David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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verano huye de nosotros. En las tardes de invierno jugamos en el gabinete. Cuando mi madre está cansada se sienta en su butaca, se enrosca en los dedos sus largos bucles o contempla su talle, y nadie sabe tan bien como yo lo que le gusta mirarse y lo contenta que está de ser tan bella.

      Esa es una de mis impresiones mas remotas; esa y la sensación de que los dos (mi madre y yo) teníamos un poco de miedo de Peggotty, y nos sometíamos en casi todo a sus órdenes; de aquí dimanaban siempre las primeras opiniones (si se pueden llamar así), a lo que yo veía.

      Una noche estábamos Peggotty y yo solos sentados junto al fuego. Yo había estado leyéndole a Peggotty un libro acerca de los cocodrilos; pero debí de leer muy mal o a la pobre mujer le interesaba muy poco aquello, pues recuerdo que la vaga impresión que le quedó de mi lectura fue que se trataba de una especie de legumbres. Me había cansado de leer y me caía de sueño; pero como tenía permiso (como una gran cosa) para permanecer levantado hasta que volviera mi madre (que pasaba la velada en casa de unos vecinos) como es natural, hubiera preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama.

      Había llegado a ese estado de sueño en que me parecía que Peggotty se inflaba y crecía de un modo gigantesco. Me sostenía con los dedos los párpados para que no se me cerrasen y la miraba con insistencia, mientras ella seguía trabajando; también miraba el pedacito de cera que tenía para el hilo (¡qué viejo estaba y qué arrugado por todos lados! y la casita donde vivía el metro, y la caja de labor, con su tapa de corredera que tenía pintada una vista de la catedral de Saint Paúl, con la cúpula color de rosa, y el dedal de cobre puesto en su dedo, y a ella misma, que realmente me parecía encantadora.

      Tenía tanto sueño que estaba convencido de que en el momento en que perdiera de vista cualquiera de aquellas cosas ya no tendría remedio.

      -Peggotty -dije de repente- ¿Has estado casada alguna vez?

      -¡Dios mío, Davy! -replicó Peggotty-. ¿,Cómo se te ha ocurrido pensar en eso?

      Me contestó tan sorprendida que casi me despabiló, y dejando de coser me miró con la aguja todo lo estirada que le permitía el hilo.

      -Pero ¿tú no has estado nunca casada, Peggotty? -le dije- Tú eres una mujer muy guapa, ¿no?

      La encontraba de un estilo muy diferente al de mi madre; pero, dentro de otro género de belleza, me parecía un ejemplar perfecto.

      Había en el gabinete un taburete de terciopelo rojo, en el que mi madre había pintado un ramillete; el fondo de aquel taburete y el cutis de Peggotty eran para mí una misma cosa. El terciopelo del taburete era suave y el cutis de Peggotty, áspero; pero eso era lo de menos.

      -¿Yo guapa, Davy? -contestó Peggotty-. No, por Dios, querido. Pero ¿quién te ha metido en la cabeza esas cosas?

      -No lo sé. Y no puede uno casarse con más de una persona a la vez, ¿verdad, Peggotty?

      -Claro que no -dijo Peggotty muy rotundamente.

      -Y si uno se casa con una persona y esa persona se muere, ¿entonces sí puede uno casarse con otra? Di, Peggotty.

      -Si se quiere, sí se puede, querido; eso es cuestión de gustos —dijo Peggotty.

      -Pero ¿cuál es tu opinión, Peggotty?

      Yo le preguntaba y la miraba con atención, porque me daba cuenta de que ella me observaba con una curiosidad enorme.

      -Mi opinión es -dijo Peggotty, dejando de mirarme y poniéndose a coser después de un momento de vacilación -que yo nunca he estado casada, ni pienso estarlo, Davy. Eso es todo lo que sé sobre el asunto.

      -Pero no te habrás enfadado conmigo, ¿verdad, Peggotty? —dije después de un minuto de silencio.

      De verdad creía que se había enfadado, me había contestado tan lacónicamente; pero me equivocaba por completo, pues dejando a un lado su labor (que era una media suya) y abriendo mucho los brazos cogió mi rizada cabecita y la estrechó con fuerza. Estoy seguro de que fue con fuerza, porque, como estaba tan gordita, en cuanto hacía un movimiento algo brusco los botones de su traje saltaban arrancados. Y recuerdo que en aquella ocasión salieron dos disparados hasta el otro extremo de la habitación.

      -Ahora léeme otro rato algo sobre los «crocrodilos» -me dijo Peggotty, que todavía no había conseguido pronunciar bien la palabra-, pues no me he enterado ni de la mitad.

      Yo no comprendía por qué la notaba tan rara, ni por qué tenía aquel afán en volver a ocuparnos de los cocodrilos. Pero volvimos, en efecto, a los monstruos, con un nuevo interés por mi parte, y tan pronto dejábamos sus huevos en la arena a pleno sol como corríamos hacia ellos hostigándolos con insistentes vueltas a su alrededor, tan rápidas, que ellos, a causa de su extraña forma, no podían seguir. Después los perseguíamos en el agua como los indígenas, y les introducíamos largos pinchos por las fauces. En resumen, que llegamos a sabernos de memoria todo lo relativo al cocodrilo, por lo menos yo. De Peggotty no respondo, pues estaba tan distraída, que no hacía más que pincharse con la aguja en la cara y en los brazos.

      Habiendo agotado todo lo referente a los cocodrilos, íbamos a empezar con sus semejantes, cuando sonó la campanilla del jardín. Fuimos a abrir; era mi madre. Me pareció que estaba más bonita que nunca, y con ella llegaba un caballero de hermosas patillas y cabello negros, a quien ya conocía por habernos acompañado a casa desde la iglesia el domingo anterior.

      Cuando mi madre se detuvo en la puerta para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero dijo que yo tenía más suerte que un rey (o algo parecido) pues me temo que mis reflexiones ulteriores me ayuden en esto.

      -¿Qué quiere decir? -pregunté por encima del hombro de mi madre.

      El caballero me acarició la cabeza, pero no sé por qué no me gustaban ni él ni su voz profunda, y tenía como celos de que su mano tocara la de mi madre mientras me acariciaba. Le rechacé lo más fuerte que pude.

      -¡Oh Davy! -me reprochó mi madre.

      -¡Querido niño! -dijo el caballero, ¡No me sorprende su adoración!

      Nunca había visto un color tan hermoso en el rostro de mi madre.

      Me regañó dulcemente por mi brusquedad, y estrechándome entre sus brazos, daba las gracias al caballero por haberse molestado en acompañarla. Mientras hablaba le tendió la mano, y mientras se la estrechaba me miraba.

      -Dame las buenas noches, hermoso -dijo el caballero, después de inclinarse (¡yo lo vi!) a besar la mano de mi madre.

      -¡Buenas noches! —dije.

      -Ven aquí. Tenemos que ser los mejores amigos del mundo -insistió riendo-; dame la mano.

      Mi madre tenía entre las suyas mi mano derecha y yo le tendí la otra.

      -¡Cómo! Ésta es la mano izquierda, Davy -dijo él riendo.

      Mi madre le tendió mi mano derecha; pero yo había resuelto no dársela, y no se la di. Le alargué la otra, que él estrechó cordialmente, y diciendo que era un buen chico, se marchó.

      Un momento después le vi volverse en la puerta del jardín y lanzarnos una última mirada (antes de que la puerta se cerrase) con sus ojos oscuros, de mal agüero.

      Peggotty, que no había dicho una palabra ni movido un dedo, cerró

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