David Copperfield. Charles Dickens
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Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de ellos, sabiendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se me preparaba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emprender la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la cabeza dos o tres veces contra la verja del jardín antes de que pudiera comprender de qué se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos momentos estaba precisamente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gritando: « Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.
El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido, que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor. Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.
Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arreglado la almohada que sostenía mi cabeza; después me estuvo contemplando largo rato. Las palabras «¡pobre niño! » parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atrevería a asegurar que mi tía las había pronunciado, pues al despertarme estaba sentada al lado de la ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse hacia donde ella quería.
Nada más despertarme sirvieron la comida, que se componía de un pudding y de un pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía demasiado a calmar mis inquietudes.
Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia, haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó con su expresión más grave. Durante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo las cejas.
-No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar —dijo mi tía cuando terminé.
-Quizá se había enamorado de su segundo marido -sugirió míster Dick.
-¡Amor! -dijo mi tía-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?
-Quizá -balbució míster Dick, después de pensar un poco-, quizá le gustaba.
-¡Vaya un gusto! -replicó mi tía- ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un marido, había encontrado en el mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos! Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?
Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había nada que contestar a aquello.
-Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!
Míster Dick parecía asustado.
-Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado -continuó mi tía-, Jellys o algo así era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!
La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.
-Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a la hermana de este niño, Betsey Trotwood -añadió mi tía-, se vuelve a casar, se casa con un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.
Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.
-Y además aquella mujer con nombre de pagano -dijo mi tía-, aquella Peggotty, que también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio. Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza -dijo mi tía moviendo la cabeza- de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los periódicos y le dará buenas palizas.
Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse; que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su último beso. El recuerdo de las dos personas que más me habían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.
-¡Bien, bien! -dijo mi tía-. El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!
Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación, dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a apelar a los tribunales y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.
Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.
-Ahora, míster Dick -dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez-, tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño…
-¿El hijo de David? —dijo míster Dick, confuso, prestando