Un pacto con el placer. Nazario
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Mi madre y yo lamentábamos que desde nuestra casa no se pudiera ver la sierra. Solo una pequeña muestra, como un retal, podía contemplarse desde un ventanuco de uno de los sobrados.
Justo en el límite entre las provincias de Sevilla y Huelva, entre las vías del tren, la carretera general y la vereda de la Carne, había una dehesa con viejas encinas y alcornoques en la que se celebraba la romería y en la que la gente del pueblo solía recoger bellotas. Algunos maestros nos llevaban allí de excursión. Cierto día, cuando disfrutábamos de una de ellas, oímos un ruido de cencerros y un tropel de caballos con garrochistas que nos conminaron a alejarnos de la vereda y nos encaramásemos apresuradamente a las encinas y los olivos cercanos porque se acercaba una manada de toros bravos. Todos corrimos como locos, entre divertidos y muertos de miedo, para alejarnos de la vereda. Subidos en los árboles pudimos contemplar, como en unos sanfermines, cómo corrían los toros y los cabestros, jalonados por los garrochistas, en medio de una nube de polvo.
El lugar con mejores vistas del pueblo era, por supuesto, el campanario de la torre. Sentado en la plataforma en donde estaba el cuerpo de campanas, sorteando cagadas de lechuzas llenas de pelos, plumas y esqueletos de pequeños animales, oyendo el repiqueteo de los largos picos de las cigüeñas mezclados con el bullicio de los gorriones que se cobijaban entre las ramas secas, los jirones de tela, los trozos de plástico y cuerdas que formaban el abultado nido, temeroso de que sonaran las estruendosas campanadas del reloj que ensordecían los oídos durante buen rato, uno podía girar ciento ochenta grados y disfrutar del paisaje panorámico que se nos ofrecía a la vista.
En alguna ocasión don Felipe me había mostrado el potente catalejo plegable, de latón dorado, que guardaba en una funda de cuero. Con él se podían observar, con una gran nitidez, pequeños detalles de las casas, los campos y la sierra. Se rumoreaba que en verano, cuando las mujeres solían ir más ligeras de ropa, el cura se pasaba las horas fisgando desde allí, como un pirata en el mástil de su barco, todos los patios y corrales del vecindario como James Stewart desde su ventana indiscreta. Si era verdad, entre esta labor de fisgoneo y la información que obtenía en las confesiones, sus conocimientos de las vidas privadas de la gente del pueblo podían ser casi absolutos.
De las pequeñas fincas que mi padre tenía distribuidas por el término municipal, una era la que llamaban «la Jeza». Este nombre era, como otra a la que llamaban «el Lejío» deformaciones de Dehesa y Egido. La finca de olivos de la Jeza estaba sobre un promontorio desde el que se divisaba la ribera del río Guadiamar con el pueblo de Sanlúcar la Mayor como una atalaya en lo alto del Aljarafe. Se llegaba por un camino empinado bordeado de altos terraplenes llenos de agujeros por los que asomaban sus cabezas los lagartos o entraban y salían los abejarucos durante la primavera y el verano. Mi padre me enseñaba a distinguir entre los olivos cañivanos, zorzaleños o gordales; me mostraba cómo se cazaban pájaros con encijeras que colocaba sobre los jincos para luego volver a recoger la caza o a cazar pájaros con red en la cercana fuente de Juanín, un pequeño manantial que brotaba de la nada, rodeado de un redondel de verdura de no más de un metro cuadrado, en medio de una ladera de tierra calma. Me aburrían estas cacerías a las que a mi padre le hubiera encantado que me aficionara siguiendo la tradición de muchos hombres del pueblo. Recuerdo lo aburrido y desesperante que resultaba la caza de la perdiz con reclamo a la que mi padre me había llevado un par de veces. Aguantar horas inmóviles y en silencio esperando; encerrados en aquellos escondites que se hacían con varetas de olivos entrelazadas y atadas; mirando atentamente y escuchando al reclamo que no paraba de cantar sin que ocurriera nada, e incluso temiendo que ocurriera algo que ocasionara el horrísono disparo de escopeta que yo temía tanto como el estallido de los cohetes o el estruendoso tañido de las campanas cuando estaba arriba de la torre, que apareciera una perdiz por algún lado respondiendo a las llamadas del reclamo.
