma de decisiones? ¿Se puede decidir sobre cualquier asunto? ¿A través de qué mecanismos, con qué grado de deliberación? ¿Y debe decidirse por consenso o por mayoría? La respuesta a estas preguntas depende de las razones por las cuales se defienda la democracia como mejor forma de gobierno. Y como las razones no siempre son las mismas, hay que distinguir entre diferentes concepciones o modelos de democracia.
En el modelo liberal-protector, la democracia tiene por objeto principal la protección de los derechos del individuo, que sirven como límite al poder político: los ciudadanos eligen a sus representantes y los vigilan a través de la opinión pública, mientras realizan sus fines privados en una sociedad abierta donde la vida asociativa y el mercado competitivo juegan un papel protagonista. Este modelo concede asimismo importancia al pluralismo, que puede entenderse de dos maneras: por un lado, la democracia liberal no concentra la toma de decisiones en un solo lugar, sino que posee muchos centros distintos de poder; por otro, los valores del liberalismo político permiten organizar la convivencia pacífica entre individuos diferentes en el interior de una sociedad cada vez más heterogénea. Para los partidarios del modelo participativo o republicano, en cambio, el ciudadano tiene que comprometerse con los asuntos públicos, ya sea en el nivel del Gobierno o dentro de aquellas organizaciones –como la empresa– de las que forma parte; es necesario orientar el funcionamiento de las instituciones hacia el bien común y fomentar las virtudes cívicas del ciudadano. Por su parte, los defensores del modelo epistémico justifican la democracia por sus mejores resultados: las sociedades democráticas incorporan un mayor número de puntos de vista al proceso de toma de decisiones y son más inclusivas que los regímenes autoritarios, lo que redunda en su mayor eficacia general. Dicho de otra manera, la democracia es preferible a otras formas de gobierno porque funciona mejor. Eso no significa que las democracias sean infalibles, sino que exhiben un rendimiento medio superior de acuerdo con los indicadores socioeconómicos, culturales o medioambientales. Finalmente, el modelo agonista concibe la democracia como un espacio para la canalización del inevitable conflicto entre las distintas ideologías y recela del consenso como fórmula para el gobierno de la comunidad política: lo natural es el enfrentamiento entre distintas visiones de la sociedad y la democracia sirve para que los ciudadanos se conviertan en apasionados luchadores en defensa de sus ideales.
Por supuesto, las ideas abstractas sobre la democracia no son todo lo que cuenta a la hora de explicar su funcionamiento. Una cosa es lo que creamos que la democracia deba ser con arreglo a nuestra concepción de la misma y otra lo que las democracias sean en la práctica, que además tiene mucho que ver con lo que pueden ser. No debe por eso extrañarnos que los modelos más igualitarios y participativos de la democracia conduzcan a la frustración: la imposibilidad de realizar sus componentes utópicos alimenta un malestar apreciable en lemas contestatarios como “¡democracia real ya!” o “lo llaman democracia y no lo es”. El politólogo italiano Giovanni Sartori describió así la causa de esa tensión: “En ningún caso la democracia tal