El jugador. Fedor Dostoyevski
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Con Pólina es indiferente y hasta grosero. Sin embargo, nos acompaña a menudo en nuestros paseos familiares por el parque y a las excursiones a caballo por los alrededores.
—Sé cómo se han relacionado el francés y el general. En Rusia planeaban establecer, en sociedad, una fabrica. Ignoro si lo han llevado a cabo o no.
Además, también me he enterado, por casualidad, de cierto secreto de familia. Supe que el francés le prestó al general treinta mil rublos para completar la suma que éste debía al Estado cuando presentó la dimisión de su empleo. Por ello, ahora el general se haUa en sus manos, pero ahora es la señorita Blanche la primera actriz en este drama. Estoy seguro de no equivocarme.
¿Y de dónde ha salido esta señorita Blanche?
Por aquí se rumora que es una francesa distinguida que viaja acompañada de su madre, una dama muy rica. También he escuchado decir que es una prima lejana del marqués. Pero todo indica que antes de mi viaje a París, el francés y la citada dama habían tenido relaciones mucho más ceremoniosas y convencionales. Ahora su amistad y parentesco se manifiestan de forma más atrevida e íntima. Quizá nuestros asuntos familiares y económicos les parecen tan graves e insolubles que ni se molestan en hacer cumplidos o disimular. Pero anteayer pude ver que el señor Astley hablaba con la señorita Blanche y su madre, como si las conociera. Me parece también que el francés ya conocía con anterioridad al inglés. Por otra parte, Astley es tan tímido y discreto, que se puede confiar en él. No contará nada. El francés apenas si lo saluda, lo cual significa que no lo teme.
Esto es comprensible, pero ¿por qué la señorita Blanche tampoco le hace caso? Hay que tener en cuenta que el marqués se traicionó ayer diciendo durante la conversación, que Astley era muy rico y que él lo sabía. Era, pues, la ocasión ideal para que la señorita Blanche lo mirase.
En resumen, el general está muy inquieto. ¡Para él es muy importante, dadas las actuales circunstancias, recibir un telegrama anunciando la muerte de la abuela!
Aunque estaba seguro de que Pólina no quería verme, disimulé un aire frío y distante. Estaba seguro de que iba a hablarme en cualquier momento. Para desquitarme, ayer y hoy, me he dedicado a la señorita Blanche. ¡Pobre general, me da lástima! Enamorarse a los cincuenta y cinco años con una pasión tan ardiente... es una desgracia. Añádasele su viudez, los hijos, la ruina amenazante y, finalmente, la clase de mujer que es la señorita Blanche. Una mujer elegante, con una cara que infunde miedo. No sé si se entiende lo que quiero decir. Yo siempre le he temido a semejantes mujeres. Debe frisar los veinticinco años. Es alta y agraciada, de hombros suaves, busto opulento, tez bronceada y una cabellera abundante. Sus ojos negros suelen brillar con una mirada cínica. Es de dientes muy blancos y labios siempre pintados. Piernas y manos son admirables. Su voz tiene el tono de una contralto ligeramente enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero su mirada es insistente y silenciosa cuando está en presencia de Pólina y de María Filípovna.
La señorita Blanche me parece una mujer de cortos alcances. Creo que ha llevado una vida de aventuras. Quizá el marqués no sea en realidad pariente suyo, y su madre bien pudiera ser una actriz cumpliendo ese papel. Pero está comprobado que en Berlín, donde nos conocimos, ambas tenían muy buenas amistades. En lo que atañe al marqués, seguro pertenece a la buena sociedad, tanto como nosotros. Esto ni quién lo ponga en duda. Me pregunto quién es en Francia. Por aquí se dice que hasta es dueño de un castillo. Creía que ocurrirían muchas cosas en estas dos semanas pero aún no sé si es cierto que la señorita Blanche y el general hayan cambiado las palabras decisivas.
