El jugador. Fedor Dostoyevski

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El jugador - Fedor Dostoyevski Clásicos

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su ganancia. El negro sale otra vez. Insiste en dejar su postura, y cuando a la tercera vez sale el rojo, ha perdido mil doscientos francos. Se retira impasible y sonriente.

      Estoy seguro de que, en su interior, estaba furioso. Si la apuesta —y la pérdida— hubiese sido el doble o el triple, no creo que hubiera podido conservar su aplomo.

      Un francés gana primero, y luego pierde, sin emoción alguna, treinta mil francos. El verdadero caballero no debe demostrar emoción alguna, así pierda toda su fortuna. Debe hacerle poco caso al dinero, como si fuese algo que no merece la pena el fijarse en él.

      Evidentemente es de aristócratas el fingir que no se ve la suciedad de la chusma. Otras veces puede resultar distinguido fingir lo contrario: fijarse, observar los manejos de esa clase de gentuza, examinarla a través del monóculo, afectando que se les contempla como a un pasatiempo, una comedia destinada a divertir. Uno se puede mezclar con esa muchedumbre, pero entonces es preciso esgrimir la actitud de que se está presente como un aficionado, sin pertenecer realmente a eUa.

      En lo que se refiere a mis convicciones morales, éstas no pueden encontrar sido aquí. Y si lo digo es como descargo de mi conciencia. Pero apuntaré que, desde hace cierto tiempo, experimento una viva repugnancia en aplicar a mis actos y pensamientos algún criterio moral, sea el que fuere. Experimenté otro impulso distinto...

      Pero yo estoy aquí, y estas notas y observaciones no tienen por objeto sólo describir la ruleta. Intento también saber cómo habré de comportarme en lo sucesivo.

      También he notado que, a menudo, se ve, entre los jugadores de la primera fila, una mano que se aproxima a la postura ajena. El resultado suele ser una pelea, con protestas y gritos. ¡Cómo poder probar que se trata de vuestra postura! ¡Que os han levantado un muerto, como se dice en la jerga del juego!

      Al principio, todo este movimiento me pareció un gran enigma. Adivinaba que se hacían posturas en los números pares e impares, y también en los colores. Decidí entonces no jugar más de cien florines del dinero de Pólina Alexándrovna. La idea de jugar por cuenta ajena me desconcertaba. Era una sensación nada agradable de la que quería liberarme lo más rápido posible. Me parecía que jugar para Pólina aniquilaba mi propia suerte. ¿Es que acaso es posible acercarse al tapete verde sin que la superstición no se apodere de nosotros?

      Empecé tomando cincuenta florines, y los puse sobre el par. El disco empezó a girar y salió el número trece. Perdí todo.

      Presa de una extraña sensación, puse cinco florines al rojo. El rojo salió. Dejé los diez florines. El rojo volvió a salir. Hice una nueva postura. Salió nuevamente el rojo. Con los cuarenta federicos, coloqué b mitad sobre los doce números del centro, sin saber qué pasaría. Me pagaron el triple.

      Los diez Federicos del principio ahora sumaban ochenta.

      Pero, entonces, una sensación extraña me causó tal malestar que repetí la postura. Tal vez, de haber sido mi dinero, no habría yo jugado de aquel modo. Sin embargo, puse otra vez los ochenta federicos sobre el par.

      Ahora salió el cuatro. Gané ochenta federicos. Recogí los ciento sesenta y salí en busca de Pólina Alexándrovna.

      Estaba la familia paseando por el parque y no pude verla hasta después de la cena. Como el francés no estaba, el general se despachó a su gusto. Entre otras cosas, me dijo que no quería verme en la mesa de juego. El argumento era que se vería en un serio compromiso si yo sufría alguna pérdida importante.

      —Y sí ganase usted mucho, también me comprometería —añadió gravemente—. Sé que no tengo el derecho de dirigir su conducta, pero dése cuenta que si...

