El jugador. Fedor Dostoyevski
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—¿Le puedo hacer una pregunta? ¿Quién es esa señorita Blanche? —le dije, deseoso de que no se fuera sin haberme dado una explicación satisfactoria.
—Usted sabe muy bien quién es la señorita Blanche. Nada nuevo ha ocurrido desde que usted se fue. La señorita Blanche será seguramente la nueva genérala..., siempre y cuando el rumor de la muerte de la abuela se confirme... pues tanto la señorita Blanche, como su madre y su primo, el marqués... saben de nuestra ruina. —¿Y el general está enamorado de ella?
—No quiero hablar de eso ahora. Escúcheme bien. Aquí hay setecientos florines, lléveselos y gane lo más que pueda á la ruleta. Necesito el dinero ahora, sea como fuere.
Después de decir esto llamó a Nadia y fue a reunirse con la familia, cerca del casino. Yo caminé por el primer sendero de la izquierda, perplejo.
Su pedido de que jugara a la ruleta me había producido el mismo efecto que el de un golpe en la cabeza. Me sucedía algo extraño; si bien tenía muchos motivos de meditación, por ahora me absorbía en el análisis de mis sentimientos hacia Pólina. A decir verdad, durante los quince días que duró mi ausencia, sentía el corazón menos oprimido que cuando mi regreso. Sin embargo, durante el viaje, también había pasado por momentos de mucha angustia, desvariando y hablando en sueños. Una vez —creo que fue en Suiza— me dormí en el tren y hablé en voz alta con la ausente Pólina, lo que motivó las burlas de mis compañeros de viaje.
Hoy vuelvo a preguntarme: "¿la amo?", y una vez más no sé qué contestar. Otras veces me he contestado que la odiaba. Sí, me era odiosa. Hubo momentos —sobre todo al terminar cada uno de nuestros encuentros— en que hubiese dado lo que fuera con tal de poder estrangularla. De haber sido posible apuñalarla, creo que lo hubiera hecho con placer.
Sin embargo, si al estar en el Schlangenberg, en aquella montaña ahora de moda, me hubiera dicho: "Arrójese al abismo", lo habría hecho con satisfacción. Pero de un modo o de otro, esta crisis debía resolverse. Ella la entiende perfectamente, y su idea que tiene de mí, de que no puedo realizar sus caprichos, le proporciona una satisfacción ordinaria; ¿Podría, si no fuese así, tan prudente como es, mostrarse tan familiar y tan fresca conmigo?
Tengo la impresión de que siempre me ha considerado como aquella emperatriz de la antigüedad que se quitaba la ropa frente a su esclavo porque no lo consideraba como un hombre. Sí, muchas veces ella no me ve como un hombre.
Sin embargo, me había confiado un encargo: ganar en el juego, de cualquier manera.
No tenía tiempo para reflexionar el porqué ni en qué tiempo era necesario ganar, ni qué nuevas fantasías estarían pululando en aquella cabecita que siempre calculaba. Además, durante estas dos semanas era evidente que habían ocurrido nuevos acontecimientos, de los que no me había dado todavía cuenta.
Era preciso averiguarlo, aclarar todo lo más rápidamente posible. Pero ahora no podía... Debía ir al casino y ganar en la ruleta.
II
Confieso que jugar para otros me era muy desagradable. Aunque pensaba hacerlo en cualquier momento, nunca tuve la idea de apostar dinero ajeno.
En el colmo del desconcierto y el mal humor, ingresé al casino. No me gustaba el ambiente de aquel lugar. Cada tanto leía en el periódico las crónicas de algunos compatriotas, quienes, al inicio de la primavera, escriben ríos de tinta acerca del boato y lujo de los casinos de los balnearios del Rhin, y luego hablan aún más acerca de imaginarios niontones de oro, que, según dicen otros, cubren sus mesas. No sé si se les paga por hacer estas descripciones que más bien parecen estar inspiradas en una complacencia servil.
