David Copperfield. Charles Dickens
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Respecto a mí, ni decían una palabra ni daban el menor paso. Yo creo que su mayor felicidad hubiera sido poderme despedir también con otro mes de plazo. Un día me atreví a preguntar a miss Murdstone cuándo iba a volver a Salem House; pero me contestó muy secamente que era probable que no volviera nunca. Mi porvenir me preocupaba mucho y a Peggotty también.
Mi situación había cambiado por completo, y aunque me libraba de muchas molestias, si hubiera sido capaz de apreciarlo seriamente me habría preocupado mucho sobre mi porvenir. La tiranía que habían ejercido sobre mí había desaparecido por completo; lo único que deseaban era no tenerme ante su vista; tan es así, que en varias ocasiones, cuando acababa de sentarme con ellos, miss Murdstone, frunciendo el ceño, me hacía señas para que me marchase. Ya no les preocupaba el que estuviera siempre con Peggotty; con tal de que no los molestase les importaba poco dónde pudiera estar. Al principio me asustaba la idea de que míster Murdstone volviera a tomar en su mano mis lecciones o que su hermana, en su abnegación, se dedicara a ello; pero pronto me percaté de que aquellos temores eran vanos y que todo se reduciría a verme abandonado.
No recuerdo si aquel descubrimiento me causó mucha pena. Estaba todavía en el dolor de la muerte de mi madre y en un estado de ánimo en que todo me daba lo mismo. Lo que sí recuerdo es que algunas veces pensaba en la posibilidad de que no se ocuparan de instruirme, y pensaba que entonces sería un ser inútil, predestinado a pasarse la vida vagando de una aldea a otra. También recuerdo que, pensando en aquello, me preguntaba si no sería mejor marcharme como el héroe de una historia para buscar fortuna; pero estas eran visiones transitorias, sueños que hacía despierto, sombras que veía débilmente dibujadas o escritas en la pared de mi habitación y que después se desvanecían dejando la pared vacía.
-Peggotty —dije una noche en tono pensativo, mientras me calentaba las manos en el fuego de la cocina-, míster Murdstone me quiere cada vez menos; nunca me ha querido mucho, Peggotty; pero ahora, si pudiera, le gustaría no volver a verme.
-Quizá sea a causa de su pena -dijo Peggotty, acariciándome los cabellos.
-No, Peggotty, estoy seguro. Yo también estoy triste. Si pudiera creer que era tristeza no pensaría en ello; pero no es eso, no, no es eso.
-¿Y cómo sabes que no es eso? -dijo Peggotty después de un silencio.
-¡Oh!, la tristeza es otra cosa muy distinta. Ahora, por ejemplo, está triste sentado ante la chimenea con su hermana; pero si entro yo, Peggotty, cambia completamente.
-¿Por qué? —dijo Peggotty.
-Porque se encoleriza -le contesté imitando involuntariamente su ceño- Si estuviera solamente triste, no me miraría como me mira. Yo, que sólo estoy triste, tengo más ansia que nunca de cariño.
Peggotty no dijo nada en un rato, y yo me calenté las manos también en silencio.
-Davy -dijo por último.
-¿Qué, Peggotty?
-He tratado, querido mío, he tratado por todos los medios de encontrar colocación aquí en Bloonderstone; pero no la he encontrado, hijo mío.
-¿Y qué piensas hacer, Peggotty? -dije tristemente-. ¿Dónde piensas ir a buscar fortuna?
-Creo que me veré obligada a irme a Yarmouth para vivir allí.
-Podías ir un poco más lejos —dije, medio en broma-, y sería perderte para siempre. Pero allí podré verte a menudo, mi querida Peggotty; aquello no es del todo el fin del mundo.
-Al contrario, gracias a Dios. Mientras estés aquí, querido mío, yo vendré por lo menos a verte una vez por semana.
Esta promesa me quitó un gran peso de encima; pero no era todo, pues Peggotty continuó:
-Lo primero, Davy, voy a ir a casa de mi hermano a pasar quince días, el tiempo necesario para tranquilizarme y reponerme un poco, y ahora estoy pensando que quizá lo dejaran, como no lo necesitan mucho, venir allí conmigo.
Si algo podía no serme indiferente, exceptuando a Peggotty, y podía causarme una alegría en aquellos momentos, era un proyecto así. La idea de verme rodeado, de nuevo, por aquellos rostros honrados, alegres de mi llegada; de volver a sentir la dulzura y la tranquilidad de las mañanas de domingo, cuando las campanas suenan, las piedras caen en el agua y los barcos se dibujan en la bruma. El figurarme paseando en la playa con Emily, contándole mis penas y buscando de nuevo conchas y caracoles. Todo esto tranquilizaba mi corazón.
Un momento después me preocupó la idea de que quizá miss Murdstone no lo consintiera; sin embargo, esta preocupación no duró mucho, pues en aquel momento apareció ella misma, haciendo su ronda de noche, en la antecocina donde estábamos hablando, y Peggotty abordó el asunto con un atrevimiento que me sobrecogió.
-El chico perderá el tiempo allí -dijo miss Murdstone mirando en una olla de escabeche-, y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Pero estoy segura de que aquí lo perderá también; es mi opinión.
Peggotty estuvo a punto de contestarle mal; pero se contuvo por cariño a mí, y permaneció silenciosa.
-¡Hem! -dijo miss Murdstone, con sus ojos fijos todavía en el escabeche-. Lo más importante de todo, de la mayor importancia, es que a mi hermano no se le moleste y pueda estar tranquilo. Supongo que lo mejor será decir que sí.
Le di las gracias sin hacer ninguna manifestación de alegría, no fuera eso a inducirle a retirar su consentimiento. No pude por menos de pensar que había obrado con prudencia, cuando vi la mirada que me lanzó por encima del tarro de escabeche. Parecía como si sus ojos negros hubieran absorbido todo el vinagre que el escabeche contenía; pero el consentimiento estaba dado y no fue negado, pues cuando cumplió el mes de Peggotty ya estábamos dispuestos a partir.
Barkis entró en casa por las maletas de Peggotty. Yo nunca le había visto antes atravesar la verja; pero en aquella ocasión entró en la casa, y al cargar con la pesada maleta de Peggotty me lanzó una mirada en la que me pareció que me quería decir algo, si era posible que pudiese expresar algo el rostro de Barkis.
Peggotty estaba naturalmente triste al dejar la que había sido su casa durante tantos años y donde los dos grandes cariños de su vida, mi madre y yo, se habían formado. Se había levantado muy temprano para ir al cementerio, y montó en el carro y se sentó en él sin quitarse el pañuelo de los ojos.
Todo el tiempo que permaneció en esta actitud, Barkis no dio señales de vida; sentado como de costumbre, parecía un muñeco. Pero cuando Peggotty miró a su alrededor y empezó a hablarme, sacudió la cabeza y dejó oír varias veces un gruñido de satisfacción. No pude comprender a qué se refería.
-Hace un día muy hermoso, míster Barkis —dije.
-No es malo -contestó Barkis, que por lo general era muy reservado y rara vez se comprometía.
-Peggotty se ha tranquilizado ya del todo, míster Barkis-le dije para su satisfacción.
-¿De verdad? -dijo Barkis.
Después de reflexionar sobre ello, dijo con aire malicioso: -¿Está usted completamente a gusto?
Peggotty se echó a reír, y contestó afirmativamente.
-¿Pero verdaderamente está usted segura? -gruñó Barkis acercándose