David Copperfield. Charles Dickens
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En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero recibí muchas respuestas contradictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último, dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais. Los cocheros, a quienes me dirigí después, no fueron menos complacientes ni más respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni nada que vender; sentía hambre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que cuando estaba en Londres.
Se me fue la mañana en las pesquisas y estaba sentado en los escalones de una tienda desalquilada, en el rincón de una calle, cerca de la plaza del Mercado, reflexionando en si debería tomar el camino de los pueblos de los alrededores, de los cuales me había hablado Peggotty, cuando de un coche de alquiler que pasaba se le cayó la manta al caballo. La recogí y la buena cara del cochero me animó a preguntarle, al devolvérsela, si sabría la dirección de miss Trotwood, aunque ya había hecho tantas veces sin éxito la pregunta que casi expiró en mis labios.
-¿Trotwood? Yo conozco ese nombre. ¿Una señora vieja? -Sí, casi -respondí.
-¿Muy tiesa? —continuó, enderezándose-. ¿Qué lleva un bolso donde podía caber toda la casa… y algo brusca, algo dura con la gente?
El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evidente de la descripción.
-Pues bien; si subes por allí -y me señalaba con el látigo las alturas- y sigues derecho hasta llegar a las casas que dan al mar, creo que tendrás noticias suyas. Pero mi opinión es que no te dará gran cosa. Toma para ti un penique.
Acepté el regalo con agradecimiento y compré pan, que me comí mientras tomaba el camino indicado. Anduve bastante tiempo antes de llegar a las casas que me había señalado; pero por fin las vi. Entré en una tiendecita donde vendían toda clase de cosas, preguntando si tendrían la bondad de decirme dónde vivía miss Trotwood. Me dirigí a un hombre que estaba detrás del mostrador pesando arroz para una muchacha; pero fue la muchacha quien contestó a mi pregunta, volviéndose con viveza.
-¡Mi señora! -dijo-. ¿Para qué la quieres?
-Necesito hablarle, si me hicieran el favor -dije. .
-¿Quieres decir pedirle limosna? -replicó ella.
-No, de verdad -dije.
Después, dándome cuenta de pronto que en realidad no tenía otro objeto, enrojecí hasta las orejas y guardé silencio.
La criada de mi tía (por lo menos supuse que lo era por sus palabras) guardó el arroz en su cesta y salió de la tienda diciéndome que podía seguirla si quería saber dónde vivía miss Trotwood. No me lo hice repetir, aunque había llegado a tal grado de terror y de consternación que no me sostenían las piernas. Seguí a la muchacha y pronto llegamos ante una preciosa casita adornada con miradores y con un pequeño jardín lleno de flores muy bien cuidadas que exhalaban un perfume delicioso.
-Esta es la casa —dijo la muchacha-. Ya lo sabes, y es todo lo que tengo que decirte.
Y se metió precipitadamente como para sacudirse toda la responsabilidad de mi visita. Yo me quedé de pie al lado de la verja mirando tristemente hacia las ventanas. Por una de ellas se veía una cortinilla de muselina entreabierta, un gran biombo verde, una mesita y un butacón, que me sugirió la idea de que mi tía quizá en aquel momento estaba sentada en él majestuosamente.
Mis zapatos habían llegado al estado más lamentable. La suela se había ido a pedazos, y lo de encima estaba tan sumamente destrozado, que no parecían haber sido nunca zapatos. El sombrero, que, entre paréntesis, me había servido de gorro de dormir, estaba tan arrugado y abollado que hasta a una cazuela vieja y sin asas de un basurero la habría avergonzado la comparación. Mi camisa y mi pantalón, sucios de sudor, de la hierba y la tierra que me habían servido de lecho, eran unos pingajos y, mientras permanecía de pie ante la puerta, pensaba que podía servir de espantapájaros. No me había vuelto a peinar desde mi salida de Londres y mi rostro, mi cuello y mis manos, poco acostumbrados al aire, estaban abrasados por el sol, y todo yo cubierto de polvo de arriba abajo, casi tan blanco como si saliera de un horno de cal. En aquel estado y con plena conciencia de ello estaba esperando para presentarme a mi temible tía y causarle la primera impresión.
Nada se movía en aquella ventana, por lo que supuse, al cabo de un momento, que no estaría allí. Levanté la vista hacia las ventanas del piso de encima y vi asomado a un caballero de rostro agradable y sonrosado, de cabellos grises, que me guiñaba un ojo de un modo grotesco, haciéndome dos o tres veces gestos contradictorios con la cabeza. Tan pronto me decía que sí como que no, y, por último, echándose a reír, desapareció.
Yo estaba muy desconcertado pero la conducta inesperada de aquel hombre terminó de desconcertarme, y estaba a punto de escapar sin decir nada, para reflexionar en lo que debía hacer, cuando de la casa salió una señora con un pañuelo atado por encima de su cofia. Llevaba guantes de jardinera, un delantal con grandes bolsillos y un cuchillo enorme. Al momento reconocí en ella a mi tía, pues salía de la casa con el mismo paso majestuoso que llevaba, y que mi pobre madre me había descrito, cuando la vio entrar en nuestro jardín de Bloonderstone.
-¡Vete! -exclamó miss Betsey sacudiendo la cabeza y gesticulando de lejos con su cuchillo-. ¡Vete! ¡No quiero chicos aquí!
Yo la miré temblando, con el corazón en los labios, mientras se dirigía con paso decidido a un rincón del jardín, donde se inclinó a sacar de raíz una plantita. Entonces, sin la menor esperanza, pero con el valor de la desesperación, me acerqué con suavidad a ella y la toqué con la punta de un dedo.
-Señora, ¿si hiciera usted el favor? -empecé.
Ella se estremeció y levantó los ojos.
-Tía, ¿si hiciera usted el favor… ?
-¿Eh? —dijo mi tía en un tono de sorpresa tal que en mi vida he oído nada semejante.
-Tía, ¿si hiciera usted el favor? Soy su sobrino.
-¡Oh Dios mío! —dijo mi tía, y se dejó caer sentada en el suelo del jardín.
-Soy David Copperfield, de Bloonderstone, en Sooffolk, donde estuvo usted la noche de mi nacimiento y vio a mi querida madre. Soy muy desgraciado desde que ella ha muerto. Me han abandonado; no se han ocupado de que estudie; me han abandonado a mis propias fuerzas y me han dado un trabajo para el que no estoy hecho. Me he escapado para venir a buscarla a usted y me han robado en el momento de mi evasión; he caminado