David Copperfield. Charles Dickens
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El modo de cortejar de Barkis, tal como lo recuerdo, era de una originalidad especialísima. Muy rara vez hablaba; se sentaba junto al fuego, en una actitud muy parecida a la que tenía en su carro, y miraba fijamente a Peggotty, a quien tenía enfrente. Una noche, inspirado por su amor, se abalanzó al pedacito de cera que ella usaba para el hilo, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y se lo llevó. Desde entonces, su mayor deleite era hacerlo aparecer cuando Peggotty lo necesitaba, sacándolo del bolsillo en un estado lamentable, pegajoso y medio derretido, y cuando ya lo había utilizado lo volvía a guardar. Parecía divertirse muchísimo, y no sentía ninguna necesidad de hablar. Ni aun cuando sacaba a Peggotty de paseo por la llanura debía sentir esa necesidad. Se contentaba con preguntarle de vez en cuando si estaba completamente a gusto, y recuerdo que algunas veces, después de que él se fuera, Peggotty se echaba el delantal por la cabeza y se reía durante media hora. A todos nos divertía más o menos, excepto a la desgraciada tristeza de mistress Gudmige, cuyo noviazgo había sido de una naturaleza tan semejante, que le recordaba constantemente al «viejo».
Por último, cuando ya mi visita tocaba a su fin, se habló de que Peggotty y Barkis iban a pasar un día de vacaciones juntos y que Emily y yo les acompañaríamos.
La víspera por la noche apenas pude dormir con la alegría de que iba a pasar un día entero con la niña. Por la mañana nos preparamos con mucha anticipación, y mientras estábamos desayunando, Barkis apareció en lontananza, guiando su carro hacia el objeto de su amor.
Peggotty vestía, como siempre, un luto sencillo y limpio; pero Barkis estaba deslumbrante con su chaqueta azul nueva, a la que el sastre había dado proporciones tan cumplidas, que los puños le hubieran servido de guantes en el tiempo más frío; el cuello era tan alto, que le empujaba los pelos del cogote hacia arriba. También los botones relucientes eran del tamaño mayor, y completaban su indumentaria unos pantalones grises y un chaleco de ante, con todo lo cual míster Barkis me parecía un fenómeno de respetabilidad.
Cuando estábamos fuera alborotando, vi que mister Peggotty había preparado un zapato viejo, que nos tenían que arrojar al marchamos, como mascota, y se lo ofreció a mistress Gudmige con este propósito.
-Más vale que lo arroje cualquier otro, Dan -dijo mistress Gudmige-; yo soy una criatura abandonada y sin recursos, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no están abandonadas me contraría.
-¡Vamos, vieja comadre, cójalo y tírelo!
-No, Dan -contestó ella gimiendo—; si sintiera menos las cosas, podría hacerlo; usted no siente como yo, Dan; las cosas no le contrarían, ni usted a ellas; es mejor que lo arroje usted.
Pero aquí Peggotty, que había estado yendo de uno a otro apresuradamente, besando a todo el mundo, gritó desde el carro, en el que ya nos habíamos instalado entre tanto (Emily y yo sentados en dos sillitas uno al lado del otro), diciendo que era mistress Gudmige la que debía hacerlo. Por último, se dejó conquistar; pero me entristece tener que relatar que aguó un poco la alegría de nuestra partida, pues inmediatamente se deshizo en lágrimas, y cayendo en los brazos de Ham, declaró que reconocía que sólo era un estorbo y que mejor harían mandándola al asilo, lo que a mí me pareció una idea muy razonable y que Ham debía haberle hecho aquel favor al momento.
Pero ya estábamos en camino para nuestra excursión. Lo primero que hicimos fue pararnos delante de una iglesia, donde Barkis sujetó el caballo a la verja y entró con Peggotty, dejándonos a Emily y a mí solos en el carro. Yo aproveché la ocasión para pasar el brazo alrededor del talle de Emily y proponerle que, puesto que me iba a marchar tan pronto, debíamos estar muy cariñosos y ser felices durante todo el día. Emily consintió, y hasta me permitió que la besara. Esto me dio valor para decirle (lo recuerdo) que nunca amaría a otra mujer y que estaba dispuesto a matar a todo el que pretendiera su amor.