En resumen, creo que todo depende ahora de la mayor o menor cantidad de dinero que el general pueda darle. Si se dice que la abuela no ha muerto, estoy seguro que la señorita Blanche desaparecería de nuestra vista. Yo mismo me asombro al darme cuenta de que me he vuelto un entremetido. ¡Cómo me repugna todo esto! ¡Con qué gusto lo dejaría, a todo y a todos! Pero ¿sería capaz de alejarme de Pólina? ¿Puedo dejar de espiar en torno a ella? El espionaje es algo vil, pero ¿realmente eso me importa?
Ayer y hoy, Astley ha despertado mi curiosidad. Sí. ¡Estoy seguro de que está enamorado de Pólina! ¿Cuántas cosas puede decir la mirada de un hombre púdico, de una castidad enfermiza, precisamente cuando preferiría hundirse bajo tierra que manifestar sus sentimientos con una palabra o con una mirada? Esto es a la vez curioso y cómico. Míster Astley se nos une durante el paseo. Se descubre y pasa de largo, en realidad deseando acercarse a nosotros. Si le invitamos, se apresura a declinar. En los lugares que frecuentamos, el casino, un concierto o delante de la fuente, siempre se para cerca de nosotros. Allí donde estemos, basta mirar en torno nuestro para ver siempre al inevitable Astley. Creo que está buscando la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana lo he visto y nos hemos dirigido dos o tres palabras. Habla casi siempre entrecortadamente. Antes de darme los buenos días comenzó por decir:
—¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa!
Se quedó luego callado, mirándome con aire significativo. Ignoro lo que intentaba insinuar con eso, pues a mi pregunta: "¿Qué significa eso?", se encogió de hombros con una sonrisa irónica y me contesto:
—Eso mismo...
Y luego me interrogó:
—¿Sabe si le agradan las flores a la señorita Blanche? —No lo sé —contesté. —¡Cómo! ¿Acaso no lo sabe? —exclamó, sorprendido. —No, no lo sé —añadí, con una sonrisa.
—¡Hum...! Tengo una idea...
Hizo un movimiento de cabeza y se alejó. Parecía muy satisfecho. Habíamos conversado en un francés bastante elemental.
IV
Hoy ha sido un día especial: ridículo e incoherente. Ahora deben ser cerca de las once de la noche y me encuentro en mi habitación, cavilando en mis recuerdos. Todo comenzó esta mañana. Fui al casino, a jugar para Pólina Alexándrovna. Acepté ciento sesenta Federicos, con dos requisitos: que no quería nada a cambio, y que Pólina me dijera finalmente para qué necesitaba el dinero, y qué suma necesitaba.
Suponía que ella no quería ganar únicamente por la cuestión del dinero. Con seguridad le era necesario, pero ignoro para qué lo necesitaba tanto. Con la promesa de darme una explicación, nos despedimos. En el casino había mucha gente. Se veían rostros ávidos. Me abrí camino hacia la mesa del centro y me senté cerca de un croupier. Al principio no arriesgaba demasiado. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, hice algunas observaciones interesantes. Creo que todo lo que se dice acerca de los cálculos del juego, en realidad no significan mucho, no son tan importantes. Los veo con sus anotaciones plagadas de cifras, cómo apuntan todas las jugadas, deducen las probabilidades y, luego de haber calculado todas las variables posibles, hacen su apuesta y pierden, de h misma manera que yo, y todos aquellos que juegan al azar.
Sin embargo, he visto algo: en esta sucesión de probabilidades fortuitas hay algo parecido al orden... pero uno muy especial e inaccesible para la inteligencia humana.
Por ejemplo, observé que la última docena sale después que los doce del centro, tal vez dos veces. Luego viene la primer docena, a la cual sigue de nuevo los doce del centro, que salen otras tantas veces, alineados. Después de esto viene la última docena, que a menudo repite unas dos veces. Luego son los doce primeros, que no se dan más que una vez. De este modo la suerte designa tres veces los doce del centro, y así seguidamente durante una hora y media o dos horas. ¿No es extraño y digno de atención este fenómeno? Cierto día, tal vez en una tarde, el negro alterna continuamente con el rojo. Cambian a cada instante, de manera que cada color no sale