David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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noche en nuestra casa. A la mañana siguiente, después del desayuno, coloqué mi silla, e iba a irme cuando míster Murdstone me llamó, se sentó gravemente delante de una mesa y su hermana se puso en su pupitre. Míster Quinion, de pie, con las manos en los bolsillos, miraba por la ventana; yo los miraba a todos.

      -David -me dijo míster Murdstone-: cuando se es joven se está en el mundo para trabajar y no para soñar ni haraganear.

      —Como haces tú -añadió su hermana.

      -Jane, déjame hablar, haz el favor. Digo, David, que la gente joven está en el mundo para la acción y no para soñar ni para haraganear. Y con mayor motivo tratándose de un muchacho de tu carácter, que necesita corregirse mucho y al que no se pude hacer mejor servicio que obligarle a que se acostumbre a trabajar, que es lo único que puede doblegarle.

      -Y que en el trabajo de nada sirve la terquedad; se les doblega lo que hace falta -interrumpió su hermana.

      Él le dirigió una mirada, mitad de reproche, mitad de aprobación, y continuó:

      -Supongo que sabes, David, que yo no soy rico, y en todo caso lo sabes ahora. Has recibido ya una educación costosa. Las pensiones son caras, y aun cuando no lo fueran, no te enviaría a ninguna. Pienso que no sería beneficioso para ti. En el mundo has de tener que luchar con la vida; por lo tanto, cuanto antes empieces, mejor.

      Yo pensé que me parecía que ya había empezado a luchar en mi pobre camino, o por lo menos se me ocurre ahora.

      -¿Has oído hablar alguna vez de nuestra casa de comercio? —dijo míster Murdstone.

      -¿La casa de comercio? -repetí.

      -La casa de Murdstone y Grimby, en la venta de vinos -replicó.

      Supongo que parecía dudar, pues continuó precipitadamente:

      -¿No has oído hablar de la casa, o de los negocios, o de las bodegas, o de algo así?

      -Me parece que sí he oído algo de negocios -dije, recordando que había oído vagamente algo de sus recursos y los de su hermana, pero que no sabía cuándo.

      -Eso es lo de menos -replicó- Míster Quinion es el director de ella.

      Le miré con respeto, mientras él wguía asomado a la ventana.

      -Míster Quinion dice que allí hay varios muchachos empleados y que no hay razón para que tú no puedas ir en la mismas condiciones que ellos.

      -En el caso -observó míster Quinion en voz baja dando media vuelta- de no tener otro remedio, Murdstone.

      Míster Murdstone, con gesto de impaciencia y malhumorado, continuó, sin hacer caso de lo que le decían:

      -Las condiciones son que ganarás lo bastante para comer y tener algún dinero en el bolsillo. De tu alojamiento yo me ocuparé, igual que del lavado y planchado de tu ropa.

      -Hasta llegar a una cantidad que me pareciese conveniente —dijo su hermana.

      -También me ocuparé de tus vestidos -dijo míster Murdstone- puesto que todavía no eres capaz de valerte por ti mismo. Así es que vas a ir a Londres, David, con mister Quinion, a empezar una vida por tu propia cuenta.

      -En una palabra: estás empleado -observó su hermana-, y trata de cumplir con tu deber.

      Recuerdo que comprendía perfectamente que el objeto de lo propuesto era desentenderse de mí; pero no recuerdo si la idea me gustó o me asustó. Mi impresión es que estaba en un estado de confusión y oscilaba entre los dos puntos sin tocar ninguno. Además tampoco tenía mucho tiempo para tratar de esclarecer mis pensamientos, pues míster Quinion partía al día siguiente.

