David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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aquellas preguntas Barkis se acercaba más a ella y le daba otro codazo. Por último, se acercó tanto ya, que estábamos los tres amontonados en un rincón del carro, y yo tan oprimido, que apenas podía respirar.

      Peggotty le llamó la atención sobre mis sufrimientos, y Barkis se retiró un poquito; después, poco a poco, se fue alejando más; pero no pude por menos de observar que a sus ojos aquello era una forma maravillosa de expresar sus sentimientos de una manera clara y agradable sin el inconveniente de la conversación. No tenía duda que estaba contento de su proceder. Poco a poco se volvió otra vez hacia Peggotty, preguntando:

      -¿Supongo que estará usted verdaderamente a gusto?

      Y otra vez se acercó a nosotros, hasta que me faltó la respiración. Al poco rato le repitió su pregunta con la misma maniobra, hasta que decidí ponerme de pie en cuanto le veía acercarse con el pretexto de mirar el paisaje. Fue una gran idea.

      Barkis se sintió tan amable, que se detuvo ante una taberna expresamente por nosotros y nos convidó a cordero asado y cerveza. Y mientras Peggotty bebía él fue presa de un nuevo acceso de galantería, y casi la atragantó del encontronazo. Pero conforme nos acercábamos al fin de nuestro viaje, cada vez tenía más que hacer y menos tiempo para galantear, y cuando pisamos el empedrado de Yarmouth nos preocupaban demasiado las sacudidas para poder pensar en otra cosa.

      Míster Peggotty y Ham nos esperaban en el sitio de siempre y nos recibieron con la mayor cordialidad. Yo estreché la mano a Barkis, que tenía el sombrero en la coronilla, la cara avergonzada y una confusión que parecía comunicarse a sus piernas.

      Cada uno de los Peggotty cargó con una de las maletas, y ya nos marchábamos cuando Barkis me hizo un signo misterioso con su mano para que me acercase.

      -Digo -murmuró Barkis- que todo va bien.

      Yo le miré a la cara y contesté en un tono que quiso ser profundo:

      -¡Ah!

      -No es eso todo. Va muy bien.

      De nuevo le contesté:

      -¡Ah!

      -Ya sabía usted que Barkis desde luego estaba dispuesto. Era Barkis, Barkis solamente.

      Hice un signo de afirmación.

      -Todo va bien —dijo Barkis estrechándome la mano—. Soy su amigo; lo ha hecho usted todo muy bien, y todo va bien.

      En su deseo de explicarse con particular lucidez, Barkis se puso tan extraordinariamente misterioso, que hubiera podido permanecer mirándole a la cara durante una hora sin sacar más provecho que del cuadrante de un reloj parado. Pero Peggotty me llamó, y me alejé.

      Mientras andábamos, me preguntó lo que me había dicho Barkis, y yo le contesté «que todo iba bien».

      -¡Qué atrevimiento! —dijo Peggotty-. Pero me tiene sin cuidado. Davy querido, ¿qué te parecería si pensara en casarme?

      -¿Me seguirías queriendo igual? -dije después de un momento de reflexión.

      Y con gran sorpresa de los que pasaban, y de su hermano y sobrino, que iban delante, la buena mujer no pudo por menos de abrazarme asegurándome que su cariño era inalterable.

      -Pero ¿qué te parecería? -insistió cuando estuvimos otra vez en camino.

      -¿Si pensaras en casarte… con Barkis, Peggotty?

      -Sí -dijo Peggotty.

      -Pues me parecería una buena idea; porque, ¿sabes, Peggotty?, así tendrías siempre el caballo y el carro para venir a verme, y podrías venir sin que te costase nada.

      -¡Qué inteligencia la de este niño! -exclamó Peggotty-. Eso es precisamente lo que yo estoy pensando desde hace un mes. Sí, precioso, y también pienso que así tendré más libertad, y que trabajaré de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro, pues no sé si me acostumbraría a servir a extraños, y así continuaré cerca de la tumba de mi niña querida -dijo Peggotty a media voz-, y podré ir a verla cuando me dé la gana, y si me muero me podrán enterrar cerca de ella.

      Después de decir esto, guardamos un momento silencio los dos.

      -Pero no quiero ni pensar en ello -dijo Peggotty con cariño- si contraría en lo más mínimo a mi Davy. Aunque se hubieran publicado las amonestaciones treinta y tres veces y ya tuviese el anillo de boda en el bolsillo…

      -Mírame, Peggotty, y verás si no estoy realmente contento; es más, que lo deseo de todo corazón.

      -Bien, hijo mío -dijo Peggotty dándome otro abrazo-; no dejo de pensarlo noche y día, y creo que voy por buen camino; pero todavía tengo que pensarlo mejor y consultarlo con mi hermano; entre tanto, guardaremos el secreto, ¿eh, Davy?

      -Barkis es un buen hombre -continuó Peggotty-, y sólo con que trate de cumplir con mi deber estoy segura de que será mía la culpa si no nos encontramos «completamente a gusto» -dijo Peggotty riendo de todo corazón.

      Esta alusión a las palabras de Barkis era tan oportuna y nos divirtió tanto, que no dejamos de reír y estuvimos de un humor excelente cuando llegamos ante la casa de míster Peggotty.

      Todo lo encontré igual, excepto que quizá me pareció un poco más pequeño. Mistress Gudmige nos estaba esperando a la puerta, como si no se hubiera movido de allí nunca. El interior tampoco había cambiado; hasta el cacharro azul con las plantas marinas seguía en mi mesita. Di una vuelta a la casa y encontré las mismas langostas y cangrejos amontonados como de costumbre, con el mismo deseo de pincharlo todo y en el mismo rincón. Pero por más que busqué no encontraba a Emily. Por fin le pregunté a míster Peggotty dónde podría estar.

      -Está en la escuela-dijo enjugándose la frente al soltar la maleta de Peggotty-; pero tiene que volver enseguida -añadió mirando el reloj-; dentro de veinte minutos, o lo más media hora. Todos la echamos mucho de menos cuando no está, puedes estar seguro.

      Mistress Gudmige suspiró.

      -¡Alegría, vieja comadre! -gritó míster Peggotty.

      -Yo lo siento más que nadie -dijo mistress Gudmige-; soy una pobre criatura sin recursos, y ella es la única que no me contraría.

      Mistress Gudmige, suspirando y moviendo la cabeza, se puso a avivar el fuego. Míster Peggotty, mirándonos mientras no le veía, me dijo en voz baja, poniéndome la mano delante de la boca: «Es el viejo»; de lo que deduje, con razón, que desde mi última visita el humor de mistress Gudmige no había mejorado.

      El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto, y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily. Como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

      Pronto vi aparecer a distancia una figurita, y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido, pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules, me parecieron más azules que nunca, y su rostro más resplandeciente, y toda su persona más bonita y atractiva, y no sé por qué un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla. Esto me ha sucedido después más de una vez en la vida, si no me equivoco.

      Emily

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