David Copperfield. Charles Dickens
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La llamé, y ella se estremeció, lanzando un grito llamándome su Davy, su hijito querido, y saliendo a mi encuentro se arrodilló en el suelo para besarme, estrechando mi cabeza contra su pecho al lado de la cabecita dormida, y puso la manita del nene sobre mis labios. Hubiera deseado morir; hubiera deseado morir con aquellos sentimientos en mi corazón. En aquellos momentos estaba más cerca del cielo de lo que nunca he vuelto a estarlo.
-Es tu hermanito -dijo mi madre acariciándome-. ¡Davy, niño mío, pobrecito!
Y me besaba más y más y me estrechaba en sus brazos. Así estábamos cuando llegó Peggotty corriendo, y tirándose al suelo a nuestro lado estuvo como loca durante un cuarto de hora.
No me esperaban tan pronto. Al parecer, Barkis había adelantado la hora de costumbre. Míster Murdstone y su hermana habían ido a una visita en los alrededores y no volverían antes de la noche. Nunca me hubiera esperado tanta felicidad. Nunca me hubiera parecido posible volver a encontrarnos los tres solos, tranquilos, y en aquel momento me parecía haber vuelto a los antiguos días.
Comimos juntos ante la chimenea. Peggotty nos quería servir; pero mamá no le dejó y le hizo sentarse a nuestro lado. A mí me pusieron mi antiguo plato con su fondo oscuro, en el que había pintado un barco con un marino bogando a toda vela. Peggotty lo había tenido escondido durante mi ausencia, pues decía que ni por cien mil libras hubiera querido que se rompiese. También me puso el vaso de cuando era pequeño, con mi nombre grabado en él, mi tenedorcito y mi cuchillo, que no cortaba nada.
Mientras comíamos pensé que era la mejor ocasión para hablar a Peggotty de Barkis; pero no había terminado de explicarle su encargo cuando empezó a reírse, tapándose la cara con el delantal.
-Peggotty —dijo mi madre-, ¿qué te pasa?
Peggotty se reía cada vez más fuerte, apretándose el delantal contra la cara cuando mi madre trataba de quitárselo, y parecía que había metido la cabeza en un saco.
-Pero ¿qué haces, tonta? -insistió mi madre riendo.
-¡Oh, el necio del hombre! -exclamó Peggotty-. ¿Pues no quiere casarse conmigo?
-Sería un buen partido para ti, Peggotty —dijo mamá.
-¡Oh, no lo sé! -dijo Peggotty-. No me hable usted de ellos. No le aceptaría aunque fuera de oro. Ni a él ni a ningún otro.
-Entonces ¿por qué no se lo dices, ridícula? -preguntó mi madre.
-¿Decírselo? -replicó Peggotty, sacando la cara del delantal-. Pero si nunca me ha dicho una palabra de ello. Me conoce, y sabe que si se atreviese a decirme cualquier cosa le daría un bofetón.
Estaba roja, como nunca la había visto ni a ella ni a nadie, y volvió a taparse la cara durante unos momentos, atacada otra vez por una risa violenta. Después de dos o tres de aquellos ataques continuó comiendo.
Observé que mi madre, aunque se sonreía al mirar a Peggotty, se había quedado más seria y pensativa. Desde el primer momento ya la había notado muy cambiada. Su rostro era muy bello todavía, pero parecía preocupado y demasiado transparente. Sus manos también, tan delgadas y pálidas, casi se clareaban. Pero sobre todo en lo que ahora me parece que estaba más cambiada era en que parecía que estaba siempre inquieta y asustada. Por último, dijo, acariciando afectuosamente la mano de su antigua criada:
-Peggotty, querida, ¿no pensarás casarte?
-¿Yo, señora? -preguntó Peggotty estupefacta, ¡Dios la bendiga! ¡No!
-Al menos no muy pronto -dijo mi madre con ternura.
-¡Nunca! -gritó Peggotty.
Mi madre, cogiéndole la mano, dijo:
-No me dejes, Peggotty; no te separes de mí. Quizá no sea para mucho tiempo, y ¿qué sería de mí si no estuvieras tú?
-¿Dejarla yo, hija mía? -exclamó Peggotty-. No. Ni por todos los tesoros del mundo. Pero ¿quién meterá esas cosas en esa cabecita?
Peggotty a veces le hablaba a mi madre como si fuera un niño.
Mi madre sólo contestó para darle las gracias, y Peggotty continuó a su modo:
-¿Yo dejarla? ¡Maldita la gana que tengo de ello! ¿Marcharse Peggotty de su lado? ¡Me gustaría verlo! No, no -dijo Peggotty, sacudiendo su cabeza y cruzando los brazos-, no hay cuidado, hija mía. No es que no haya personas que lo estén deseando; pero que se fastidien. Yo sigo con usted hasta que sea un vejestorio inútil. Y cuando ya esté sorda y demasiado vieja y demasiado ciega, y hasta incapaz de hablar por no tener un diente; cuando ya no sirva en absoluto para nada, ni siquiera para que me regañen, entonces iré a buscar a Davy y le diré si quiere recogerme.
-Y yo te recibiré muy contento, Peggotty: te recibiré lo mismo que a una reina.
-¡Dios bendiga tu buen corazón! -exclamó Peggotty-. ¡Estaba tan segura! -Y me besó, anticipadamente agradecida a mi hospitalidad. Después volvió a taparse la cara con el delantal y a reírse de Barkis; después, cogiendo al niño de la cuna, lo estuvo arreglando; luego se llevó las cosas de la comida, y por fin volvió con otra cofia y su caja de labor, con su metro y su pedazo de cera, todo lo mismo que en los antiguos días.
Estábamos sentados alrededor del fuego, y charlábamos alegremente. Yo les contaba la crueldad de Míster Creakle, y me compadecían. Les decía lo bueno que era Steerforth, cómo me protegía, y Peggotty me dijo que sería capaz de andar a pie unas millas por verle. Cuando se despertó cogí al niño en mis brazos y le dormí cantando dulcemente. Después me fui al lado de mi madre, y pasando mis brazos alrededor de su talle, como me había gustado siempre tanto hacer, apoyé mi mejilla en su hombro, y una vez mas sus hermosos cabellos cayeron sobre mí, «como las alas de un ángel»; me gusta pensar cuando me acuerdo de ello. ¡Qué feliz era!
Mientras estábamos sentados así mirando el fuego y viendo las extrañas figuras que formaban las llamas, casi me parecía que nunca había estado lejos, y que míster Murdstone y su hermana eran figuras como aquellas, que se desvanecerían al apagar el fuego, y que de todos mis recuerdos los únicos reales éramos mi madre, Peggotty y yo.
Peggotty, mientras hubo luz, remendaba una media, y después continuó con ella metida en una mano, como si fuera un guante, y la aguja en la otra dispuesta a dar una puntada cuando el fuego lanzase un resplandor. No puedo comprender de quién eran las medias que Peggotty estaba remendando siempre, ni de dónde provenía aquella cantidad inagotable de medias que coser. Desde mi más tierna infancia siempre la había visto con aquella costura, y ni una vez con otra.
-Pienso -dijo Peggotty, a quien a veces preocupaban las cosas más inesperadas- qué habrá sido de la tía de Davy.
-¡Dios mío, Peggotty! -contestó mi madre saliendo de su ensueño-. ¡Qué tonterías dices!
-Sí; pero realmente me preocupa,
-¿Cómo se te ha ocurrido pensar en semejante persona?