      Vedme al día siguiente, con mi viejo sombrerito blanco rodeado de crespón negro por mi madre, con una chaqueta negra y un pantalón de cuero que miss Murdstone consideraba como la mejor armadura para las piernas en la lucha con el mundo que iba a comenzar. ¡Vedme así ataviado con todo lo que tenía mío en la maleta, sentado (solo y abandonado, como diría mistress Gudmige) en la silla de postas que llevaba a míster Quinion a Yarmouth para tomar la diligencia de Londres! ¡Ved cómo nuestra casa y la iglesia se van desvaneciendo en la distancia! ¡Cómo la tumba que está bajo los árboles se oculta! ¡Cómo hasta el campanario desaparece al fin y el cielo está vacío!

      Capítulo 11 Empiezo a vivir por mi cuenta, y no me gusta

      Conozco el mundo lo bastante para haber perdido casi la facultad de sorprenderme demasiado; sin embargo, aún ahora es motivo de sorpresa para mí el pensar cómo pude ser abandonado de aquel modo a semejante edad. Un niño de excelentes facultades, observador, ardiente, afectuoso, delicado de cuerpo y de espíritu … . parece inverosímil que no hubiera nadie que interviniera en favor mío. Pero nadie hizo nada, y a los diez años entré de obrero al servicio de la casa Murdstone y Grimby.

      Los almacenes de Murdstone y Grimby estaban situados muy cerca del río en Blackfriars. Ahora han mejorado y modernizado aquello; pero entonces era la última casa de una calleja estrecha que iba a parar al río, con unos escalones al final que servían de embarcadero. Era una casa vieja, que por un lado daba al agua cuando estaba la marea alta y al fango cuando bajaba. Materialmente, estaba invadida por las ratas. Las habitaciones cubiertas de molduras descoloridas por el humo y el polvo de más de cien años, los escalones medio derrengados, los gritos y luchas de las ratas grises en las madrigueras, el verdín y la suciedad de todo, lo conservo en mi espíritu, no como cosa de hace muchos años, sino de ahora mismo. Todo lo veo igual que lo veía en la hora fatal en que llegué aquel día con mi mano temblorosa en la de mister Quinion.

      La casa Murdstone y Grimby se dedicaba a negocios muy distintos; pero una de sus ramas de mayor importancia era el abastecer de vinos y licores a ciertas compañías de barcos. He olvidado ahora cuáles eran, pero creo que tenían varios que iban a las Indias Orientales y a las Occidentales, y sé que una gran cantidad de botellas vacías eran la consecuencia de aquel tráfico, y que cierto número de hombres y muchachos estábamos dedicados a examinarlas al trasluz, a tirar las que estaban agrietadas y a limpiar bien las otras. Cuando ya no quedaban botellas vacías, había que poner etiquetas a las llenas, cortar corchos para ellas, cerrarlas y meterlas en cajones. A este trabajo me dedicaron con otros varios chicos.

      Éramos tres o cuatro, contándome a mí. Me habían colocado en un rincón del almacén, donde míster Quinion podía desde su despacho verme a través de una ventana. Allí, el primer día que debía empezar la vida por mi propia cuenta me enviaron al mayor de mis compañeros para enseñarme lo que debía hacer. Se llamaba Mick Walker; llevaba un delantal rojo y un gorro de papel. Me contó que su padre era barquero y que se paseaba con un traje de terciopelo negro al paso del cortejo del lord mayor. También me dijo que teníamos otro compañero, a quien me presentó con el extraño nombre de Fécula de patata. Más tarde descubrí que aquel no era su nombre; pero que se lo habían puesto a causa de la semejanza del color pálido de su rostro con el de la patata. El padre de Fécula era aguador, y unía a esta profesión la distinción de ser bombero en uno de los teatros más grandes de la ciudad, donde otros parientes de Fécula, creo que su hermana, hacía de enano en las pantomimas.

      Ninguna palabra puede expresar la secreta agonía de mi alma al verme entre aquellos compañeros, cuando los comparaba con los compañeros de mi dichosa infancia, sin contar con Steerforth, Traddles y el resto de los chicos. Nada puede expresar lo que sentía viendo desvanecidas todas mis esperanzas de ser algún día un hombre distinguido y culto. El profundo

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