Un pacto con el placer. Nazario
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El Ayuntamiento era un gran salón con tres balcones, embaldosado con relucientes losas blancas y negras, en cuyo fondo había una mesa de despacho flanqueada por un retrato de Franco y otro de José Antonio. A un lado de la mesa, junto al balcón, había una mesita con una máquina de escribir Remington cubierta por una funda de hule negro y al otro lado una puerta daba acceso a los archivos y a un cuarto de aseo. Toda la pared, desde la puerta de entrada hasta la puerta de aseo, estaba cubierta por armarios acristalados en los que se guardaban los cientos de tomos del Diccionario Espasa. El alcalde solo ejercía de tal en puntuales ocasiones, pero, en el Ayuntamiento, quien realmente gobernaba era el secretario Hilario, mi «tito Hilario». En el pueblo los cargos solían acompañar, de por vida, a los nombres de los que los habían ostentado: así Juan el Alcalde sería Juan el Alcalde durante toda su vida o Manolito el Juez, Manolo el Alguacil o Antoñito el Municipal.
Cuando mi padre decidió que estaría bien que aprendiera a escribir a máquina, nadie puso objeciones para que acudiera a diario al Ayuntamiento para utilizar la Remington. Podría escribir mis poemas y hacer copias de ellos con papel de carbón y así hacerme a la idea de que los publicaba o los enviaría a cualquier sitio para que fueran publicados. Los resultados de mi aprendizaje como mecanógrafo correrían parejos con los que obtendría estudiando inglés en televisión con mi amigo José Lutgardo o haciendo los ejercicios recomendados por Sansón Institut que intentaría practicar con Juan Antonio.
Los méritos que debió reunir Hilario para ser secretario debieron ser muy similares a los que reuniría Juan el Alcalde para ser alcalde; Marcelo para ser secretario del sindicato o mi padre para ser jefe de la Cámara Sindical Agraria. No debieron ser «méritos de guerra» pero sí una especie de suave militancia de derechas, una derecha silenciosa y pasiva, alejada de la militancia activa de caciques y falangistas. Ellos habían callado por prudencia, y tal vez por miedo, ante los desmanes que se habían cometido en los años previos a la guerra.
Palacios, marquesas, vizcondes y cortijos
Mientras el Palacio podía pasar desapercibido tras sus altos muros encalados, de no ser por su enorme puerta, abierta siempre durante el día, la casa de la marquesa, en el centro del pueblo, era de una gran vistosidad. El ser uno de los lugares —junto a la carpintería de Miguelito— que más frecuentaba durante mi infancia por ser la vivienda de Pepe, mi mejor amigo, primo mío y de la misma edad que yo, y ser uno de los edificios más singulares del pueblo, su descripción será minuciosa.
La fachada la componían dos zonas muy diferenciadas: una era totalmente blanca y comenzaba, adosada a la casa vecina, por un enorme y alto paredón que terminaba en un gran ángulo bordeado por una amplia cenefa de ladrillos con tejado de dos aguas, en cuyo centro lucía el mismo remate de cerámica blanca pintada de azul que coronará las partes más altas de toda la finca. Solo dos ventanucos cuadrados en lo alto rompen la solidez del paredón. A continuación, entre dos paredes almenadas a distintas alturas, se abría la majestuosa puerta pintada de verde, flanqueada por abajo por dos dragones de hierro para evitar que los vehículos chocaran con los quicios. Encima de la puerta había un blanco torreón coronado por una inmensa cisterna metálica también pintada de verde. La otra parte de la fachada pertenecía a la residencia señorial con una hilera de cuatro ventanas abajo, sobre un zócalo de cantos de ladrillos ocres y cuatro balcones simétricos arriba.
Los marqueses, un vizconde y los hijos venían a veces a instalarse en la casa en verano cuando las playas aún no existían como lugar de veraneo. Era como aquellas casas nobles sicilianas tan del gusto de Visconti, con esa brisa nostálgica y melancólica de cortinas de encaje mecidas por el viento, muebles y dormitorios cubiertos por telas blancas, camas con mosquiteros, cuadros oscuros, retratos ovalados y vitrinas con abanicos desplegados, pequeñas fotos enmarcadas y biscuits semiolvidados.
