David Copperfield. Charles Dickens
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-¡Qué absurda eres, Peggotty! Se diría que deseas otra visita suya.
-¡Dios nos libre! -gritó Peggotty.
-Entonces no hables de cosas tristes -dijo mamá-. Miss Betsey continuará encerrada en su casita a la orilla del mar y no será probable que venga a molestarnos.
-No -murmuró Peggotty-, no es probable. Pero lo que pensaba era si en caso de morirse dejaría algo a Davy.
-¡Dios me perdone, Peggotty; pero eres una mujer sin sentido! ¡Sabiendo lo que le ofendió que naciera el pobre chico!
-Pensaba que quizá estaría dispuesta a perdonarle ahora -murmuró Peggotty.
-¿Por qué iba a estar dispuesta a perdonarle ahora? —dijo mi madre casi con dureza.
-¡Como tiene un hermano!… —dijo Peggotty.
Mi madre inmediatamente empezó a llorar diciendo que parecía mentira que Peggotty se atreviera a decirle aquellas cosas.
-Como si el pobrecito inocente, en su cuna, te hubiera hecho algún daño a ti ni a nadie. Eres una envidiosa-, mucho mejor harías casándote con míster Barkis y marchándote lejos. ¿Por qué no?
-Porque miss Murdstone se pondría demasiado contenta —dijo Peggotty.
-¡Qué mal carácter tienes, Peggotty! —contestó mi madre-. Tienes celos de miss Murdstone, unos celos absurdos. Querrías ser tú quien guardara las llaves y manejara todo, estoy segura. No me sorprendería. Cuando debes estar convencida de que si lo hace es sólo por bondad y con las mejores intenciones del mundo. ¡Lo sabes, Peggotty, lo sabes muy bien!
Peggotty murmuró algo como: «Estoy harta de buenas intenciones», y también algo como: «Que ya resultaban demasiadas buenas intenciones».
-Ya sé a qué te refieres -dijo mi madre-; lo comprendo perfectamente, Peggotty, y sabes que lo sé; no necesitas ponerte más roja que el fuego. Pero punto por punto. Y ahora el punto es miss Murdstone, y no tienes escape. No le has oído decir una vez y otra vez que la parece que soy demasiado niña y demasiado…
-Bonita -sugirió Peggotty.
-Bien -contestó mi madre medio riendo-; si es tan loca para pensar así, ¿acaso tengo yo la culpa?
-Nadie la ha acusado a usted —dijo Peggotty.
-Claro que no -contestó mi madre, ¿No le has oído decir una vez y otra que ella lo único que desea es evitarme trabajos, para los que le parece que no estoy hecha, y que realmente yo misma no sé si sirvo para ellos? ¿No ves que se está en pie de la mañana a la noche, yendo de un lado a otro, haciéndolo todo y mirando en todas partes, hasta en la carbonera, todos los sitios nada agradables? Y viendo todo esto, ¿quieres insinuar que no hay una especie de abnegación en ello?
-Yo no insinúo nada —dijo Peggotty.
-Sí lo haces, Peggotty -contestó mi madre-. Nunca haces otra cosa, excepto tu trabajo. Siempre estás insinuando. Gozas con ello. Y cuando hablas de las buenas intenciones de míster Murdstone…
-Nunca hablo de ellas -dijo Peggotty.
-No, Peggotty -contestó mama-; pero insinúas, que es lo que te decía precisamente ahora. Es tu lado malo. Insinúas. Hace un momento te he dicho que te comprendía, y ya lo ves. Cuando te refieres a las buenas intenciones de míster Murdstone, pretendiendo despreciarlas (pues dentro de tu corazón realmente no lo sientes), estás tan convencida como yo de lo buenas que son, en todo y para todo. Y si te parece que es algo severo con cierta persona (tú comprendes, y Davy también que no hablo de nadie presente), es únicamente porque está convencido de que es beneficioso para ella. Él, como es natural, quiere mucho a esa persona por cariño a mí y obra únicamente por su bien. Él es más capaz de juzgar que yo, pues demasiado sé que soy una criatura joven, débil y delicada, mientras que él es un hombre firme, serio y grave. Y, además, que se toma -dijo mi madre, con el rostro inundado de lágrimas afectuosas-, que se toma muchos trabajos por mí. Yo debo estarle muy agradecida y someterme a él aun en mis pensamientos; y cuando no lo hago, Peggotty, me lo reprocho, me condeno y hasta dudo de mi corazón, y no se ya que hacer.
Peggotty, con la barba apoyada en el pie de la media, miraba al fuego en silencio.
-Vamos, Peggotty -dijo mi madre cambiando de tono-, no nos enfademos, no lo podría soportar. Eres mi única amiga, ya lo sé; no tengo otra en el mundo. Y cuando te llamo criatura ridícula o insoportable, o cualquier otra cosa por el estilo, sólo quiero decirte que eres mi verdadera amiga, que siempre lo has sido, siempre, desde la noche en que míster Copperfield me trajo por primera vez a esta casa y tú saliste a la verja a recibirme.
Peggotty no tardó en responder y ratificar el tratado de amistad dándome su más fuerte abrazo. Pienso que ya entonces comprendía yo algo del verdadero sentido de aquella conversación; pero ahora estoy seguro de que esa excelente criatura la había provocado y sostenido únicamente para dar motivo a mi madre de consolarse contradiciéndola.
Si era ese su designio, fue eficaz, pues recuerdo que mi madre pareció más tranquila durante el resto de la velada, y Peggotty la miraba menos.
Después de tomar el té, cuando se reanimó el fuego y se encendió la luz, leí a Peggotty un capítulo del libro de los cocodrilos, en recuerdo de los antiguos tiempos. Peggotty sacó el libro del bolsillo; no sé si lo tendría allí desde que me marché. Después estuvimos hablando otra vez de Salem House, lo que me llevó a hablar también de Steerforth de nuevo, tema para mí inagotable. Éramos muy dichosos, y aquella noche, la última en su género y destinada a cerrar para siempre un capítulo de mi vida, nunca se borrará de mi memoria.
Eran casi las diez cuando oímos el ruido de las ruedas del coche. Todos nos levantamos precipitadamente, y mi madre nos dijo que, como era muy tarde y a míster y miss Murdstone les gustaba que los niños se acostasen temprano, lo mejor era que me fuese a la cama. La besé y subí con la luz a mi cuarto antes de que llegaran. Me parecía, en mi infantil imaginación, mientras subía al cuarto en que había estado prisionero, que traían consigo un soplo de aire helado, que se llevaba la felicidad y la intimidad de nuestro cariño lo mismo que una pluma.
A la mañana siguiente estaba muy preocupado con la idea de bajar a desayunar, pues desde el día de la ofensa mortal no había vuelto a ver a míster Murdstone. Sin embargo, no tenía más remedio que hacerlo, y después de bajar dos o tres veces y volverme a meter corriendo en mi alcoba, me decidí y entré en el comedor.
Míster Murdstone estaba de pie ante la chimenea y de espaldas a ella. Miss Murdstone estaba haciendo el té. Él me miró fijamente al entrar, como si no me conociera.
Después de un momento de confusión y dudas me acerqué a él diciendo:
-Le pido a usted perdón; estoy muy triste de lo que hice, y espero que me perdone.
-Me alegro de que te disculpes, Davy -me dijo.
La mano que me tendía era la del mordisco, y no pude por menos de lanzar una mirada a la marquita roja; pero no era tan roja como yo me puse al ver después la siniestra expresión de su mirada.
-¿Cómo está usted? —dije a miss Murdstone.
-¡Ah,