David Copperfield. Charles Dickens
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No recibiendo contestación a sus insultos, se encolerizaba y llegaba a llamarles ladrones y rateros, y viendo que aquello tampoco producía efecto, salía a la calle y desde allí gritaba hacia las ventanas del segundo piso, que era donde sabía que dormían los Micawber. En aquellas ocasiones, míster Micawber, desesperado por la vergüenza, hasta había llegado (según comprendí por los gritos de su mujer) a fingir que intentaba matarse con una navaja de afeitar; pero media hora después se limpiaba las botas con cuidado y salía a la calle tarareando con más elegancia que nunca.
Mistress Micawber era también de un carácter flexible; la he visto ponerse verdaderamente mala a las tres porque habían venido a cobrar los impuestos, y después comer a las cuatro chuletas de cordero empanadas, con un buen vaso de cerveza, todo pagado empeñando dos cucharillas de té. Recuerdo que un día habían venido a embargar la casa, y volviendo yo por casualidad a las seis, me la encontré en el suelo desvanecida (con uno de los mellizos en sus brazos, como es natural, y los cabellos sueltos alrededor de su rostro); pero nunca la he visto más alegre que aquella noche en la cocina, con sus chuletas en la mano, contándome toda clase de historias sobre su papá y su mamá y la gente que recibían en su casa.
En aquella casa y con aquella familia pasaba yo todos mis ratos de ocio. Para el desayuno compraba un penique de pan y otro de leche, y también me procuraba otro penique de pan y un pedazo de queso, que me servían de cena, cuando volvía por la noche. Esto hacía una buena brecha en los seis o siete chelines, ya lo sé, y hay que tener en cuenta que estaba en el almacén todo el día y tenía que durarme el dinero la semana completa. Desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche no recibía el menor consejo, la menor palabra de ánimo, el menor consuelo ni la más mínima ayuda ni cariño de nadie, puedo decirlo con la seguridad que espero ir al cielo.
Era tan pequeño y tenía tan poca experiencia (¿cómo hubiera podido ser de otra manera?) para soportar la carga de mi existencia, que a menudo, yendo hacia el almacén por las mañanas, no podía resistir la tentación de comprar en las pastelerías los dulces de la víspera, que vendían a mitad de precio, y gastaba en aquello el dinero que llevaba para mi comida, y después tenía que quedarme sin comer a mediodía, o tomar sólo un pedazo de pudding. Recuerdo dos tiendas de pudding que frecuentaba alternativamente, según el estado de mi bolsillo. Una estaba en un pasaje cerrado por la iglesia de Saint Martin (al que daba la parte de atrás de la iglesia), que ahora es, completamente distinto. El pudding de aquella tienda, hecho con pasas de Corinto, era de primera, pero muy caro: por dos peniques daban un trozo más pequeño que por un penique cuando era de otro más vulgar. Una buena tienda para este último estaba en el Strand, en un sitio que después han reconstruido. Era un pudding algo pesado, con grandes pasas muy separadas unas de otras; pero era alimenticio, y estaba caliente a la hora en que yo iba, y muchos días ésa era toda mi comida. Cuando comía de un modo regular y abundante, compraba un panecillo de un penique y tomaba un plato de carne de cuatro peniques en cualquier restaurante o un plato de pan y queso y un vaso de cerveza en la taberna miserable que había frente al almacén, llamada El León o El León y algo más que he olvidado. Una vez recuerdo que saqué el pan de casa desde por la mañana, y envuelto en un papel como si fuera un libro lo paseé debajo del brazo hasta un restaurante famoso por su carne guisada, cerca de Drury Lane, y pedí media ración de aquel famoso plato. Lo extraño que debió parecerle al camarero mi llegada, pobre criaturita cola, no lo sé; pero me parece que le veo todavía frente a mí, mientras como, y llamando a otro mozo también para que me mirara. Le di medio penique de propina, y ¡deseaba tanto que no me lo aceptara!
