David Copperfield. Charles Dickens
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Capítulo 9 Me veo envuelto en un misterio
Capítulo 10 El sueño de Mr. Pegotty llega a realizarse
Capítulo 11 El principio de un viaje más largo
Capítulo 12 Asisto a una explosión
Capítulo 13 Otra mirada retrospectiva
Capítulo 14 Las operaciones de Mr. Micawber
Capítulo 16 La nueva y la antigua herida
Capítulo 21 Voy a ver a dos interesantes presidiarios
Capítulo 22 Una luz brilla en mi camino
Capítulo 24 Última mirada retrospectiva
David Copperfield
Charles Dickens
(Traductor: Carmen de Peña)
Publicado: 1850 Categoría(s): Fuente:
Prefacio
Difícilmente podré alejarme lo bastante de este libro, todavía en las primeras emociones de haberlo terminado, para considerarlo con la frialdad que un encabezamiento así requiere. Mi interés está en él tan reciente y tan fuerte y mis sentimientos tan divididos entre la alegría y la pena (alegría por haber dado fin a mi tarea, pena por separarme de tantos compañeros), que corro el riesgo de aburrir al lector, a quien ya quiero, con confidencias personales y emociones íntimas.
Además, todo lo que pudiera decir sobre esta historia, con cualquier propósito, ya he tratado de decirlo en ella.
Y quizá interesa poco al lector el saber la tristeza con que se abandona la pluma al terminar una labor creadora de dos años, ni la emoción que siente el autor al enviar a ese mundo sombrío parte de sí mismo, cuando algunas de las criaturas de su imaginación se separan de él para siempre.
A pesar de todo, no tengo nada más que decir aquí, a menos de confesar (lo que sería todavía menos apropiado) que estoy seguro de que a nadie, al leer esta historia, podrá parecerle más real de lo que a mí me ha parecido al escribirla.
Por lo tanto, en lugar de mirar al pasado miraré al porvenir. No puedo cerrar estos volúmenes de un modo más agradable para mí que lanzando una mirada llena de esperanza hacia los tiempos en que vuelvan a publicarse mis dos hojas verdes mensuales, y dedicando un pensamiento agradecido al sol y a la lluvia que hayan caído sobre estas páginas de DAVID COPPERFIELD, haciéndome feliz.
Capítulo 1 Nazco
Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para dar comienzo a mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí varios meses antes de que pudiéramos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.
Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues acababa de vender los suyos, desistió de la venta, después de retirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.
Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no haber