Colombia. El terror nunca fue romántico. Eduardo Mackenzie
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Guardián de la verdad revelada
La JEP reivindica ser el máximo tribunal de la justicia de Colombia
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Un Black Lives Matter hace de las suyas en Cartagena
Los ataques intempestivos de un presidente
Sobre la epidemia del coronavirus en europa
El candor de Duque está matando a Colombia
¿Colombia Humana? No. Colombia bestial
¿Bloqueos ilegales? No. Ahora son «espacios de discusión»
¿Le cambiarán el nombre a Colombia?
¿Ingrid Betancourt contra las Farc?
COLOMBIA ES UN PAÍS EN PELIGRO. Es un país que podría morir. Las instituciones liberales-conservadoras que sus líderes y ciudadanos edificaron durante más de 200 años, con tantos sacrificios, tras la independencia de España, están siendo demolidas. Fuerzas totalitarias quieren transformar a Colombia en un satélite miserable de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Durante más de 70 años, sin interrupción, Colombia sufrió los ataques de cinco aparatos armados comunistas, organizados por Moscú, Pekín y La Habana. A pesar de las masivas atrocidades y devastaciones que cometieron, esas guerrillas y sus partidos legales no lograron que Colombia, para defenderse, renunciara a sus fundamentos democráticos.
Como no triunfó, la subversión logró al menos penetrar y controlar parcelas del Estado y de la sociedad. El poder judicial, el aparato escolar-universitario, el movimiento sindical están hoy, entre otros, bajo esa nefasta influencia. Y lo que es peor: en 2010 lograron que un sector de la élite de gobierno ayudara a tal demolición. La «negociación de paz» que un presidente de la República, Juan Manuel Santos, abrió con las Farc fue una obra maestra de revolución palaciega obtenida por las vías de hecho: condujo a la capitulación en regla del Estado democrático ante las ambiciones del narco-comunismo. Negociado en La Habana e implementado durante ocho años por Santos, el pacto de éste con las Farc fue rechazado por los colombianos en el referendo del 2 de octubre de 2016.
Santos pasó por encima de la voluntad popular. Obligó a las fuerzas militares a reducir su estrategia anti Farc y el desastre político, económico, moral e institucional se hizo visible: la guerra híbrida continuó, el narcotráfico se triplicó y la justicia politizada estuvo a punto de declarar la muerte civil de Álvaro Uribe, el principal enemigo de los pactos en Cuba, el popular expresidente que en sus ocho años de gobierno derrotó a las Farc e impidió que Hugo Chávez se apoderara de Colombia. En el periodo de Santos, el Centro Democrático, partido uribista, fue objeto de violentos ataques de las bandas armadas y del poder central. Las Fuerzas Armadas fueron paralizadas y las Farc recuperaron el terreno que habían perdido. Los «acuerdos» firmados en La Habana, un texto de 310 páginas, fueron elevados por el gobierno Santos al rango de adiciones «irreversibles» de la Constitución. «Señores hemos perdido la patria», declaró el exministro y periodista Fernando Londoño cuando JM Santos obligó al Congreso a validar, mediante un procedimiento inconstitucional, los arreglos de La Habana, el 5 de diciembre, que el país había rechazado en el referendo dos meses antes.
Las Farc burlaron los acuerdos: no entregaron sus armas ni los niños que estaban en sus filas y las centenas de miles de víctimas causadas por la aventura revolucionaria, no fueron indemnizadas. Las Farc ganaron en todos los terrenos. Hasta pudieron crear un tribunal «especial», la JEP, dedicado a absolverlos penalmente. Y, nota cumbre, 10 de sus jefes más crueles llegaron al Congreso de la República sin ser elegidos por nadie. Y para llevar a la incandescencia la humillación de los colombianos, JM Santos obtuvo el Premio Nobel de la Paz.
¿Colombia terminará gobernada por émulos de Hugo Chávez? El gobierno de Santos abrió las puertas a eso: eliminó la fumigación aérea de los cultivos ilícitos y declaró esa nefasta actividad como «delito político». Así, algunos «desmovilizados» y los «disidentes» de las Farc pudieron continuar en ese negocio. En 2022, el candidato de esa corriente podría ganar la elección presidencial, según algunos sondeos de opinión.
Los artículos que el lector tiene en sus manos describen estos problemas. Hacen parte y estimulan el debate de ideas que conoce Colombia e intentan decodificar las supercherías de los actores armados y examinar las amenazas que penden sobre la continuidad del régimen democrático-republicano.
La destrucción del lenguaje es otro tema que el libro aborda. No hay proyecto «revolucionario» que no intente manipular o incluso abolir el lenguaje corriente de la sociedad atacada. El objetivo es substituir el sentido habitual de las palabras por términos y razonamientos desprovistos de sentido, o deslizar el sentido de las palabras hacia su contrario: la noche es día, el caos es orden, el mal es bien, etc. El objetivo de esa maniobra es paralizar el pensamiento crítico, tan peligroso para las ideologías totalitarias, y crear la «estupidez protectora», definida por George Orwell en su famosa novela 1984.
En Colombia conocemos bien el caso de la palabra «secuestro», permutada por los agresores en «retención». La propaganda izquierdista perjudicó nuestra lengua sin que el fenómeno haya sido estudiado. Lo hizo para extraviar la justicia, dormir los espíritus y cambiar el pasado. Así, la revuelta violenta e incendiaria fue transformada en «paro cívico». La más reciente maniobra lexical es quizás esta: el bloqueo de autopistas, calles y barrios enteros,