David Copperfield. Charles Dickens
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-David se había asegurado una renta anual comprando papel del Estado, lo sé -dijo poco a poco, Al morir ¿ha hecho algo por usted?
-Míster Copperfield -constestó mi madre titubeando fue tan cariñoso y tan bueno conmigo que aseguró parte de esa renta a mi nombre.
-¿Cuánto? -preguntó miss Betsey.
-Ciento cincuenta libras al año -dijo mi madre.
-¡Podía haberlo hecho peor! -dijo mi tía.
La palabra no podía ser más apropiada para el momento, pues mi madre se encontraba cada vez peor, tanto que Peggotty, que entraba con el té y las velas, se dio cuenta de ello al instante (como se hubiera dado cuenta mi tía de no estar a oscuras) y la condujo apresuradamente a su habitación del piso de arriba. Inmediatamente envió a Ham Peggotty -un sobrino suyo a quien tenía escondido en la casa hacía unos días para utilizarle como mensajero especial en caso de urgencia- a buscar al médico y a la comadrona.
Aquellas dos potencias aliadas se sorprendieron sobremanera cuando a su llegada (pocos minutos después uno de otro) se encontraron con una señora desconocida y de aspecto imponente, sentada ante el fuego, con la toca colgando del brazo izquierdo y taponándose los oídos con algodón. Peggotty no sabía quién era y mi madre tampoco decía nada; por lo tanto, era un verdadero misterio; y, cosa curiosa, el hecho de estar sacando aquella cantidad de algodón de su bolso y metiéndoselo en los oídos no hacía disminuir en nada lo imponente de su aspecto.
El doctor, después de subir al cuarto de mi madre y volver a bajar, pensando sin duda que había grandes probabilidades de que aquella señora y él tuvieran que permanecer sentados frente a frente durante varias horas, se propuso estar amable y cariñoso con ella. Este hombre era el ser más afable de su sexo, el más pequeño y dulce. Se deslizaba de medio lado por las habitaciones para ocupar el menor sitio posible, y andaba con tanta suavidad como el fantasma de Hamlet, y quizá más despacio. Llevaba siempre la cabeza inclinada hacia un lado, en parte por un modesto sentimiento de su humildad y en parte por el deseo de agradar a todos. No necesito decir que era incapaz de dirigir un palabra dura a nadie, ni a un perro, ni aun a un perro rabioso. Todo lo más le murmuraría dulcemente una palabra, o media, o una sílaba, pues hablaba con la misma suavidad que andaba y no sabía ser rígido ni impaciente.
Por lo tanto, míster Chillip, mirando amablemente a mi tía, con la cabeza siempre inclinada y haciéndole un ligero saludo, dijo, aludiendo al algodón y tocándose la oreja izquierda:
-¿Alguna molestia, señora?
-¿Qué? -replicó mi tía, sacándose el algodón del oído como si fuera un corcho.
A míster Chillip le alarmó bastante aquella brusquedad (según contó después a mi madre), tanto que fue milagroso que conservara su presencia de ánimo. Insistió dulcemente.
-¿Alguna molestia, señora?
-¡Qué necedad! -replicó mi tía, volviéndose a taponar el oído.
Después de esto, míster Chillip nada podía hacer y se sentó, y estuvo contemplando tímidamente a mi tía, mientras ella miraba el fuego, hasta que volvieron a llamarle al dormitorio de mi madre. Después de un cuarto de hora de ausencia volvió.
-¿Y bien? -dijo mi tía, sacándose el algodón del lado más cercano a míster Chillip.
-Muy bien, señora -respondió el doctor-. Vamos… . vamos… avanzando… despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -dijo mi tía, interrumpiéndole con desprecio.
Y volvió a taponarse el oído.
Verdaderamente (según contaba después míster Chillip) era para indignarse, y él estaba casi indignado; claro que sólo hablando desde un punto de vista profesional, pero estaba casi indignado. Sin embargo, volvió a sentarse y la estuvo mirando cerca de dos horas, mientras ella continuaba contemplando el fuego. Por fin lo llamaron de nuevo. Cuando después de esta ausencia apareció:
-¿Y bien? -dijo mi tía, quitándose el algodón del mismo lado.
-Muy bien, señora -respondió míster Chillip-. Vamos… , vamos avanzando despacito, señora.
-¡Bah!, ¡bah!, ¡bah! -interrumpió mi tía con tal desprecio hacia el pobre míster Chillip, que este ya no pudo soportarlo.
Aquello era para hacerle perder la cabeza, según dijo después, y prefirió ir a sentarse solo en la oscuridad de la escalera y en una fuerte corriente de aire hasta que le llamasen de nuevo.
Ham Peggotty, a quien se puede considerar como testigo digno de fe, pues iba a la escuela nacional y era una verdadera fiera para el catecismo, contó al día siguiente que, habiendo tenido la desgracia de entreabrir la puerta del gabinete una hora después de aquello, miss Betsey, que recorría la habitación agitadísima, le descubrió al momento y se lanzó sobre él, sin dejarle ya escapar. Y a pesar de todo el algodón que había metido en sus oídos no debía de estar aislada por completo de los ruidos, pues cuando los pasos y las voces aumentaban en el piso de arriba hacía recaer sobre su víctima el exceso de su intranquilidad. Le tenía agarrado por el cuello y le obligaba a andar constantemente de arriba abajo (sacudiéndole como si el chico hubiera tomado algún narcótico), enmarañándole los cabellos, arrugándole el cuello de la camisa y taponándole con algodón los oídos, confundiéndolos, sin duda, con los suyos propios. En fin, le dio toda clase de tormentos y malos tratos. Todo esto fue en parte confirmado por su tía, que lo vio a las doce y media, cuando acababa de soltarle, y afirmó que estaba tan rojo como yo en aquel mismo momento.
El apacible míster Chillip no podía guardar rencor mucho tiempo a nadie, y menos en aquellas circunstancias. Por lo tanto, en cuanto tuvo un momento libre se deslizó al gabinete y le dijo a mi tía con su amable sonrisa:
-Y bien, señora; soy muy feliz al poder darle la enhorabuena.
-¿Por qué? -dijo secamente mi tía.
Míster Chillip se turbó de nuevo ante aquella extremada severidad, pero le hizo un ligero saludo y trató de sonreírle para apaciguarla.
-¡Dios santo! Pero ¿qué le pasa a este hombre? -gritó mi tía con impaciencia-. ¿Es que no puede hablar?
-Tranquilícese usted, mí querida señora -dijo el doctor con su voz melosa, No hay ya el menor motivo de inquietud, tranquilícese usted.
Siempre he considerado como un milagro el que mi tía no le sacudiera hasta hacerlo soltar lo que tenía que decir. Se limitó a escucharle; pero moviendo la cabeza de una manera que le estremeció.
-Pues bien, señora -resumió míster Chillip tan pronto como pudo recobrar el valor-. Estoy contento de poder felicitarla. Ahora todo ha terminado, señora, todo ha terminado.
Durante los cinco minutos, poco más o menos, que míster Chillip empleó en pronunciar esta frase, mi tía lo contemplaba con curiosidad.
-Y ella ¿cómo está? -dijo cruzándose de brazos, con el sombrero siempre colgando de uno de ellos.
-Bien, señora, y espero que pronto estará completamente restablecida -respondió míster Chillip-. Está