David Copperfield. Charles Dickens
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Allí estaba míster Chillip y se acercó a hablarme.
-¿Cómo estás, Davy? -me dijo con bondad.
Yo no podía contestarle que muy bien y le alargué mi mano, que retuvo entre las suyas.
-¡Pobrecillo! -me dijo sonriendo dulcemente y con los ojos húmedos- Nuestros amiguitos crecen a nuestro alrededor; pronto no los reconoceremos. ¿Verdad, señora? -dijo dirigiéndose a miss Murdstone, que no le contestó.
-Y a lo que parece aprovechamos el tiempo, ¿no es así, señora? -insistió míster Chillip.
Miss Murdstone sólo le contestó con un frío saludo, y míster Chillip, desconcertado, se fue a un rincón, llevándome consigo y sin volver a desplegar los labios.
Observo esto porque lo observo todo; pero no me interesa lo más mínimo desde que he vuelto a casa. Ahora las campanas empiezan a sonar, y míster Omer, con otros empleados, empieza a prepararlo todo, todo, como cuando hacía mucho tiempo (Peggotty me lo había contado) se llevaron a mi padre a aquella misma tumba, después de prepararle en la misma habitación.
Somos pocos: nada más míster Murdstone, nuestro vecino Graypper, míster Chillip y yo. Cuando llegamos a la puerta los de la funeraria están ya con su carga en el jardín y van delante de nosotros por el sendero, debajo de los árboles. Pasan la verja y entran en el cementerio, donde tan a menudo he oído cantar a los pájaros en las mañanas de verano.
Rodeamos la tumba. El día me parece distinto de todos los demás días y la luz de otro color, de un color más triste, y hay allí un silencio solemne, que a mí me parece que lo hemos traído de casa con el féretro; y mientras estamos de pie, descubiertos, oigo la voz del clérigo, resonando remota en el aire libre, que dice claramente: «Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor». Oigo sollozos, y apartada entre los curiosos veo a la buena y fiel criada, la persona para mí más querida de todos los que quedan en la tierra y a la que en mi infantil corazón estoy seguro de que Dios dirá un día: « Has hecho bien»
Hay muchos rostros conocidos entre la gente aquella, rostros que recordaba de la iglesia cuando sicmpre miraba alrededor, rostros que habían sido los primeros en ver a mi madre cuando llegó a la aldea en todo el esplendor de su joven belleza. No me ocupo de ellos; sólo pienso en mi pena, y, sin embargo, veo y reconozco a todos; hasta allá en el fondo, muy lejos, veo a Minnie lanzando miradas a su enamorado, que está cerca de mí.
Todo ha terminado, y volvemos a casa, que se alza ante nosotros tan bonita como siempre, no ha cambiado; pero está tan unida en mi pensamiento con la idea de lo que ya no existe, que toda mi pena no es nada en comparación a lo que siento ahora. Míster Chillip me lleva, me habla y me hace beber un poco de agua, y cuando le pido permiso para retirarme se despide de mí con dulzura de mujer.
Todo esto, lo repito, es para mí como si hubiera sucedido ayer. Sucesos de fecha más reciente han huido de mi pensamiento, y he olvidado cosas que más tarde quizá reaparecerán; pero esto continúa inmóvil ante mí como una gran roca en el océano.
Sabía que Peggotty vendría a buscarme. La quietud del momento (el día debía de ser domingo, pero lo he olvidado) nos era favorable. Se sentó a mi lado, encima de mi cama, y cogiendo mi mano, que de vez en cuando llevaba a sus labios y a veces acariciaba con las suyas como hubiera podido hacer para consolar a mi hermanito, me contó a su manera todo lo que tenía que contarme concerniente a los últimos sucesos.
-Desde hacía mucho tiempo no estaba nunca bien —dijo Peggotty-; su espíritu estaba atormentado y no era feliz. Cuando nació su niño pensé que eso le curaría; pero, por el contrario, estaba cada vez más triste. Antes del nacimiento de su hijo le gustaba quedarse sola y llorar; pero después se acostumbró a cantarle, y lo hacía con una voz tan dulce, que más de una vez, al escucharla. pensaba que era como una voz en el aire que subía hacia el cielo. Cada vez se volvía más tímida y más asustadiza, y al final una palabra dura era como un golpe para ella; pero conmigo siempre fue la misma. ¡Nunca cambió con su loca Peggotty la dulce niña!
