David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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cerca de la casa donde la alcancé.

      -¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

      -Ya sabías que era yo, Emily.

      -¿Y tú acaso no sabías que era yo?

      Fui a besarle; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña, y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca.

      Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige, y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y sólo contestó riendo.

      -Es una gatita -dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

      -Eso es, eso es —exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

      Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

      A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío, al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello. Era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser a la vez tímida y atrevida que me cautivó más que nunca.

      Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados después del té mister Peggotty, mientras fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño, que se lo agradecí con toda el alma.

      -¡Ah! -dijo mister Peggotty cogiendo los bucles de la niña y dejándolos caer uno a uno-. También ella es huérfana, ¿ve usted, señorito?, y este también lo es, aunque no lo parece -dijo dando un puñetazo en el pecho de Ham.

      -Si yo tuviera de tutor a mister Peggotty -dije sacudiendo la cabeza-, creo que tampoco me sentiría muy huérfano.

      -Bien dicho, señorito Davy -grito Ham con entusiasmo-; bien dicho, ¡viva! Usted tampoco lo sentiría, bien dicho, ¡viva! ¡viva! ¡viva!

      Y devolvió el puñetazo a mister Peggotty. Emily se levantó y besó a su tío.

      -¿Y cómo está su amigo, señorito? -me preguntó mister Peggotty.

      -¿Steerforth? -pregunté.

      -Ese es el nombre -exclamó mister Peggotty volviéndose a Ham-. Ya sabía yo que era algo parecido.

      ¡ -Usted decía que era Roodderforth -observó Ham riendo.

      -Bien -replicó mister Peggotty-, pues no andaba muy lejos. ¿Y qué ha sido de él?

      -Cuando yo lo dejé estaba muy bien, mister Peggotty.

      -¡Eso es un amigo! -dijo mister Peggotty sacudiendo su pipa—. ¡Eso es un amigo del que se puede hablar! Porque, ¡Dios le bendiga!, el corazón se alegra al mirarle.

      -Es muy guapo, ¿verdad?

      Me entusiasmaba oyéndole cómo lo elogiaba.

      -¿Guapo? -exclamó mister Peggotty-. ¡Ya lo creo!

      Se para delante de uno como… como… yo no sé cómo; pero ¡es tan decidido!

      -Sí, ese es precisamente su carácter. Bravo como un león, y la franqueza misma, míster Peggotty.

      -Y también supongo —dijo míster Peggotty mirándome a través del humo de su pipa- que en los estudios será el primero…

      -Sí -dije yo con delicia-, lo sabe todo; es extraordinariamente inteligente.

      -¡Eso es un amigo! -murmuró míster Peggotty sacudiendo gravemente la cabeza.

      -Nada parece costarle trabajo; se sabe las lecciones con mirarlas, y en el cricket es el mejor jugador que he visto. Le da a usted todos los peones que quiera en el juego de damas, y, sin embargo, le ganará siempre.

      Míster Peggotty sacudió de nuevo la cabeza como diciendo: «Ya lo creo que me ganaría».

      -¿Y su conversación? -proseguí-. En eso no tiene rival, y quisiera que le oyera usted cantar, míster Peggotty.

      Míster Peggotty movió de nuevo la cabeza, como si dijera: «No me cabe duda».

      -Y además es un muchacho noble y generoso -dije arrastrado por mi tema favorito-; es imposible expresar todo lo que merece. Nunca le agradeceré bastante la generosidad con que me ha protegido, siendo yo tan inferior a él por mi edad y mis estudios.

      Seguía entusiasmándome cada vez más, cuando mis ojos se posaron en la carita de Emily, que estaba inclinada sobre la mesa, escuchando con la más profunda atención; contenía el aliento, tenía rojas las mejillas y sus ojos azules brillaban como joyas. Parecía escuchar con tan extraordinaria atención y estaba tan bonita, que me detuve sorprendido, y al callarme yo todos la miraron y se echaron a reír.

      -Emily es como yo —dijo Peggotty-; le gustaría verle.

      Emily estaba confusa al ver que todos la miraban, y bajó la cabeza ruborizada, y después nos miró a través de sus rizos, y al ver que seguíamos mirándola (estoy seguro de que yo por lo menos le hubiera seguido mirando durante horas enteras), se escapó y estuvo escondida hasta que casi fue la hora de acostarse.

      Me acosté en mi antigua cama, en la popa del barco, y el viento vino a quejarse como antaño. Pero ahora me parecía que se quejaba por los que ya no estaban, y en vez de pensar que el mar podía subir por la noche y llevarse la barca, pensé que el mar había subido tanto desde la última vez que oí aquellos ruidos, que había sepultado mi feliz y tranquilo hogar. Recuerdo que cuando el ruido del viento y del mar fue disminuyendo añadí una pequeña cláusula a mis rezos, pidiendo a Dios ser pronto un hombre para casarme con Emily, y así me quedé dulcemente dormido.

      Los días transcurrieron muy semejantes a los de hacía un año, excepto (y esto fue una gran diferencia) que Emily y yo rara vez vagábamos ahora por la playa; ella tenía que hacer sus deberes y labores y estaba ausente casi todo el día. Pero yo sentía que aun sin estas razones no hubiéramos vuelto a nuestros antiguos paseos; incluso siendo, como era, salvaje y llena de infantilidad, era también mas mujercita de lo que yo esperaba. Parecía que se había alejado mucho de mí en poco más de un año. Me quería, pero riéndose y haciéndome rabiar, y cuando salía a su encuentro, se me escapaba a casa por distinto camino, y después me esperaba en la puerta, riéndose al verme volver desilusionado.

      Los mejores ratos eran los que pasábamos cuando se sentaba a la puerta con la labor. Yo me sentaba a sus pies, en los escalones de madera y leía en voz alta. Ahora me parece que nunca he visto brillar el sol como en aquellas tardes; que nunca he visto una figurita más luminosa que la suya, sentada a la puerta de la antigua barca; que nunca he admirado un cielo más azul ni un agua como aquella, ni gloria semejante a la de aquellos barcos que parecían navegar en el aire dorado.

      La primera tarde del día en que llegamos, Barkis apareció del modo mas extraño y con un paquete de naranjas atadas en un pañuelo. Como no hizo la menor alusión a ella, supusimos que las había dejado olvidadas al marcharse, y Ham se apresuró a correr tras él para

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