.
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу - страница 51
Mistress Micawber sacudió la cabeza y vertió una lágrima de piedad filial sobre el mellizo que estaba de turno.
Me pareció que no podría encontrar ocasión más favorable para preguntarle una cosa del mayor interés para mí; por lo tanto le dije:
-Puedo preguntarle, señora, lo que piensan ustedes hacer ahora que míster Micawber ha salido de sus dificultades y está en libertad. ¿Ha decidido usted algo?
-Mi familia —dijo mistress Micawber, que pronunciaba siempre estas dos palabras con aire majestuoso, sin que yo haya podido descubrir jamás a quién se las aplicaba-, mi familia piensa que míster Micawber debía salir de Londres y ejercer su talento en el campo. Míster Micawber es un hombre de mucho talento, Copperfield.
Dije que estaba seguro de ello.
-De mucho talento -repitió mistress Micawber-; y mi familia mantiene que, con algo de interés, a un hombre de su inteligencia se le podría dar cualquier cargo en la Administración de Aduanas. Y como la influencia de mi familia es local, su deseo es que míster Micawber se vaya a Plimouth. Creen indispensable que esté sobre el terreno.
-¿Para estar preparado? -pregunté.
-Precisamente -contestó ella-, para que esté preparado en el caso de que surgiera algo.
-¿Y usted también se irá?
Los sucesos del día, combinados con los mellizos o con el ponche, tenían a mistress Micawber muy nerviosa, y me contestó con lágrimas en los ojos:
-Yo nunca abandonaré a mi esposo. Míster Micawber ha hecho mal ocultándome al principio sus apuros; pero hay que reconocer que su carácter optimista le hacía creer siempre que saldría de ellos sin que yo me enterase. El collar de perlas y las pulseras que había heredado de mamá los hemos vendido en la mitad de su valor; los corales que papá me dio al casarme también los hemos dado por nada. Pero nunca abandonaré a Micawber. ¡No -gritó cada vez más conmovida-, no lo consentiré jamás! ¡Es inútil que me lo propongan!
Yo estaba muy confuso, pues parecía que mistress Micawber imaginaba que yo le proponía semejante cosa, y la miré alarmado.
-Micawber tiene sus defectos. No niego que es muy poco precavido; no niego que me ha engañado respecto a sus recursos y sus deudas -continuó, mirando fijamente a la pared-; pero yo no le abandonaré nunca.
Mistress Micawber había levantado la voz poco a poco, y gritó de tal modo al decir estas últimas palabras, que me asustó mucho y corrí a la habitación en que estaba el club para llamar a su marido, que lo presidía sentado al final de una mesa muy larga, cantando a voz en grito con todos los demás:
Gee up, Dobbin
Gee ho, Dobbin
Gee up, Dobbin
Gee up, and gee ho-o-o!
Le dije que mistress Micawber estaba en un estado muy alarmante. A1 oír esto se deshizo en llanto y se vino conmigo con el chaleco todavía cubierto de las cabezas y colas de gambas que había estado comiendo.
-¡Emma, ángel mío! -gritó, entrando en la habitación-. ¿Qué te pasa?
-¡Nunca te abandonaré, Micawber! —exclamó ella.
-¡Mi vida! -dijo él, cogiéndola en sus brazos-. Estoy completamente seguro de ello.
-Es el padre de mis hijos, el padre de mis mellizos, el esposo de mi alma -grito mistress Micawber-. ¡Nunca, nunca le abandonaré!
Míster Micawber estaba tan profundamente afectado por aquella prueba de cariño (como yo, que lloraba a lágrima viva), que la abrazó de un modo apasionado, rogándole que le mirase y se tranquilizara. Pero cuanto más le pedía que le mirase más se fijaban sus ojos en el vacío, y cuanto más le pedía que se tranquilizara menos tranquila estaba. Por lo tanto, pronto se contagió Micawber y mezcló sus lágrimas con las de su mujer y las mías. Por último me pidió que saliera con una silla a la escalera mientras él la acostaba. Hubiera querido marcharme ya; pero Micawber no lo consintió, porque todavía no había sonado la campana para la salida de los visitantes. Por lo tanto me senté en la ventana de la escalera hasta que él llegó con otra silla a hacerme compañía.
-¿Cómo está su esposa? —dije.
-Muy abatida -dijo míster Micawber sacudiendo la cabeza-, es la reacción. ¡Ah! ¡Es que ha sido un día terrible! Y ahora estamos solos en el mundo y sin el menor recurso.
Míster Micawber me estrechó la mano, gimió y después se echó a llorar. Yo estaba muy conmovido y desconcertado, pues esperaba que estuvieran muy alegres en aquella ocasión tan esperada. Pero pienso que los Micawber estaban tan acostumbrados a sus antiguos apuros, que se sentían desconcertados al verse libres de ellos. Toda la flexibilidad de su carácter había desaparecido, y nunca les había visto tan tristes como aquella tarde. A1 oír la campana míster Micawber me acompañó hasta la verja y me dio su bendición al despedirnos. Yo me sentía verdaderamente inquieto al dejarlo solo, tan profundamente triste como estaba.
Pero a través de la confusión y abatimiento que nos había apresado de una manera tan inesperada para mí, veía claramente que mister y mistress Micawber iban a abandonar Londres y que la separación entre nosotros era inminente. Y fue al volver aquella tarde a casa, y durante las horas sin sueño que siguieron, cuando concebí por primera vez, no sé cómo, un pensamiento que pronto se convirtió en una firme resolución.
Me había unido tan íntimamente con los Micawber; me había implicado tanto en sus desgracias, y estaba tan absolutamente desprovisto de amigos, que la perspectiva de verme obligado de nuevo a buscar alojamiento para vivir entre extraños parecía volver a arrojarme contra la corriente de esta vida, demasiado conocida ahora para ignorar lo que me esperaba.
Todos los sentimientos delicados que esta existencia hería; toda la vergüenza y el sufrimiento que despertaba en mí se me hicieron tan dolorosos, que, reflexionando, decidí que aquella vida me era intolerable.
Yo no podía esperar otro medio para escapar a ella que por mi propio esfuerzo; lo sabía. Rara vez oía hablar de miss Murdstone, y de su hermano, nunca. Pero dos o tres paquetes de ropa nueva o arreglada habían sido enviados para mí a míster Quinion, acompañados de un trozo de papel arrugado que decía: «M. M. espera que D. C. se aplique a cumplir bien sus deberes», sin dejar entrever la menor esperanza de que algún día pudieran llegar tiempos mejores.
Al día siguiente me convencí, mientras mi espíritu estaba todavía en la inquietud del plan que había concebido, que mistress Micawber no había hablado sin motivo de la probabilidad de su partida. Se alojaron en la casa en que yo vivía durante una semana, y cuando expiró el plazo pensaban partir para Plimouth. El mismo míster Micawber fue al almacén aquella tarde para anunciar a míster Quinion que su marcha le obligaba a renunciar a mi compañía y para decirle de mí, según creo, todo el bien que merecía. En vista de esto, mister Quinion llamó a Tipp el carretero, que estaba casado y tenía una habitación para alquilar, y la tomó para mí. Debió de tener sus razones para creer que era con nuestro mutuo consentimiento, aunque yo no dije nada; pero mi resolución estaba tomada.
Pasé las veladas con míster y mistress Micawber durante