David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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mes, señora.

      -¿A contar desde cuándo?

      -Desde hoy mismo, señora.

      -¡Ah! —exclamó miss Murdstone-, entonces ya es un día menos.

      Marcó en un calendario el tiempo que duraban, y cada mañana tachaba un día exactamente de la misma manera.

      Lo hacía con tristeza hasta que llegaron a diez; desde entonces, el ver dos cifras le hizo recobrar la esperanza, y al final estaba casi alegre.

      Desde el primer momento tuve la desgracia de ponerla (a ella, que no estaba, por lo general, sujeta a esas debilidades) en un estado de violenta consternación. La cosa fue que entré en la habitación en que estaba con mi madre y el niño. El niño solamente tenía unas semanas. Mi madre tenía el niño en sus rodillas, y yo le cogí con cariño en mis brazos. De pronto miss Murdstone lanzó tal grito de espanto, que estuve a punto de dejarlo caer al suelo.

      -Jane, ¿qué tienes? —exclamó mi madre.

      -¡Dios mío, Clara! ¿Pero no lo ves? -exclamó miss Murdstone.

      -¿Qué es lo que ves, querida? -dijo mi madre-. ¿Dónde?

      -¡Que lo ha cogido! ¡Que David tiene al niño!

      Estaba lívida de horror; pero se reanimó para precipitarse sobre mí y arrancarme al niño de los brazos. Después se puso mala, tan mala que tuvo que tomar una copa de brandy de Jerez. Desde aquel momento me fue solemnemente prohibido por ella el tocar a mi hermano bajo ningún pretexto; y mi pobre madre, que yo me daba cuenta no era de su opinión, confirmó dulcemente la orden diciendo:

      -Sin duda tienes razón, Jane.

      En otra ocasión, estando los tres juntos, también el pobre nene, que me era tan querido a causa de mi mamá, fue la inocente causa de la cólera de miss Murdstone. Mi madre había estado mirando los ojos de su niño teniéndole en sus brazos, y después me llamó.

      -Ven, Davy -y me miró a los ojos.

      Vi que miss Murdstone dejaba la cuenta que engarzaba.

      -Realmente -dijo mi madre con dulzura-, son exactamente iguales. Deben de ser los míos; creo que son del color de los míos, porque son exactamente iguales.

      -¿De quién estás hablando, Clara? -preguntó miss Murdstone.

      -Jane -balbució mi madre un poco avergonzada de la dureza del tono con que le preguntaba-. Encuentro que los ojos del nene y los de Davy son absolutamente iguales.

      -¡Clara! -dijo miss Murdstone levantándose con cólera-. ¡Algunas veces parece que estás loca!

      -¡Mi querida Jane! -reprochó mi madre.

      -Verdaderamente loca —dijo miss Murdstone-. Si no, ¿cómo se te iba a ocurrir el comparar al niño de mi hermano con tu hijo? No se parecen en nada. Son completamente distintos, diferentes en todo, y espero que así seguirá siendo siempre. Me voy de aquí. No quiero seguir oyéndote hacer semejantes comparaciones.

      Y diciendo esto, salió majestuosamente, dando un portazo.

      En una palabra, a miss Murdstone no le caía en gracia, mejor dicho, no le caía a nadie, ni aun a mí mismo, pues los que me querían no podían demostrármelo, y los que no me querían me lo demostraban tan claramente, que me hacían tener la dolorosa conciencia de que era siempre torpe, antipático y necio.

      Me daba cuenta de que ellos sentían el mismo malestar que me hacían sentir. Si entraba en la habitación donde estaban hablando y mi madre parecía contenta, un velo de tristeza cubría su rostro en cuanto me veía. Si míster Murdstone estaba de buen humor, se le cambiaba. Si miss Murdstone estaba en el suyo, malo de costumbre, se le acrecentaba.

      Yo me daba bastante cuenta de que mi madre era siempre la víctima y de que no se atrevía ni a hablarme con cariño, por miedo a que ellos se ofendieran y después le riñesen. Constantemente le preocupaba el miedo a ofenderlos o de que yo los ofendiera, y en cuanto me movía sus miradas interrogaban con temor. En vista de ello, resolví separarme de su camino en todo lo posible. ¡Y cuántas horas de invierno he oído sonar la campana de la iglesia, sentado en mi triste habitación, envuelto en mi batín de casa, inclinado sobre un libro!

      Por la noche algunas veces iba a sentarme a la cocina con Peggotty. Allí estaba en mi casa, sin miedos y riendo; ¡allí podía ser yo mismo! Pero ninguno de estos dos recursos fue aprobado por los hermanos Murdstone. Al sombrío carácter que dominaba allí le molestaba todo, y al parecer todavía creían que era yo necesario para la educación de mi pobre madre y, por lo tanto, no quisieron consentir mi ausencia.

      -David -me dijo un día míster Murdstone después de la comida, cuando yo me marchaba como de costumbre-, me apena el observar que seas tan huraño.

      -Huraño como un oso -dijo miss Murdstone.

      Yo me detuve y bajé la cabeza.

      -Y has de saber, David, que esa es una de las peores condiciones que puede tener nadie.

      -Y este chico la tiene de lo más acentuado que he visto nunca -observó su hermana-; es terco y voluntarioso. Supongo, querida Clara, que tú también lo habrás observado.

      -Perdóname, Jane -dijo mi madre-; pero ¿estás segura (y me dispensarás lo que voy a decirte), estás segura de que entiendes a Davy?

      -Me avergonzaría de mí misma, Clara -repuso mi Murdstone-, si no comprendiera a este niño, o a cualquier otro. No presumo de profundidad; pero creo que tengo sentido común.

      -Sin duda, mi querida Jane; tu inteligencia es grande.

      -¡Oh no, querida! Te ruego que no digas eso, Clara- dijo miss Murdstone con cólera.

      -Pero si estoy segura de ello -repuso mi madre-; todo el mundo lo sabe, y yo misma me aprovecho de ella a todas horas; así que nadie puede estar más convencida, y cuando estás delante sólo hablo con terror, te lo aseguro, mi querida Jane.

      -Bien; supongamos que yo no entiendo al chico, Clara -repuso miss Murdstone, arreglándose las cadenas que adornaban sus puños-. De acuerdo, si te parece, en que no lo comprendo. Es demasiado profundo para mí; pero quizá la inteligencia penetrante de mi hermano haya sido capaz de formarse alguna idea del carácter del niño, y creo que estaba hablando de ello cuando nosotras, muy descortésmente, le hemos interrumpido.

      -Creo, Clara -dijo mister Murdstone en voz baja grave-, que en este asunto puede haber jueces mejor y más desapasionados que tú.

      -Edward -replicó mi madre tímidamente-, tú en todas las cuestiones juzgas mejor que yo, y tu hermana también; solamente decía…

      -Solamente decías algo inútil a irrefexivo -repuso él-. Trata de no volver a hacerlo, querida Clara, y de dominate mejor.

      Los labios de mi madre se movieron como si contestaran «Sí, mi querido Edward»; pero no llegaron a pronunciar palabra.

      -Me apena, David, el observar -repitió mister Murdstone, volviéndose hacia mí- que seas tan huraño. Yo no puedo consentir que un carácter así se desarrolle delante de mis ojos sin hacer un esfuerzo para corregirlo. Trata, por lo tanto, de cambiar, si no quieres que tratemos

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