El jugador. Fedor Dostoyevski

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El jugador - Fedor Dostoyevski Clásicos

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esta vez, que debía esperar. Pasado un momento, otro recién llegado, un ciudadano austríaco al parecer, fue también conducido, sin hacerle esperar, al primer piso. Ya molesto, me dirigí nuevamente al cura y le declaré que ya que monseñor recibía, podía ocuparse de mi asunto, que era muy urgente. El cura retrocedió, asombrado de ver cómo un insignificante ruso osaba ponerse al nivel de los ilustres visitantes de monseñor. Entonces me miró de pies a cabeza y exclamó, indignado: "¿Cree usted, pues, que monseñor va a dejar su café y su conferencia con el señor cardenal?" Entonces yo, sin poder contenerme, exclamé en voz mucho más alta que la suya, también indignado: "¡Me tiene sin cuidado el café de su monseñor, si es por mí, escupiría en su taza! Si usted no resuelve el asunto de mi pasaporte, iré a verlo personalmente." "¡Imposible! ¡En este preciso momento está con un cardenal!", exclamó el cura, retrocediendo asustado hacia la puerta y extendiendo los brazos como para hacerme comprender que estaba dispuesto a dejarse matar antes que cederme el paso. Entonces le contesté que yo era ruso; por tanto, una especie de ser incivilizado y que me tenía sin cuidado toda la jerarquía eclesiástica. Me mostré intratable. El mentado curita, con una mirada llena de odio, me arrancó el pasaporte y se lo llevó. Al poco rato ya tenía mi visa. ¿Quieren ustedes comprobarlo con sus propios ojos?

      Saqué el pasaporte y mostré el visado pontificio.

      —Permítame... —quiso decir el general..

      —Hizo usted muy bien en decir que era un ruso bárbaro —observó con ironía el francés—. Fue un gran acierto.

      —¿Debería haber seguido el ejemplo de algunos rusos. que no se atreven jamás a decir nada y están siempre dispuestos a renegar de su nacionalidad? Les aseguro que en mi hotel de París, me trataron mucho mejor desde que se enteraron del episodio con el cura. Los franceses mismos. incluso, me dejaron relatar que hace unos dos años conocí a un individuo contra el cual, en 1812, habían disparado unos soldados franceses para divertirse. Era en aquel entonces un muchacho de diez años, cuya familia no había tenido tiempo de abandonar Moscú. ' . —¡Eso no es cierto!—protestó el francés—. Nuestros soldados no disparan contra los niños. .

      —Lo que les conté es verdad —contesté—. Conozco el hecho por un honorable capitán retirado, digno de respeto, y yo mismo pude ver en la mejilla del niño la cicatriz. El francés empezó a mascullar algunas frases. El general intentó escucharlo, pero yo le recomendé que leyese, por ejemplo, las Memorias del general Perovski, un soldado prisionero de los franceses en 1812. Finalmente, para terminar con la discusión, María Filípovna nos pidió cambiar de tema. El general se disgustó conmigo, pues el francés y yo habíamos llegado ya a la disputa violenta. Por el contrario, ésta pareció agradar tanto al inglés, a míster Astley, que al levantarse de la mesa, me invitó a beber un vaso de vino con él. Por la noche, durante el paseo, pude sostener con Pólina Alexándrovna una conversación de un cuarto de hora mientras los demás se habían ido al casino a jugar. Pólina se sentó en un banco, ante la fuente, y le dio permiso a Nadia para que jugara con sus amiguitas. Yo hice lo mismo con Misha y así nos quedamos solos. Enseguida hablamos de negocios. Pólina se molestó mucho al ver que no le entregaba más que setecientos florines. Estaba persuadida de que en París habría podido empeñar sus joyas por dos mu florines o más.

      —Necesito dinero, como sea —me dijo—, de lo contrario, estoy perdida.

      Entonces le pregunté qué le había ocurrido en mi ausencia. —Nada, salvo que hemos recibido noticias de Petersburgo. Otra vez la abuela está muy enferma, y luego, dos días después, nos dijeron que había muerto. Esperamos ahora la confirmación de esta noticia.

      —Entonces, ¿todo el mundo espera lo mismo?

      —Así es. Desde hace seis meses ésta es nuestra única esperanza.

      —Y usted, ¿también espera? —la interrogué.

      —Tenga en cuenta que yo no soy parienta de la abuela, sino tan sólo la hijastra del general. Sin embargo, espero que me recuerde en su testamento.

      —Adivino que usted heredará una buena suma —dije con aplomo.

      —Sí, la pobre vieja me quiere mucho; pero ¿por qué dice usted eso?

      —Dígame ahora —repliqué—, ¿el marqués también está enterado de estos secretos de familia?

      —¿Por qué lo pregunta? —me contestó Pólina lanzándome una mirada dura.

      —Si estoy en lo correcto, el general ya sabe cómo pedirle dinero prestado.

      —Adivinó usted.

      —No es difícil, ¿o cree usted que de no saber el estado de la pobre abuela hubiese abierto su bolsa? ¿No se ha dado usted cuenta que, durante la comida, al referirse a la abuela, la ha llamado babulinka, abuelita? ¡Qué conmovedora familiaridad!

      —Tiene razón. Cuando sepa que yo también heredaré, seguramente me pedirá en matrimonio. ¿Era esto lo que deseaba saber?

      —¡Cómo! ¿Es que aún no lo ha hecho?Yo creí que ya se lo había pedido.

      —¡Usted sabe muy bien que no! —exclamó Pólina. enfadada—. ¿Y de dónde sacó usted a ese inglés? —añadió tras un breve silencio.

      —Esperaba que me hiciera esta pregunta.

      Le conté entonces todo lo referente a mis anteriores encuentros con míster Astley.

      —Es muy tímido y enamoradizo —añadí—, seguramente ya estará prendado de usted. .

      —Sí, así es —me confesó Pólina.

      —Es mucho más rico que el francés. ¿Tiene dinero ese francés? ¿Es un hombre honorable?

      —Sí. Posee un castillo. Ayer me lo confirmó el general. ¿Es suficiente o quiere saber más?

      —Yo, en su lugar, no dudaría en casarme con el inglés. —¿Por qué? —quiso saber Pólina.

      —Porque si bien el francés es más guapo, es peor persona. Además de honrado, el inglés es mucho más rico.

      —¡Sí, pero el francés, además de su marquesado, es mucho más inteligente! —objetó ella con tranquilidad.

      —¿De veras? —le pregunté en el mismo tono.

      —Absolutamente. .

      Mis preguntas parecían no ser de su agrado. Comprendí, por el tono y la forma de contestar, que buscaba irritarme; y así se lo dije.

      —¡Qué quiere usted! Me gusta hacerlo enfadar. Además, por el hecho de tolerar este interrogatorio, me debe usted una compensación.

      —Si me otorga el derecho de hacerle toda clase de preguntas —repliqué tranquilamente—, estoy dispuesto a darle cualquier compensación; con mi vida, si es preciso.

      Pólina se rió a carcajadas.

      —La última vez que subimos al Schlangenberg, me dijo usted que estaba dispuesto, si yo así se lo pedía, a arrojarse de cabeza al abismo. Ya llegará el día en que le haré esta; señal, únicamente para ver si me cumple. Sepa que lo odio porqué le he consentido demasiadas cosas, y todavía más porque necesito de usted. Y como lo necesito, debo tratarlo bien.

      Iba

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