David Copperfield. Charles Dickens
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Hasta aquel momento la fisonomía de mi tía sólo había expresado sorpresa. Sentada en la arena me miraba a la cara; pero cuando me eché a llorar se levantó precipitadamente, me agarró del cuello y me llevó a la casa. Lo primero que hizo fue abrir un gran armario, coger varias botellas y verter parte de su contenido en mi boca. Supongo que las cogió al azar y sin elegir, pues me dio anisete, salsa de anchoas y un preparado para la ensalada. Después de administrarme estos remedios, como mi estado nervioso no me dejaba contener los sollozos, me hizo echar en el sofá con un chal debajo de la cabeza y el pañuelo que adornaba la suya bajo mis pies, para que no ensuciara la tela. Después se sentó detrás del biombo verde del que ya he hablado, lo que me impedía ver su rostro. A intervalos lanzaba exclamaciones de «¡Misericordia!», como cañonazos de desesperación.
Al cabo de un momento llamó:
-Janet -dijo mi tía cuando entró la criada-, sube a saludar de mi parte a míster Dick y dile que querría hablarle.
Janet pareció un poco sorprendida de verme en el sofá como una estatua, pues no me atrevía a moverme por temor a disgustar a mi tía; pero se fue a cumplir la orden. Entre tanto mi tía se paseaba de arriba abajo por la habitación, con las manos en la espalda, hasta que el señor que me había hecho gestos desde la ventana entró riéndose.
-Míster Dick -le dijo mi tía-, sobre todo nada de tonterías, pues nadie puede ser más sensato que usted cuando le da la gana. Todos lo sabemos. Por lo tanto, nada de tonterías; se lo ruego.
El se puso serio inmediatamente y me miró con una cara que yo interpreté como un ruego para que no hablara del incidente de la ventana.
-Míster Dick -continuó mi tía-, usted me ha oído hablar de David Copperfield. No vaya a hacer como que no se acuerda, pues sé tan bien como usted que sí.
-¿David Copperfield? —dijo míster Dick, que me parecía no tener recuerdos muy claros sobre el asunto-. ¿David Copperfield? ¡Ah, sí, sin duda; David, es verdad!
-Pues bien -dijo mi tía-. Este es su hijo, que se parecería exactamente a él si no fuera también exactamente el retrato de su madre.
-¿Su hijo? ¿El hijo de David? ¿Es posible?
-Sí -dijo mi tía-. Y acaba de dar un buen golpe; se ha escapado. ¡Ah! No habría sido su hermana, Betsey Trotwood, quien se hubiera escapado.
Entre tanto sacudía la cabeza, convencida, llena de confianza en el carácter y la conducta discreta de aquella niña que no había nacido.
-¡Ah! ¿Cree usted que ella no se hubiera escapado? —dijo míster Dick.
-¡Dios mío! ¿Es posible? —dijo mi tía-. ¿En qué está usted pensando? ¿Acaso no sé lo que me digo? Habría vivido siempre con su madrina, y habríamos sido muy dichosas las dos. ¿Dónde quiere usted que su hermana se hubiera escapado y por qué?
-No sé -dijo míster Dick.
-Pues bien -repuso mi tía, dulcificada por la respuesta-, ¿por qué se hace usted el tonto, cuando es agudo como la lanceta de un cirujano? Ahora usted ve al pequeño David Copperfield, y la pregunta que quería hacerle es esta: ¿Qué debo hacer?
-¿Lo que usted debe hacer? -dijo míster Dick con voz apagada, rascándose la frente, ¿Qué debe hacer?
-Sí —dijo mi tía mirándole seriamente y levantando el dedo-. ¡Atención, porque necesito un consejo trascendental!
-Pues bien; si yo estuviera en su lugar -dijo míster Dick reflexionando y lanzándome una mirada vaga- yo… (aquella mirada pareció proporcionarle una repentina inspiración, y añadió vivamente): yo le daría un baño.
-Janet -dijo mi tía volviéndose con una sonrisa de triunfo que yo no comprendía todavía-. Míster Dick siempre tiene razón; prepare el baño.
A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habitación en que me encontraba.
Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser desagradables; su rostro, su voz, su aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era suficiente para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de altanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos grises formaban dos trenzas contenidas por una especie de cofia muy sencilla, que se llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño, colgado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mucho a los de las camisas de hombre.
Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo pensar que debía de estar un poco chiflado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía sonar a veces como si estuviera orgulloso de ello.
Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, perfectamente limpia y bien arreglada. Aunque mis observaciones no se extendieron más allá entonces, ahora puedo decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que mi tía había ido tomando a su servicio expresamente para educarlas en el horror al matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan.
La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Janet. Dejando la pluma un momento para reflexionar, he sentido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosamente cuidados: la silla, la mesa y el biombo verde, que pertenecía exclusivamente a mi tía-, la tela que cubría la tapicería, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto, mi sucia persona, tendida en el sofá y observándolo todo.
Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte, cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:
-Janet, ¡los burros!
Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un pequeño prado que había delante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo también apresuradamente y cogiendo por la brida a un tercer animal, montado por un niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico, que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado.
Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos sobre aquella praderita; pero en su espíritu había resuelto que le pertenecía,