David Copperfield. Charles Dickens
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-Espero que haya pasado usted una velada agradable -dijo Peggotty, tiesa como un palo en el centro de la habitación y con un palmatoria en la mano.
-Sí, Peggotty, muchas gracias -respondió mi madre con voz alegre-. He pasado una velada muy agradable.
-Una persona nueva es siempre un cambio muy agradable -insistió Peggotty.
-Naturalmente, es un cambio muy agradable -contestó mi madre.
Peggotty continuó inmóvil en medio de la habitación, y mi madre reanudó su canto. Yo me dormí, aunque no con un sueño profundo, pues me parcería oír sus voces, pero sin entender lo que decían. Cuando me desperté de aquella desagradable modorra, me encontré a Peggotty y a mamá hablando y llorando.
-No es una persona así la que le hubiera gustado a mister Copperfield -decía Peggotty-; se lo repito y se lo juro.
-¡Dios mío! -exclamó mi madre-. ¿Quieres volverme loca? En mi vida he visto a nadie ser tratado con tanta crueldad por sus criados. Además, hago una injusticia si me considero una niña. ¿No he estado casada, Peggotty?
-Dios sabe que sí, señora -respondió Peggotty.
-¿Y cómo eres capaz, Peggotty -dijo mi madre-, cómo tienes corazón para hacerme tan desgraciada, diciéndome cosas tan amargas, sabiendo que fuera de aquí no tengo a nadie que me consuele?
-Razón de más -repuso Peggotty- para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser. De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!
Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.
-¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? -gritó mi madre llorando más que antes-. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida, Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura, un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de que te daría una gran alegría.
Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda.
-Y mi niño, mi hijito querido -continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo estaba tendido y acariciándome-, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.
-Nadie ha insinuado semejante cosa —dijo Peggotty.
-Sí, Peggotty -replicó mi madre-; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que únicamente por él no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde está completamente destrozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes negarlo!
Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su mejilla contra la mía:
-¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?
Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba más fuerte; pero estoy seguro de que todos lo hacíamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destrozado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llamé a Peggotty bestia. Aquella excelente criatura estaba en la más profunda aflicción, lo recuerdo, y estoy casi seguro de que en aquella ocasión su vestido debió de quedarse sin un solo botón, pues saltaron por los aires cuando después de reconciliarse con mi madre se arrodilló al lado del sillón para reconciliarse conmigo.
Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho tiempo; y cuando un sollozo más fuerte me hizo incorporanne en la cama, me encontré a mi madre sentada a los pies a inclinada hacia mí. Me arrojé en sus brazos y me dormí profundamente.
No sé si fue al siguiente domingo cuando volví a ver al caballero aquel, o si pasó más tiempo antes de que reapareciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas; pero sé que volví a verlo en la iglesia y que después nos acompañó a casa. Además, entró para ver un hermoso geranio que teníamos en la ventana del gabinete. No me pareció que se fijaba mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidió a mi madre una flor. Mi madre le dijo que cortara él mismo la que más le gustase; pero él se negó, no comprendí por qué, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. Él dijo que nunca, nunca, se separaría de ella; y yo pensé que debía de ser muy tonto, puesto que no sabía que al día siguiente estaría marchita.
Por aquella época, Peggotty empezó a estar menos con nosotros por las noches. Mi madre la trataba con mucha deferencia (más que de costumbre me parecía a mí), y los tres estábamos muy amigos, pero había algo distinto que nos hacía sentir violentos cuando nos reuníamos. Algunas veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tenía guardados, ni que fuera tan a menudo a casa de la misma vecina; pero no lograba comprender por qué.
Poco a poco llegué a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin gustarme más que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin más razón para ello que una instintiva antipatía de niño y un vago sentimiento de que Peggotty y yo debíamos bastar a mi madre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de haber sido mayor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Podía observar pequeñas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por encima de mis fuerzas.
Una mañana de otoño estaba yo con mi madre en el jardín, cuando míster Murdstone (entonces ya sabía su nombre) pasó por allí a caballo. Se detuvo un momento a saludar a mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tenía unos amigos, dueños de un yate, y me propuso muy alegremente llevarme con él montado en la silla si me gustaba el paseo.
Era un día tan claro y alegre, y el caballo, mientras piafaba y relinchaba a la puerta del jardín, parecía tan gozoso al pensar en el paseo, que sentí grandes deseos de acompañarlos.
Subí corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, míster Murdstone desmontó, y con las bridas del caballo debajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado del seto, mientras mi madre le acompañaba, paseando también lentamente, por dentro del jardín. Me reuní con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecían examinar el seto que había entre ellos mientras andaban; y también que Peggotty, que estaba de muy buen humor, pasó en un momento a todo lo contrario, y comenzó a peinarme de un modo violento.
Pronto estuvimos míster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado del camino. Me sostenía cómodamente con un brazo; pero yo no podía estarme tan quieto como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para mirarle. Míster Murdstone tenía una clase de ojos negros «vacíos». No encuentro otra palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran por un momento como una máscara. Varias de las veces que le miré le encontré con aquella expresión, y me preguntaba a mí mismo, con una especie de terror, en qué estaría pensando tan abstraído.
Vistos así de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron más negros y más abundantes;.nunca hubiera creído