Creo que teníamos media hora para tomar el té. Cuando tenía dinero para ello tomaba una taza de café con un panecillo untado de manteca, y cuando no tenía, acostumbraba a irme a mirar el escaparate de una tienda donde vendían caza en Fleet Street, o llegaba al mercado de Coven Garden y me paraba a mirar las piñas. También era muy aficionado a ir por el Adelphi, porque era un lugar misterioso, con sus oscuros arcos. Me veo alguna noche saliendo de uno de aquellos arcos para entrar en alguna taberna de la orilla del río. Había una explanada delante de él donde unos carboneros están bailando; me siento a mirarlos en un banco, y reflexiono en qué pensarán esos al verme. Era tan niño y tan pequeño, que con frecuencia, cuando entraba en el bar de una taberna por primera vez a tomar un vaso de cerveza para refrescarme después de comer, casi no se atrevían a servírmelo. Recuerdo que en una calurosa noche entré en una taberna y dije al dueño:
-¿Cuánto es un vaso de su mejor cerveza, de la mejor que tenga?
Era un día señalado, no recuerdo ahora cuál; pero debía de ser mi cumpleaños.
-Dos peniques y medio —dijo el dueño-; es el precio de la verdadera cerveza de primera calidad.
-Entonces -dije yo sacando el dinero- deme un vaso de esa cerveza, y que tenga mucha espuma.
El dueño del bar me miró de arriba abajo con una extraña sonrisa en su rostro, y en lugar de darme la cerveza, volviéndose hacia dentro dijo algo a su mujer, que salió con su labor en la mano y se puso a su lado a mirarme. Todavía no he olvidado el cuadro. El dueño, en mangas de camisa, apoyándose en el mostrador como en una ventana; su mujer mirando por encima de su hombro, y yo, bastante confuso, mirándoles desde el otro lado del mostrador. Me hicieron muchísimas preguntas de cómo me llamaba, qué edad tenía, dónde vivía, en qué trabajaba y cómo había llegado allí. A todo lo que yo, para no comprometer a nadie, me temo que contesté muchas mentiras. Por fin me sirvieron la cerveza, aunque sospecho que no era de la buena; y la mujer, abriendo la puertecita del mostrador, me devolvió el dinero y me dio un beso con expresión entre admirada y compasiva; pero de un modo femenino y bueno.
Sé que no exagero, ni aun inconsciente o involuntariamente, la escasez de mis recursos y las dificultades de mi vida. Sé que si míster Quinion me daba alguna vez una propina la gastaba en comer o en tomar el té. Sé que trabajaba desde por la mañana hasta la noche entre hombres y niños de la clase más baja y hecho un desarrapado. Sé que vagaba por aquellas calles con hambre y mal vestido. Y sé que sin la misericordia de Dios estaba tan abandonado, que podía haberme convertido en un ladrón o hacerme un vagabundo.
A pesar de todo, era de los que mejor estaba en la casa Murdstone y Grimby, pues míster Quinion hacía lo posible por tratarme mejor que a los demás, dentro de lo que podía esperarse de un hombre indiferente, además muy ocupado, y tratándose de una criatura tan abandonada. Yo no había contado a nadie por qué estaba allí, ni les había dejado sospechar mi tristeza por aquella vida. Lo que yo sufría en secreto nadie lo supo. Así mi amor propio sufría menos. Nadie sabía mis penas; por crueles que fueran, me reservaba y hacía mi trabajo. Comprendí desde el primer momento que si no trabajaba igual que los demás me expondría a sus burlas y desprecio. Y pronto fui por lo menos tan hábil y tan activo como mis compañeros. Aunque tenía con ellos un trato familiar, mi conducta y modales diferían bastante de los suyos, reteniéndolos a distancia. Tanto ellos como los hombres, por lo general, hablaban de mí como de un señorito y me llamaban el joven Sufolker. Uno de ellos, Gregory, que era el capataz de los embaladores, y otro, llamado Tipp, que era cartero y llevaba una chaqueta roja, me llamaban algunas veces David; pero creo que era en los momentos de mayor confianza y cuando yo me había esforzado en serles agradable contándoles, al mismo tiempo que trabajaba, algunas historias sacadas de mis antiguas lecturas, que cada vez se iban borrando más de mi memoria. Fécula de patata se rebeló alguna vez porque me distinguían; pero Mick Walker le hizo volver al orden.
No tenía ninguna esperanza de que me arrancaran de aquella vida horrible, que a mí me parecía vergonzosa, y me sentía enormemente desgraciado. Nunca, ni por un momento, estuve resignado; pero no se lo contaba ni a Peggotty, en parte por cariño a ella, en parte por vergüenza. Nunca en ninguna carta (aunque se cruzaban bastantes entre nosotros) le revelé la verdad.