Consejos para el progreso espiritual. Ricardo Sada Fernández
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Superar esas dificultades requiere —según la terminología de san Juan de la Cruz— adentrarse en las purificaciones activas, especialmente las de los sentidos externos: la represión de apetitos desordenados que podrían acercarlo al peligro. Ha de mortificar —mortem-facere, dar muerte— el sentido de la vista, del oído, del tacto, del gusto, cuando le presentan algún objeto pecaminoso. Pero también cuando no, cuando se trata de algo lícito pero que lo aparta de la línea que se ha trazado. Con la purificación activa o mortificación irá logrando que el peligro de retornar a su situación primera sea más remoto. Esa purificación activa incluirá no solo la penitencia corporal, sino también la de los sentidos internos: memoria e imaginación, cuando se ven acechados por cualquier género de tentaciones, o simplemente cuando llevan al sujeto a vagar por espacios fútiles.
El progreso para el principiante vendrá dado, pues, por esa parte negativa a que nos hemos referido. Si desea seguir adelante, intentará liberarse de cuanto le resulta rémora para su avance: desprenderse de objetos o entretenimientos vacuos, huir de la complacencia en logros personales, rectificar metas egoístas, romper la esclavitud del materialismo, de la sensualidad, de las aficiones desordenadas… así va integrando su existencia en dirección al crecimiento de la gracia —principalmente con la frecuente recepción de la Eucaristía y la Confesión—, al tiempo que programa su día con prácticas de piedad, convenientemente distribuidas. Si es fiel, pronto habrá desarraigado sus defectos principales e irá, insensiblemente, transitando hacia la siguiente etapa.
LA ETAPA DE LOS PROFICIENTES, O EL ADOLESCENTE ESPIRITUAL
Escribe santo Tomás: «Un segundo deber viene después: velar para ir creciendo en el bien; y esto es propio de los proficientes, que se esfuerzan sobre todo en conseguir que la caridad se fortalezca y desarrolle»[9].
El principiante, atento a evitar los asaltos de la concupiscencia y a practicar la piedad cristiana, va consolidándose en la gracia habitual o santificante. Evita decididamente no solo el pecado mortal y las ocasiones que a él pueden orillarlo, sino también el venial deliberado y las imperfecciones que advierte cada vez más claramente. Iluminado por el asiduo trato con Dios, otea en su horizonte diversas posibilidades de avance a través de sucesivas conversiones, de mejoras, de metas. Parece ir superando la mera obligatoriedad de la ley y va logrando la consolidación de virtudes, a través de lo que se suele llamar lucha ascética (del griego asketés: el que practica una profesión, el que se ejercita, el atleta).
La palabra ascética quizá no resulte muy familiar al lenguaje contemporáneo. Será más comprensible training. Todos sabemos que no es posible obtener ningún éxito deportivo ni profesional sin training, sin entrenamiento. El training lleva al dominio cada vez mayor de cierta disciplina, como el pianista o el futbolista. El proficiente se ejercita para consolidar las virtudes morales[10] que lo dotarán de una personalidad más rica, y constituirán la base donde se apoye su organismo sobrenatural.
La gracia de Dios —que ha acompañado al incipiente desde su conversión—, encuentra ahora un sustrato de hábitos buenos en los que descansar. Pero como esos hábitos buenos naturales necesitan un modo de actuación superior al humano —se trata de una meta divina—, la gracia recibida no llega sola, sino acompañada por las virtudes morales infusas y por los dones o regalos del Espíritu Santo. El cristiano está llamado a producir frutos más que naturales[11].
La gracia, la ascética —el training— y la acción del Espíritu Santo, han ido robusteciendo al proficiente o adelantado. Las virtudes infusas y los dones que acompañan a la gracia santificante encuentran apoyo. Los hábitos se consolidan y va quedando lejos la mera obligación. El training permite al proficiente moverse con soltura en el campo oracional y encuentra no solo mayor facilidad, sino un nuevo gozo en el ejercicio del bien. Al tener su casa sosegada[12] —es decir, habiendo superado apegos y desórdenes interiores—, vive ahora con mayor libertad y alegría. No son pocas las personas que llegan a esta edad espiritual.