Los frecuentes viajes con mis padres a Sevilla —bien por visitas a médicos o bien por estudios—, estaban jalonados de puntos estratégicos que esperábamos y disfrutábamos contemplándolos. El primero y más cercano era la vista de nuestra finca llamada El Verdejo que estaba al lado de la carretera. Nos complacía ver cómo evolucionaban los sembrados de trigo, algodón o girasoles. Más adelante escudriñábamos por el horizonte, entre las encinas, para descubrir la presencia de los toros bravos y luego, al pasar por el puente, contemplábamos la escasa corriente de agua que el río solía llevar. La raquítica corriente en invierno quedaba paralizada en verano formando frescas pozas bajo la sombra de los altos eucaliptus, los álamos y chopos. Los bellos y fieros ejemplares de la ganadería de Pablo Romero, que pastaban por los alrededores de la carretera, separados de ella por raquíticas alambradas, no nos arredraban ni a mí, ni los amigos, cuando nos acercábamos en bicicleta (ocho kilómetros de pedaleo desde el pueblo), para bañarnos en verano.
Yo no sabía nadar, pero era atrevido y me adentraba en el agua dando brazadas. Mi problema era que, cuando intentaba ponerme vertical y comprobaba que no tocaba el fondo con el pie, me ponía nervioso y no sabía cómo salir a flote. Alguien había ideado hacerse de una larga cuerda y atarla a mi cintura de forma que pudiera adentrarme en el agua con la seguridad de que, si me hundía, los amigos tirarían de mí y me arrastrarían hasta la orilla. En el momento en que veían que me hundía, tiraban todos de la cuerda y se partían de risa viendo la cara de sofoco con la que emergía del agua.
La bicicleta Orbea de media carrera que había sido azul, un poco oxidada y desconchada, en la que aprendimos a montar tanto mi hermano como yo, metiendo el pie a través del cuadro por no llegar a los pedales sentados en el sillín, era una herencia del malogrado tito Francisco. Las zapatillas de los frenos casi siempre estaban desgastadas y, mientras las arreglaban, frenábamos metiendo la suela del zapato entre la barra del cuadro y el neumático de la rueda, para desesperación de mi madre cuando veía las suelas de los zapatos, destrozadas. La bicicleta se convertiría en el vehículo imprescindible para ir y venir a Carrión.
Otro juguete que los dos hermanos heredamos del tío Francisco fue una escopetilla de balines. Una foto amarillenta lo mostraba en el patio de la casa, sentado en una silla, apuntando con la escopetilla. Aquella arma se convirtió en un juguete inofensivo cuando dejaron de fabricar balines.
La iglesia
Durante el mes de mayo, los niños salíamos de la escuela en fila después de la última campanada de las doce en el reloj de la torre. Las niñas esperaban en la puerta de su escuela a que pasara el último niño para unirse a la fila que, de uno en uno, nos encaminábamos a la iglesia. Separados, los niños en un lado y las niñas en otro, cantábamos la canción «Venid y vamos todos con flores a María», frente a un altar lleno de velas y flores que despedían un intenso olor. Cuatro o cinco gradas escalonadas acercaban el altar mayor a los feligreses. Cubiertos por paños blancos bordados con cenefas de encaje; sobre ellos, un ejército de candelabros de diferentes alturas y blandones con largas velas, pugnaban por asomar entre una caótica variedad de jarros, jarrones, jarras, floreros, vasos y todo tipo de recipientes de cristal, de cerámica, de plata o alpaca rebosantes de flores.
Las palabras de don Felipe el cura, los cantos coreados por los niños mecánicamente y el recitado monótono del rosario, como un lejano eco, acompañaban nuestras miradas que se perdían ante la espesura blanca de las gradas del altar coronada por un retablo rutilante. Era inevitable que las miradas se sintieran atraídas por la imagen que ocupaba el centro: una escultura de San Miguel, patrón del pueblo, pisando triunfante a un extraño e inofensivo diablo rojo, mitad hombre, con unos cuernos como de vaca y largas orejas, y mitad serpiente. Su cuerpo servía de pedestal sobre el