En realidad, estas lúgubres salas carecen de tal esplendor y, en lo que se refiere al mencionado río de oro, no solamente no está amontonado sobre las mesas, sino que se le ve muy poco durante la temporada. De vez en cuando llega de pronto algún extravagante inglés, asiático o turco, que gana o pierde grandes sumas. Pero el resto de los jugadores no arriesgan sino pequeñas cantidades, por lo que, regularmente, no hay oro sobre el tapete verde.
Ensimismado en estas evocaciones, por primera vez en mi vida, puse los pies en un casino, dudando antes de jugar. Tanta gente me inhibía, pero aun si hubiera estado solo, habría ocurrido exactamente lo mismo. Debo confesarlo: mi corazón se escuchaba desbocado en mi pecho y no me sentía tranquilo. Algo me decía que no me iría de Ruletemburgo sin una aventura o un acontecimiento algo radical y definitivo que cambiase —tal vez fatalmente— mi destino. Así debe ser.
Tal vez suene ridícula esta confianza en la ruleta, pero me parece todavía mucho más risible la opinión de que es absurdo esperar algún beneficio del juego. ¿Acaso es peor el juego que cualquier otro medio para ganar dinero? Verdad es que de cada cien personas, sólo gana una, pero... ¿es esto realmente importante?
Sea como fuere, entré decidido a observar primero y no hacer nada de importancia aquella noche. No esperaba nada. Tal era mi convicción en aquellos momentos.
También necesitaba familiarizarme con el mecanismo del juego, pues, si bien había leído muchas descripciones acerca del funcionamiento de la ruleta, en realidad no entendía nada. En primer lugar, todo me pareció sucio y repugnante. Y no me refiero con ello a la expresión inquieta de muchos rostros que, en grandes cantidades, posan sus ávidos ojos sobre el tapete verde. No veo nada de sucio en el deseo de ganar rápidamente la mayor cantidad de dinero. La avidez es siempre la misma, no importa cuál sea el objeto. Todo es relativo en este mundo.
Lo que es mezquino para un rico banquero, tal vez sea opulento para mí, y en lo que se refiere al lucro y a la ganancia, no es solamente en la ruleta, sino en todas las cosas donde procuramos enriquecernos a costa de otros. Otra cuestión es saber si el lucro y el provecho son sucios en sí mismos... Pero no quiero hablar ahora de eso.
Necesitaba ganar, me invadía un vivo deseo de hacerlo. Ese pecado me era familiar en el momento de entrar al casino. No hay nada más agradable que el no hacer ceremonias previas, sino conducirse abiertamente y con desenfado. Además, ¿qué sentido tiene el censurarse a uno mismo? ¿No es un pasatiempo vano y desconsiderado? Lo que no me agradaba de esta reunión de jugadores, era su modo respetuoso de actuar, esa seriedad y deferencia con que todos rodeaban las mesas. Ahora me explico por qué existe esa demarcación entre el juego llamado de mal género y el que juega un hombre correcto.
Existen dos clases de juego: uno para uso de caballeros; y el otro, plebeyo y rastrero, propio de las clases bajas. La distinción es sólo de nombre, pues en el fondo, ¡qué vileza bulle en esta pasión!
Un verdadero caballero, por ejemplo, arriesga poco —si es muy rico, tal vez llegue a apostar hasta mu francos— pero lo hace por amor al juego, por el placer. Encuentra deleite en la ganancia y en la pérdida, pero sin apasionarse por el lucro. Jamás obedece al plebeyo deseo de ganar mucho dinero fácilmente.
Un gentleman considera el juego como un agradable pasatiempo, cuyo único objetivo es el de divertirle. Jamás piensa acerca de las trampas y cálculos sobre los que se basa la banca. Y siempre debe suponer que todos los demás jugadores que le rodean son también ricos caballeros que juegan únicamente para divertirse.
Esta ignorancia acerca de la realidad es, sin duda alguna, sumamente aristocrática. He visto a algunas nobles madres instruir a sus inocentes hijas de quince años. Dichas señoras les entregan algunas monedas de oro, a la vez que explican las reglas del juego. La ingenua jovencita; gane o pierda, se retira encantada, con la sonrisa en los labios.
Puedo ver al general que se aproxima al tapete