Un pacto con el placer. Nazario

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Un pacto con el placer - Nazario Rey de bastos

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de ambas vírgenes aunque yo, al ser toda la familia de mis abuelos de una de las hermandades, participaba más activamente en estas fiestas. Mis tías casi me invitaban a actuar de figurante en las romerías, montando algún penco, tocándome con un sombrero de ala ancha y llevando en la grupa a alguna prima o amiga. Unas fiestas se celebraban antes del verano y otras a principios de octubre. La feria tenía lugar a finales de septiembre.

      La iglesia de Carrión era enorme y yo me perdía en ella. No era como la de Castilleja, diáfana, de una sola nave y un par de capillas, sino que tenía una nave central más alta y tres laterales con dos capillas. Aunque era más grande, resultaba más angosta porque las naves eran muy estrechas y bajas y el bello zócalo de cerámica azul y amarilla y los bancos de madera contribuían a darle un aire lúgubre.

      En casi todos los pueblos, desde «toda la vida de Dios», la población ha buscado polarizar sus inclinaciones en dos bandos fratricidas que se amparaban bajo la advocación de cualquier tipo de fetiche diferente. En Carrión, la virgen del Rosario y la virgen de Consolación eran, desde que Dios las había traído al pueblo, implacables y acérrimas enemigas. Esos odios ancestrales solo podían equipararse entre caínes y abeles, judíos y árabes, comunistas y fascistas o, en aquel otro pueblo de Sevilla, Cantillana, entre seguidores de la Pastora y de la Asunción, otras dos vírgenes que consumían las pasiones de los vecinos del pueblo. ¡La «gente» del Rosario y la «gente» de Consolación, como los «asuncionistas» o «pastoreños» de Cantillana, llegaban incluso hasta a tener prohibido casarse unos con otros! ¿Qué engendros podrían salir de una tan desnaturalizada unión?

      El fanatismo con que se sigue a ambos fetiches supera con creces al que otros puedan sentir por los partidos políticos o por el futbol. No hay ninguna otra causa en el mundo que genere más odios y violencias, más fanatismo e intransigencia, que las luchas entre partidarios de fetiches contrapuestos. A los niños se les inculca, a la vez, la devoción por uno y el menosprecio y odio por el otro. Ser de uno o de otro bando marca abismales diferencias.

      Pasan todo el año recaudando dinero para intentar superar a los otros: más cohetes y mejores fuegos artificiales; mejores bandas de música para acompañar las procesiones; mejores vestidos o joyas para adornar los respectivos fetiches y calles mejor engalanadas para las fiestas. La arquitectura efímera que decora las calles del pueblo con arcos, cúpulas, toldos, guirnaldas y estructuras variadas recubiertas con flores de papel de seda, es un laborioso trabajo que se va realizando lentamente a lo largo del año. Llegadas las fiestas, se erigirá toda esta arquitectura de madrugada, diligentemente, teniendo cada uno su labor asignada, amaneciendo el pueblo, a la mañana siguiente, con un aspecto colorista único que durará los dos días en que la imagen paseará por las calles. En pocos pueblos esta costumbre ha llegado a un grado de refinamiento tan exquisito como el que aquí se ha conseguido. Tan solo la decoración que realizan en Almonte, cada siete años, para festejar el traslado de la virgen desde el Rocío al pueblo, puede equiparársele. Las mujeres han ido dedicando horas perdidas durante todo el año, comprando las resmas de papel del que alguien ha decidido el color que predominará, dibujando variados modelos de flores que luego recortarán, manipularán con esmero y atarán a finas cuerdas de hilo para hacer guirnaldas o pegarán a las estructuras de alambre o madera de los arcos. Las irán almacenando, colgándolas de cuerdas en sobrados vacíos o en las naves que posee cada hermandad para guardar las estructuras.