¡Cómo se divirtió Emily a mi costa con aquello! ¡Con qué desmesurada presunción de ser mucho mayor que yo me repetía, como una mujercita, que era «un tonto»! Pero después se puso a reír de tal modo, que me hizo olvidar la pena que me había causado su frase despectiva, ante el placer de verla reír así.
Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo en la iglesia; pero por fin salieron y reanudamos la excursión. A mitad del camino Barkis se volvió hacia mí y me dijo, con un guiño expresivo (nunca hubiera creído que Barkis fuera capaz de hacer un guiño semejante):
-¿Qué nombre había escrito yo en el carro?
—Clara Peggotty —contesté.
-¿Y qué nombre tendría que escribir ahora si hubiera tiza aquí?
—Otra vez Clara Peggotty -sugerí.
-Clara Peggotty Barkis -contestó, y soltó una carcajada que hizo estremecer el carro.
En una palabra, se habían casado, y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido que lo haría de un modo discreto, y el sacristán había sido el único testigo de la boda. Se quedó muy confusa al oír a Barkis anunciamos su unión de aquel modo tan brusco, y no dejaba de abrazarme para que no dudara de que su afecto no había cambiado; pero pronto nos dijo que estaba muy contenta de haber zanjado ya el asunto.
Nos detuvimos en una taberna del camino, donde nos esperaban, y la comida fue alegre para todos. Aunque Peggotty
hubiera llevado casada diez años no creo que pudiese estar más a sus anchas y más igual que siempre; antes del té estuvo paseando con Emily y conmigo, mientras Barkis se fumaba su pipa filosóficamente, dichoso, supongo, con la contemplación de su felicidad. Aquello debió de abrirle el apetito pues, recuerdo que, a pesar de haber hecho muy bien los honores a la comida, dando fin a dos pollos y comiendo gran cantidad de cerdo, necesitó comer jamón cocido con el té y tomó un buen pedazo sin ninguna emoción.
Después he pensado a menudo que fue aquella una boda inocente y fuera de lo corriente. En cuanto anocheció volvimos a subir en el carro y nos encaminamos hacia casa, mirando las estrellas y hablando de ellas. Yo era el «conferenciante» y abría ante los ojos asombrados de Barkis extraños horizontes. Le conté todo lo que sabía, y él me habría creído todo lo que se me hubiera ocurrido inventar, pues tenía la más profunda admiración por mi inteligencia, y en aquella ocasión dijo a su mujer delante de mí que era un joven « Roeshus», con lo que quería expresar que era un prodigio.
Cuando agotamos el tema de las estrellas, o mejor dicho cuando se agotaron las facultades comprensivas de Barkis, Fmily y yo nos envolvimos en una manta, y así juntos continuamos el viaje. ¡Ah! ¡Cómo la quería y qué felicidad pensaba que sería estar casados y vivir juntos en un bosque sin crecer nunca más, sin saber nunca más, niños siempre, andando de la mano a través de los campos y las flores, y por la noche recostar nuestras cabezas juntas en un dulce sueño de pureza y de paz y siendo enterrados por los pájaros cuando nos muriésemos! Este sueño fantástico brillaba con la luz de nuestra inocencia, tan vago como las estrellas lejanas, y estaba en mi espíritu durante todo el camino. Me alegra pensar que Peggotty tuviera, el día de su boda, a su lado dos corazones tan ingenuos como el de Emily y el mío; me alegra pensar que los amores y las gracias tomaran nuestra forma en su cortejo al hogar.
Serían las nueve cuando llegamos ante el viejo barco, y allí míster y mistress Barkis nos dijeron adiós, marchándose a su casa. Entonces sentí por primera vez que había perdido a Peggotty, y me habría ido a la cama con el corazón triste si el techo que me cobijaba no hubiera sido el mismo que cubría a la pequeña