El jugador. Fedor Dostoyevski
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El jugador
El jugador (1866) Fedor Dostoyevski
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Septiembre 2021
Imagen de portada: Edvard Munch
Traducción: Anna Lev
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
I
Por fin estaba de vuelta, después de un par de semanas ausente. La familia llevaba ya tres días en Ruletemburgo. Yo pensé que me estarían aguardando ansiosamente, pero me equivocaba. El general me recibió con indiferencia y altanería, y me envió con su hermana. Era evidente que, quién sabe cómo, había conseguido un dinero en préstamo. Hasta me pareció que rehuía mis miradas. María Filípovna, que estaba muy atareada, apenas si me dirigió la palabra, pero aceptó el dinero que le traía, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin. Hoy estaban invitados a comer Mezonsov, un francés y también un inglés. Porque cuando hay dinero se ofrece un gran banquete a los amigos. Esta es una costumbre moscovita.
Pólina Alexándrovna, al verme, me preguntó por qué había tardado tanto tiempo en volver, y sin esperar contestación, se retiró inmediatamente. Sé que lo hizo adrede. Pero me era muy necesario darle una explicación. Siento el corazón oprimido. Me habían reservado una pequeña habitación situada en el quinto piso del hotel. Aquí todos saben que pertenezco al séquito del general. Todos se dan aires de grandeza, y creen que el general es un noble ruso muy rico. Antes de la comida, mi empleador aún tuvo tiempo para hacerme algunos encargos, entre ellos el de cambiar algunos billetes de mil francos. Lo hice en el mostrador del hotel, a la vista de alguna gente. Así, al menos durante una semana, todos van a creernos millonarios. Quise acompañar a Misha y a Nadia en su paseo diario; pero cuando estábamos ya en la escalera, a punto de salir, el general me mandó llamar. Quería saber adonde llevaba a sus hijos. Es evidente que este hombre no puede mirarme con franqueza a los ojos. Él parece deseoso de hacerlo, pero a cada tentativa suya le respondo con una mirada tan fija, es decir, tan poco respetuosa, que logro desconcertarlo. Con frases ampulosas y retorcidas me dio a entender que nuestro paseo debía tener lugar en el parque, lo más lejos posible del casino. Por último se enojó, y así, enfadado, me dijo:
—¿Es que va usted a llevar a los niños a jugar? Perdóneme —añadió inmediatamente—, me han dicho que usted es muy débil y capaz de dejarse arrastrar por el vicio del juego. En todo caso yo no soy ni deseo ser su padre; pero sí tengo derecho a velar para que no me comprometa... . ,, —Se le olvida —respondí tranquilamente— que no tengo dinero. Hace falta dinero para perderlo en el juego.
—Se lo daré —respondió el general, ruborizándose. Buscó por su mesa, consultó un cuaderno y se dio cuenta de que me debía unos ciento veinte rublos.
—¿Cómo lo arreglaremos? —me dijo—. Hay que cambiarlos en táleros. Pero aquí tiene cien táleros. Lo demás espero que no lo perderá.
Tomé el dinero sin decir nada.
—Yo quisiera creer que no se ofenderá por mis palabras. Usted es muy sensible... Si le hice esta indicación, fue a modo de advertencia, y creo tener derecho... Al regresar antes de la comida, con los niños, me encontré en el camino con toda la partida. Iban de excursión a unas ruinas. Se veían dos carruajes soberbios con sendos caballos, también magníficos. La señorita Blanche ocupaba uno de los coches con María Filípovna y Pólina; el francés, el inglés y el general les escoltaban a caballo. Muchos paseantes se detenían a admirar el cortejo, que producía un efecto estupendo. Yo calculaba que con los cuatro mil francos que les habían traído, y lo que podrían haber pedido y restado, tendrían siete u ocho mil francos. Esto era muy para la señorita Blanche.
Esta dama se hospedaba en el mismo hotel en compañía ¿e su madre, al igual que el francés. Los empleados del hotel le llamaban señor conde y a la madre de la señorita Blanche, señora condesa. Tal, vez fuesen en realidad un conde y una condesa de verdad.
Yo suponía que el señor conde no iba a saludarme a la hora de sentarse a la mesa. Es obvio que el general no pensaba presentarnos, o al menos decir mi nombre. El conde, que había vivido en Rusia, conocía a la perfección qué insignificante es un outchitel, es decir, un preceptor.
Según parece, el general se olvidó de dar órdenes, y de buena gana me habría enviado a comer a la mesa redonda, con el resto de la servidumbre. Opté por presentarme personalmente, lo que me valió una mirada fulminante del general. La buena de María Füípovna me asignó inmediatamente un sitio. La presencia del señor Astley —el inglés— favoreció mis planes, y así terminé formando parte de aquella extraña sociedad.
El inglés es un hombre raro. Lo conocí en Prusia, en el tren, cuando iba a reunirme con los nuestros. Luego lo volví a encontrar en la frontera francesa, y finalmente, lo vi otra vez en Suiza. Y ahora, de súbito, volvía a encontrármelo en Ruletemburgo. Es un hombre muy tímido. Pero no tiene un pelo de tonto. Es agradable, modesto, encantador. Cuando nos encontramos en Prusia, conseguí que hablara. Entonces me contó que el verano pasado había viajado al cabo Norte y que tenía deseos de visitar la feria de Nijni Novgorod. No sé cómo hizo amistad con el general. Creo que está enamorado de Pólina.
Al entrar ésta, se ruborizó intensamente. Manifestó una gran satisfacción de volverme a encontrar y me dijo que me consideraba un íntimo amigo. En la mesa, el francés se puso en evidencia con sus toscos modales. Trataba a todos con altanería. En Moscú, sin embargo, siempre procuró pasar inadvertido. Habló mucho de economía y de la política rusa. El general se permitió algunas veces llevarle la contraria sólo lo necesario para salvar su prestigio.
Yo estaba de muy mal humor. Antes de llegar a la mitad de la comida, me había hecho la eterna pregunta: "¿Por qué estoy ligado al general y por qué no lo he abandonado desde hace tiempo?"
De vez en cuando miraba a hurtadillas a Pólina Alexándrovna, pero ella no me prestaba la más mínima atención. Esta fue la gota que derramó el vaso: la cólera se apoderó de mí y estallé. Entré a la discusión, con deseos de provocar al conde francés. Encarando al general, le dije que aquel verano los rusos no podían sentarse a comer en la mesa redonda. El general me miró asombrado.
—Esto sí que es una gran molestia para nosotros —continué—. En París, en el Rhin, e incluso en Suiza, las mesas de los hoteles están tan llenas de polacos y de sus buenos amigos los franceses, que a un buen ruso no le es posible abrir siquiera la boca.
Lo dije en francés. El general me miraba incrédulo: no sabía si enojarse o mostrarse sorprendido por mi falta de tacto. —Eso quiere decir que alguien le ha dado a usted una buena lección —dijo el francés, despectivamente.
—En París —le contesté— tuve una discusión con un polaco, y luego con un oficial francés que salió en su defensa. Pero varios franceses se pusieron de mi lado al escucharme relatar cómo casi escupí en la taza de un obispo. —¿Escupir? —dijo con altivez el general, y lanzó una mirada hacia la mesa.
El francés me miró, desconfiado.
—En efecto —contesté—. Durante dos días supuse que los encargos me retendrían en Roma. Fui a la nunciatura para pedir mi visa y allí fui recibido por un cura que me pidió que esperara, en tono amable, pero glacial. A pesar de que