Consejos para el progreso espiritual. Ricardo Sada Fernández
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Así se explica esta enigmática sentencia paulina: «Si sois llevados del Espíritu, ya no estáis bajo la ley»[18]. El cristiano adulto obedece la ley sin estar debajo de ella, porque no es para él yugo exterior, sino principio intrínseco que lo mueve. Lejos de esclavizarlo y oprimirlo, «la ley del Espíritu de vida lo libra de la ley de la muerte y del pecado»[19]. San Agustín invita a «morir a todo lo que es muerte, para poder vivir solo de la verdadera vida»[20].
La verdadera vida es la nueva, la de Cristo, comunicada por la gracia y las virtudes, continuamente asistidas y perfeccionadas por los dones. Es ahora cuando el cristiano adulto se va configurando a su Señor paciente y glorioso, y alcanza ante el Padre una cada vez más plena identidad filial. Entra gozoso en la contemplación mística y se torna radiante y eficaz en su actividad apostólica.
Como en las etapas previas, en esta no solo no está ausente la cruz, sino suele estarlo de manera más intensa. Si se requirió para transitar de la primera a la segunda etapa, será aún más imprescindible de la segunda a la tercera, y de las posteriores ascensiones dentro de la tercera. San Juan de la Cruz habla aquí de las purificaciones del espíritu, tanto activas como pasivas. La purificación entra en lo hondo del alma, como una más cerrada noche, pero ya no de los sentidos sino del espíritu. Ahora la cruz es sobre todo interior[21]. Como si Jesús dijera: si vives de mi Amor, no pretendas vivir de nada más: tendrás que hacer la donación total de tu ser.
Una de las pruebas que Dios suele enviar al cristiano determinado a lograr su intimidad es la noche oscura o sequedad, que puede admitir muchas formas e intensidades. El adulto espiritual deberá probar lo real de su amor al no experimentar consuelos sensibles, y le parezca transitar por cañadas tenebrosas. Otra prueba podrá ser la incomprensión, el sentimiento de ir en solitario. Encontrará extrañeza incluso entre sus más cercanos. Pero, en cualquier tipo de prueba, se trata de ser fiel durante las arideces, contradicciones o penalidades: si ese anhelo de Dios no mengua, tarde o temprano Él le dará el descanso. «Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios. Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene —oculta o descarada e insolente— cuando no la esperamos»[22].
La incontable multitud de los que alaban al Cordero en la Jerusalén celestial visten túnicas blancas. «Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabes”. Me respondió: “Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos”»[23]. No es posible estar ante el trono de Dios y contemplar su Rostro sin antes purificarse con la Sangre del Cordero.
[1] Cf. SAN AGUSTÍN, De natura Boni, c. 1: ML 34, 305; SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 9, a. 2.
[2] Malaquías 3, 6.
[3] SANTA CATALINA DE SIENA, Epístola 122.
[4] SAN BERNARDO, Epist. 34, 1; 91, 3; 254, 4: Nolle proficere, deficere est.
[5] SAN LEÓN MAGNO, Sermón 60, 18; S. AGUSTÍN, Sermón 169, SAN BERNARDO, Epístola 254, 4.
[6] Cf. Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[7] El notable escritor francés León Bloy (1846-1917) termina su libro La mujer pobre con una frase estremecedora y memorable: «Solo existe una tristeza, la de no ser santo».
[8] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[9] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[10] Las virtudes morales se sintetizan en las cuatro cardinales: «Las virtudes que deben dirigir nuestra vida son cuatro. La primera se llama prudencia, y nos hace discernir el bien y el mal. La segunda, justicia, por la cual damos a cada uno lo que le pertenece. La tercera, templanza, con la cual refrenamos nuestras pasiones. La cuarta, fortaleza, que nos hace capaces de soportar lo penoso» (SAN AGUSTÍN, Enarr. In Ps 83, 11).
[11] «Además de las virtudes morales, naturalmente adquiridas, están otras infusas que llevan el mismo nombre (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y que, si aparentan tener materialiter el mismo objeto, lo tienen formaliter muy distinto, produciendo de suyo actos de un orden trascendente» (JUAN GONZÁLEZ ARINTERO, La evolución mística, BAC, Madrid 1952, p. 194-5). «Conforme van las almas siguiendo con docilidad estos impulsos del Espíritu, así van sintiendo cada vez más claramente sus toques, notando su amorosa presencia y reconociendo la vida y las virtudes que les infunde. De ahí que poco a poco vengan a obrar principalmente por medio de los dones, que se manifiestan ya en alto grado y como algo sobrehumano» (Id., p. 20).
[12] SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche, libro 1, n.º 1.
[13] Para una amplia y clara explicación de la oración de meditación ver los números 2705 a 2708 del Catecismo de la Iglesia Católica.
[14] Ver nn. 2709 a 2719 del Catecismo de la Iglesia Católica.
[15] De acuerdo a la definición de santo Tomás, los dones del Espíritu Santo son «hábitos o cualidades sobrenaturales permanentes, que perfeccionan al hombre y lo disponen a obedecer con prontitud a las inspiraciones del Espíritu Santo» (Suma Teológica, I-II, q. 68, a. 3). Son fundamentalmente instrumentos receptivos —al modo de los aparatos que captan las ondas electromagnéticas, inaccesibles para los sentidos naturales—, pero se tornan animados por el soplo actual de Dios, y resultan a un tiempo flexibilidades y energías, docilidades y fuerzas que hacen al alma más pasiva bajo el influjo de Dios y, simultáneamente, más activa para seguirlo y secundar sus obras.
[16] Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 9, c.
[17] I Juan 4, 18-19.
[18] Gálatas 5, 18.
[19] Romanos 8, 21.
[20] Confesiones l. 8, c. 11, n. 25.