El portalón daba entrada a un amplio zaguán con porches a ambos lados para sentarse. Sendos ventanucos sobre ellos aireaban la sala de estar del capataz, y una cochera. Los camiones, los tractores, los remolques cargados de trigo, de sacas de algodón, de aceitunas, los carros y las bestias entraban al inmenso patio finamente empedrado de una forma similar al suelo del patio del Palacio.
A la derecha estaban las viviendas: primero, en la esquina, la del capataz, angosta y sombría, con el ventanuco para vigilar la entrada y una ventana a la calle. Luego, al extremo del patio, formando una U estaba la fachada de la vivienda de los marqueses, con cuatro puertas acristaladas pintadas de blanco adornadas con pequeñas marquesinas de pequeñas tejas vidriadas de color blanco y azul. Las ventanas, también acristaladas y pintadas de blanco, estaban protegidas por cortinas de gasa. Un pequeño jardín con arriates y un viejo limonero estaba separado del resto del patio de la alquería por un poyete de baldosas rojas. El pequeño pozo junto al poyete, con el brocal también recubierto de baldosas rojas, parecía más formar parte de un decorado que utilizarse para sacar agua. El ala derecha de la casa era la que daba a la calle y la izquierda albergaba los servicios en donde trabajaban los criados.
La marquesa era una señora llamada D.ª Elisa de Porres Osborne, marquesa de Castilleja del Campo y, para mi primo Pepe —cuyo padre era capataz de la casa y el cortijo, sucediendo a su padre Severo, ya muy mayor—, era «la señora marquesa», «el señor marqués» y «los señoritos». Mi primo desaparecía cuando los señores venían a pasar unos días. Estaba solo pendiente de ellos acompañándolos, con su padre o solo, a pasear a caballo por sus fincas y por el cortijo llamado Villanueva, a varios kilómetros del pueblo. Mi primo vivía con sus padres en una casita minúscula al fondo de un callejón, entre el paredón del molino y el muro de la residencia de los marqueses que lindaba con las cocinas.
A la izquierda del patio, tras la cochera, estaba una de las puertas de las cuadras y separándola de la otra, un gran pilón que servía para beber las bestias. Arriba de las cuadras se almacenaba la paja.
Al fondo de la entrada estaba el molino, el edificio principal y más sólido de la casa: una nave gigantesca tras un cobertizo soportado por columnas de hierro. Bajo el cobertizo las mujeres limpiaban las aceitunas de hojas y barro en unas cribas de madera. Entrando en el molino se sentía un penetrante olor mezclado de aceite, alpechín y orujo que lo impregnaba todo. El émbolo brillante de una enorme prensa hidráulica iba desapareciendo oculto por una montaña de capachos de esparto de los que, al ser presionados, chorreaban cascadas de líquido marrón oscuro. Las ruedas del molino giraban incesantemente triturando las olivas que iban cayendo de la tolva. El chorro de aceite amarillo verdoso manaba sin parar y el aceite era almacenado en grandes y brillantes cisternas.
La boca de un horno llameante, como los de las máquinas de tren o de los barcos, suministraba energía a las maquinarias del molino, que hacían un ruido ensordecedor. Todo era marrón verdoso y estaba pringoso y resbaladizo, incluyendo la ropa de los trabajadores.
Junto al molino había un gran almacén en donde, en la época de la cosecha, se amontonaban, apiladas, las sacas de algodón, constituyendo un lugar magnífico para jugar, saltar sobre ellas y escondernos en los recovecos.
En el piso superior, sobre el molino y el almacén, había un inmenso granero de vigas y tensores descomunales, que casi recordaban los de la iglesia. Unos pequeños ventanucos cuadrados servían solo para airear, manteniéndolo todo en una suave penumbra. Cuando estaba vacío el eco resonaba y casi servía de altavoz cuando celebraban las obras de teatro.
Desde hacía años, los jóvenes del pueblo