      Mi vida entre bordadoras de mantones de Manila y costureras

      No debía ser frecuente que los niños varones sintieran la irresistible fascinación que sentía yo desde muy pequeño, por el laborioso trabajo que mi madre, mis tías y sus amigas realizaban bordando mantones de Manila. ¡En absoluto nunca me sentí atraído por el trabajo que mi abuelo y mi tío realizaban con el carro y las bestias! Yo me quedaba embobado viendo moverse las ágiles manos femeninas, una que descansaba sobre el mantón y la otra escondida debajo. Los dedos de una y otra se acompasaban como una máquina de coser, llevando y trayendo la aguja, con el misterioso y rítmico ruido que esta hacía al atravesar el crespón tenso, como si lo desgarrara, seguido del suave deslizarse de la seda por el agujero hecho. Los dedos de la mano derecha esperaban atentos, apoyados momentáneamente sobre el crespón, justo en el sitio por donde emergería la punta de la aguja que era atrapada velozmente y, tirando de ella, surgía el hilo de seda que se alargaba hacia lo alto tensando el bordado lo suficiente para que quedase compacto pero no apretado. Los dedos giraban la aguja imperceptiblemente de forma que, ahora, quedase la punta para abajo volviendo a introducirla, justo al lado de la puntada anterior, en donde desaparecía velozmente atrapada por la mano izquierda. El dibujo iba desapareciendo convertido en unas masas de colores que tomaban las formas de margaritas, rosas, mariposas y flores. Sobre el mantón, una montaña de madejas de hilos de seda con brillantes gamas de rosas, verdes, oros o lilas, competía con los bordados. Mi tía, o sus amigas, o mi madre, echaban un rápido vistazo y cogían este o aquel color y lo colocaban junto al bordado reciente y lo desechaban y esculcaban en el montón en busca del color que necesitaban y, una vez hallado, sacaban una hebra de la madeja, ensartaban la aguja y continuaban. Yo no perdía ojo, embelesado, atónito casi, viendo surgir de la nada aquellas rosas grandes con varias franjas de distintos tonos que se iban añadiendo unas a otras, «pisándose», para conseguir un sutil efecto de degradado. Mis tías me veían allí al lado absorto, calladito, todo ojos, y sonreían y cantaban canciones de la iglesia, porque mi tía Antonia y Carmela cantaban en el coro y poseían preciosas voces. En verano bordaban en el patio o en la sesoria (palabra cuyo origen descubro que viene de accesoria, en este caso debía referirse a ser una entrada accesoria), en donde se estaba muy fresco y en invierno colocaban el mantón en el zaguán con la puerta de la calle de par en par para que entrara el sol, y cuando hacía frío, colocaban un brasero entre las piernas, lo que a algunas mujeres producía unas manchas rojas en la piel que llamaban cabrillas. Solo recuerdo haber intentado bordar en un par de ocasiones, en secreto, para darme cuenta de lo difícil que resultaba, y lo aburrido, porque no podía ir rápido. Casi resultaba tan complicado como hacer sonar la trompeta de mi tío. Era más bonito mirar cómo bordaban o manosear las madejas de seda. Algunas veces ayudaba a tensar los bastidores, a poner las puntillas en los agujeros de las tablillas, a traer o llevar los caballetes y, ya mayor, a ensartarle a mi madre varias agujas con sedas de diferentes colores que colocaba clavadas en el crespón en hileras.

      Aunque era Villamanrique el pueblo en donde había más bordadoras y en donde decían que habían tenido origen estas labores —tal vez nacidas a consecuencia de las necesidades e influencias de los empleados que trabajaban para los nobles que frecuentaban el palacio de la Condesa—, en Carrión había fraguado esta costumbre y eran muchas las mujeres que se dedicaban a este trabajo. La mayoría de las mujeres bordaban los mantones en sus casas y otras, más jóvenes, acudían a bordar en talleres.

      La jefa mantenía contactos con un señor de Sevilla que se llamaba Foronda que se encargaba de vender los mantones en una gran tienda que tenía en la calle Álvarez Quintero. El señor Foronda le proporcionaba los crespones de variados colores y medidas, las madejas de seda y los papeles con los patrones con los dibujos que debían reproducir calcándolos. Una vez bordados, los llevaba, los cobraba y, a la vuelta, les pagaba a las trabajadoras.

      Había mantones grandes, medianos y pequeños. Los grandes los bordaban mujeres escogidas entre las más expertas y tenían enormes rosas y complicados bordados de flores, pájaros e incluso chinos y puentes de inspiración claramente oriental. Los demás solían tener bordados en el centro con una cenefa que rodeaba el cuadrado del mantón quedando el resto sin bordar. Había bordadoras que tenían alguna preferencia por el color del mantón no queriendo casi nadie bordar los crespones blancos porque se ensuciaban fácilmente. Raramente se bordaban mantones monocromos y, en general, independientemente del color del crespón, los colores solían ser vivos y de gran vistosidad. La elección de los colores de los bordados era todo un arte conseguido con la experiencia, y sobre todo, con el buen gusto. Una vez bordados decían que los llevaban a un pueblo llamado Cantillana en donde trenzaban los flecos de seda.

      Mucho

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