Aquí Peggotty se detuvo y acarició dulcemente mi mano durante un momento.
-La última vez que la he visto como en sus buenos tiempos fue la tarde de tu llegada, hijo mío. El día de tu partida me dijo: «Nunca volveré a ver a mi niño querido; algo me lo asegura, y es la verdad, lo sé». Hacía lo posible por sostenerse, y en muchas ocasiones, cuando le reprochaban su aturdimiento y su carácter ligero, hacía como que lo creía; pero ya hacía tiempo que aquello había pasado. Nunca le había dicho a su marido lo que me había dicho a mí; le asustaba hablar de ello; por fin, una noche, una semana antes, le dijo: «Querido, creo que me muero». « Ahora tengo el espíritu en reposo, Peggotty -me dijo al acostarla aquella noche-. El pobre hombre se irá haciendo a la idea durante varios días y después se le pasará pronto. Estoy tan cansada; si es sueño, siéntate a mi lado mientras duermo, no me dejes. ¡Que Dios bendiga a mis dos niños y proteja y conserve a mi niño sin padre! » Después ya no la abandoné un momento -siguió Peggotty-. Ella hablaba a menudo con ellos dos, porque los quería: no podía vivir sin amar a los que la rodeaban; pero cuando la dejaban sola siempre se volvía hacia mí, como si sólo encontrara reposo donde Peggotty estaba, y nunca se dormía de otro modo. La última noche, por la tarde, me besó y me dijo: « Si mi nene muriera también, Peggotty, te ruego que le pongas en mis brazos y nos entierren juntos». Y es lo que se ha hecho, porque el pobre angelito sólo vivió un día más que ella. « Que mi querido Davy nos acompañe al lugar de reposo —dijo-, y dile que su madre, en el lecho de muerte, lo ha bendecido y no una vez, mil veces.»
Otro silencio siguió -a esto, y de nuevo Peggotty acarició dulcemente mi mano.
-Estaba ya muy adelantada la noche -prosiguiócuando pidió de beber, y después me dirigió una sonrisa tan dulce, ¡estaba tan hermosa!… Amanecía, y el sol se levantaba cuando me dijo lo cariñoso y bueno que mister Copperfield había sido siempre para ella, y tu paciente que era, y cómo le decía, cuando dudaba de sí misma, que un corazón amante valía más que la sabiduría y que él era el hombre más feliz a su lado… « Peggotty, querida mía -dijo después-, acércate más (estaba muy débil), pasa tu brazo por mi cuello y vuélveme hacia ti; tu rostro parece que se aleja y quiero verlo cerca.» Hice lo que pedía, y, ¡oh Davy!, se cumplía lo que yo había dicho una vez. Apoyó su dulce cabecita en el brazo de esta necia Peggotty. Y murió como un niño que se duerme.
Así terminó el relato de Peggotty. Desde el momento en que supe la muerte de mi madre, la idea de lo que había sido últimamente desapareció por completo para mí, y desde aquel instante la recuerdo como la madre joven de mis primeros años, la que enrollaba sus bucles en los dedos y bailaba conmigo por la noche en la sala. Lo que Peggotty me contaba, en lugar de recordarme el último período, confirmaba en mi espíritu la primera imagen; podrá ser extraño, pero es la verdad. En un instante había vuelto a mis ojos su tranquila juventud, borrando todo el resto.
La madre que descansaba en la tumba era la madre de mis primeros años, y la criaturita que tenía en sus brazos era yo como estaba en mi infancia, sólo que ahora me estrechaba ya en ellos para siempre.
Capítulo 10 Empiezan descuidándome, luego me colocan
El primer acto de autoridad de miss Murdstone cuando pasó el día solemne y se abrieron de nuevo las ventanas fue decirle a Peggotty que en el plazo de un mes tenía que marcharse. Por mucho que a Peggotty