Lógicamente, el sujeto que anda por esta segunda fase no ha alcanzado la meta: mantiene aún cierta rudeza natural. Son frecuentes sus distracciones al orar, le son gravosos el silencio y el recogimiento, vive en la exterioridad: los distractores ejercen sobre él un fuerte atractivo, que a veces lo aprisionan. Puede cansarse, dejar que se introduzcan el desaliento y detener ahí su ascenso. Se le va desdibujando su planteamiento inicial: una vida realmente empeñada en alcanzar a Dios. Deja entonces de aspirar a metas superiores.
Porque Dios es exigente. En cierto momento del training —que puede durar años— es muy probable que Dios intervenga, no para facilitar las cosas, sino al revés. Le enviará pruebas intentando consolidar sus hábitos. A esas pruebas las llama san Juan de la Cruz purificaciones pasivas. Como el mármol que recibe los golpes del escultor, así Dios modela el alma buscando purificar los pliegues que ella no alcanza. Entonces el sujeto se encuentra en una disyuntiva: o se abre y acepta las pruebas, o se acomoda en la cuneta de la horizontalidad. Si responde generosamente, manteniendo su vista en la meta, Dios le irá franqueando el paso a la etapa de la plenitud.
En la etapa ascética, el trato con Dios se realiza fundamentalmente a través de la oración de meditación[13]. En la siguiente etapa —la del amor—, lo que privará será la oración contemplativa[14]. Y como de las primeras dos etapas de la vida espiritual hay mucho escrito, el progreso espiritual que aquí tratamos se referirá principalmente al tránsito de la segunda a la tercera etapa, y de la permanencia en esta.
LA PERFECCIÓN O EDAD ADULTA ESPIRITUAL
Esta última etapa admite muchos grados. Cada alma es única, y lo es también la senda por la que Dios la conduce. Puede, no obstante, señalarse una característica común: lo que rige ahora no será tanto la ley, ni tampoco el ejercicio virtuoso, sino el amor entre Dios y el alma. Suele llamarse etapa mística o contemplativa, y el modo de orar será, dijimos, no tanto el meditativo o discursivo, sino el contemplativo.
Consolidadas las virtudes morales en la segunda etapa —o, al menos, suficientemente ejercitadas—, el adelantado o adulto espiritual atenderá ahora preferentemente a las virtudes teologales, al tiempo que experimenta una más intensa actuación de los dones del Espíritu Santo[15]. La persona se enraíza más y más en un trato personalizado con Jesús, que otorga a su vida sentido y felicidad. «El tercer deber es aplicarse principalmente a unirse con Dios y gozar de Él: y es lo propio de los perfectos, que desean verse libres de las ataduras del cuerpo y morar con Cristo (Fil 1, 23). Es en síntesis lo que vemos en el movimiento corporal, en el que distinguimos tres momentos: primero, arrancar del punto de partida; segundo, acercamiento al término; finalmente, descansar en él»[16].
Según la terminología clásica, el adelantado llega ahora a la edad superior de los perfectos. Su mundo interior se eleva, espiritualizándose. Comprende con nueva visión no solo los acontecimientos terrenos sino sobre todo lo que atañe a la vida futura. Habitualmente iluminado y movido por el Espíritu, razonará con las coordenadas de la fe y será movido a actuar por la caridad, descansando en la seguridad de un Amor infinito volcado sobre él. Vive cristianamente, es decir, de y en Cristo: en y desde el Espíritu de Jesús que ahora experimenta como principio vital.
Ha crecido su amor: ahora lo invade, expulsando los miedos ante la pérdida de apoyos humanos: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor»[17]. Su vida se totaliza y unifica en el amor. Dios se va dejando sentir y gustar.
No es que el cristiano adulto esté eximido de la ley, sino la cumple mejor que nadie: desde el corazón. Tampoco de la lucha ascética, pero ahora atiende a ella —más y mejor— gracias a las mociones internas del Espíritu. Se ve a sí mismo desatado de las ataduras de lo que antes le suponían condicionamientos y, libre de ellos y de sí mismo, en decidida abnegación, experimenta habitualmente a Dios, vive con Él y desde