      Nunca terminaba sus frases, tal era su costumbre. Le contesté que, teniendo muy poco dinero, no podría arruinar a nadie con mis pérdidas, siempre y cuando se me diera para jugar.

      AI subir a mi cuarto le pude entregar su dinero a PóUna y decirle que, de ahora en adelante, no jugaría más para ella.

      —¿Pero por qué? —preguntó alarmada.

      —Deseo jugar sólo para mí —contesté—, y eso me lo impide.

      —¿Así que insiste en creer que la ruleta es su tabla de salvación? —me preguntó con ironía.

      Le dije, seriamente, que así lo creía. Deseaba que todos me dejaran tranquilo. Pólina insistió en repartir la ganancia y me entregó ochocientos florines pidiéndome que continuara jugando con esta condición.

      Me negué categóricamente y le dije que no jugaría por cuenta ajena, no por mala voluntad, sino porque pensaba que así perdería con seguridad.

      —Pero, y aunque le parezca estúpido, no tengo otra esperanza que la ruleta —me dijo ella, pensativa—. Es por esto que debe usted continuar jugando conmigo, a medias... ¿lo hará?

      Y diciendo esto, se retiró sin escuchar mis razones.

      III

      Ayer, Pólina no volvió a mencionar el tema del juego. Me evitó durante todo el día. Su antigua manera de tratarme no había sufrido cambio alguno.

      Cada vez que nos vemos sigue tratándome con una mezcla de hiriente indiferencia y desdén hostil. No intenta, de ninguna manera, disimular su rechazo hacia mí. Por otra parte, se percata de que le soy necesario y —creo yo— me tiene como reserva para otras ocasiones que le sean propicias. Entre nosotros existe una relación extraña. Aún no la entiendo, si tengo en cuenta la arrogancia y el orgullo con que trata a todo el mundo.

      Sabe muy bien que la amo apasionadamente, y hasta me permite hablarle de ello sin poner trabas. No podía demostrarme mejor su rechazo que con este mensaje: "Ves, me importan tan poco tus sentimientos, que todo lo que quieras decirme o hacer me tiene sin cuidado." Desde hace tiempo me habla mucho de sus asuntos, pero jamás lo hace con entera confianza. En su desprecio ponía elaborados refinamientos, como contarme solamente una parte de sus preocupaciones y conflictos, si así le servia. para sus fines, tratándome como si fuera su esclavo. Y si me veía compartir sus sufrimientos o sus inquietudes, preocupándome por ella, jamás trataba de tranquilizarme con una explicación amable. Me confiaba a menudo misiones delicadas y hasta peligrosas, y no era jamás del todo franca conmigo. ¡Para qué inquietarse por mis sentimientos aún viendo que yo me alarmaba y hasta atormentaba tres veces más que ella por sus preocupaciones y sus fracasos!

      Desde hacía tres semanas sabía yo de su intención de jugar la ruleta. Me había pedido, incluso, que jugara yo en su lugar, pues las conveniencias prohibían que ella lo hiciese. Por el tono de sus palabras yo podía comprender que ella experimentaba una gran inquietud y que no se trataba solamente del simple deseo de ganar dinero. Poco le importa el dinero. Sé que en todo esto hay un objetivo, oscuras circunstancias que no puedo adivinar, sólo suponer.

      Tal vez la humillación y la esclavitud en que ella me tiene sumido me darían la posibilidad de preguntarle abiertamente y sin vergüenza. Si es que para ella soy una especie de esclavo, no debería impresionarse por mi atrevida curiosidad. Pero aunque consiente que le dirija preguntas, jamás las contesta. Algunas veces ni siquiera me escucha.

      Ayer hablamos de un telegrama enviado a Petersburgo hace varios días y que no ha recibido respuesta. El general está preocupado y meditabundo. Se trata, seguramente, de algún asunto relacionado con la abuela.

      El francés también está impaciente. Ayer, después de la comida, tuvo una larga conversación

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