Consejos para el progreso espiritual. Ricardo Sada Fernández
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[22] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n.º 300.
[23] Apocalipsis 7, 13-15.
II.
DOS ACENTOS DE LA VIDA INTERIOR
HEMOS DICHO QUE LA ETAPA de los adelantados se caracteriza por la vía ascética y la de los perfectos por la vía mística. Esta terminología era desconocida para los Santos Padres y los teólogos medievales. La vida espiritual se concebía como un todo.
Pero desde el siglo XVIII, por múltiples razones, el planteamiento de la teología espiritual comienza a escindirse. El compacto bloque aparece dividido en dos apartados. Un punto de inflexión tiene lugar con la publicación del libro Direttorio ascético y, separadamente, el Direttorio místico, de Juan Bautista Scaramelli, S. J. (1687-1752). Dice en la introducción: «La ascética es la ciencia que dirige a las almas a la perfección por los caminos ordinarios de la gracia; se diferencia de la mística en que esta conduce a la misma perfección, pero según los caminos extraordinarios de la gracia»[1].
Parecería que la ascética fuera para el común de los cristianos mientras que la mística o contemplación se reservaba para quienes iban por caminos extraordinarios. No era ya la mística un momento del desarrollo progresivo de la gracia santificante, sino la constatación de fenómenos espectaculares: éxtasis, levitaciones, estigmas, raptos, toques sustanciales... Afortunadamente, una controversia larga y provechosa sobre esta distorsión, tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, produciendo fructíferas clarificaciones[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica salió definitivamente al paso reafirmando la doctrina de siempre: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama ‘mística’, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en él, en el misterio de la Santa Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él, aunque gracias especiales o signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para así manifestar el don gratuito hecho a todos»[3].
Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él. Lo extraordinario —y aquí aparece la confusión histórica— no es más que un signo o manifestación del don gratuito hecho a todos[4]. Los signos extraordinarios no son para todos; la plenitud de gracia santificante y la acción de los dones, sí. En la vida de algunos santos —y, por cierto, no en la mayoría— encontramos esos signos milagrosos, manifestativos del don gratuito que se ubica más allá de las categorías del orden natural. Pero la contemplación o Mystica theologia, como la llama san Juan de la Cruz siguiendo al Pseudo-Dionisio, es para todos[5].
Podemos en este punto preguntarnos si nosotros habíamos confundido la mística como algo reservado a una elite especial, y no para el común de los cristianos. Y preguntarnos, además, si nos la hemos planteado como meta personal. En caso negativo, seríamos cristianos con riesgo, según la conocida expresión de san Juan Pablo II[6]. Aparecería el peligro del enanismo espiritual que produce frutos amargos[7]. La Vida Nueva, proyectada al infinito, unida a la de Cristo, comenzaría a quedarse atrapada en los límites de su propia finitud.
Abundemos, pues, un poco más en los enfoques ascético y místico, teniendo siempre presente la unidad de la vida espiritual y la inseparabilidad de ambos: no se trata de clasificar a las personas en una u otra categoría, sino tan solo de señalar procesos.
EL ACENTO ASCÉTICO
La vida espiritual suele enseñarse y practicarse bajo dos modulaciones: una más teocéntrica o contemplativa; otra más antropológica o moralizante. Son meros acentos, no líneas paralelas ni mutuamente excluyentes.
El acento ascético privilegia la acción del hombre y sus obras. Este modo de entender la vida espiritual es más propio de temperamentos activos, emprendedores, llenos de confianza en las realizaciones humanas. Es preciso indicarlo en la pedagogía inicial de la vida cristiana, tal como debe darse en los adolescentes, y en quienes se hallan en los primeros estadios de la vida espiritual. Es momento de consolidar virtudes, señalar cauces e indicar sistemas. No es que Dios y su amor dejen de fundamentar el proceso, pero Él, en cuanto Persona amada, queda un tanto al margen. Se atiende más a los efectos que Dios produce que a Dios mismo.
La fe, en el acento predominantemente ascético, consistirá en un modo de plantearse la vida en términos de generosidad, servicio, entrega. Dios aparece remoto; no es el impulso inmediato de vida. El examen de conciencia consistirá en un análisis minucioso de las faltas y sus causas, buscando luego el remedio virtuoso: contra pereza, diligencia; contra gula, templanza; contra ira, mansedumbre... Orar será meditar, buscar la aplicación de la Palabra de Dios a la vida cotidiana, descubriendo qué se ha de hacer en tal situación o en otra. Se detiene con frecuencia en la introspección, entendida como propio conocimiento, con peligro de centrarse en el hombre con exceso.
Orientada a la reforma de la vida, da especial importancia a las aplicaciones prácticas. El hombre moderno, envuelto en el pragmatismo —incluso si ha hecho una opción radical de entrega a Dios—, suele emplear el modo de orar meditativo más que el contemplativo, donde el orante practica el solo ejercicio del amor y descansa en la fruición de la posesión del Bien deseado.
El asceta podrá medir sus logros: crecimiento en virtudes, avance en proyectos apostólicos, ausencia o disminución de pecados, defectos y errores. Juega un papel importante el examen particular [8]: se trata de lograr triunfos y evitar fallos. En este punto advirtamos que la otra directriz —la teocéntrica o mística— no relega o menosprecia la práctica de las virtudes, el apostolado o el examen particular, pero la lucha no será enfocada directamente, sino como consecuencia del Amor, es decir, cristocéntricamente[9]. En el místico, el ejercicio virtuoso vendrá dado al comprender los modos de amar del Corazón de Jesús y sus sentimientos.
En el modo ascético, el amor al prójimo puede desenfocarse y acabar siendo considerado el mayor de los mandamientos, semejante al amor de Dios y norma última de vida. De ahí la vigilancia sobre el egoísmo y la insistencia en la universalidad de la caridad. En la vía ascética o moralizante el acento recae sobre el hombre que sirve a Dios y al prójimo.
EL ACENTO MÍSTICO
El acento místico o contemplativo atiende preferentemente al ejercicio de las virtudes teologales —el ascético, dijimos, a las morales—. Repetimos de intento que ambos enfoques no se presentan en estado químicamente puro —serían herejías— sino con modulaciones. Resulta imposible separarlos y, dependiendo de los influjos educativos, de la época histórica, del temperamento y de la moda, escuelas e individuos privilegian uno u otro, manteniéndose sin embargo la autonomía del cristiano y la suprema libertad del Espíritu.
Teniendo como punto focal el Amor de Dios, quien transita por la orientación mística se fundamenta en dicho Amor y tiende siempre a él. Con el alma invadida por ese Amor —o, al menos, con el deseo de él—, desarrolla, en su despliegue, la práctica del amor al prójimo, así como el resto de las virtudes. La ascética pone el acento en el ejercicio de dichas virtudes, sin olvidar o relegar la acción constante de la gracia para practicarlas. La mística no desprecia lo humano y las realidades terrenas, sino que las integra en el amor: «Desde luego, has de seguir tu camino: hombre de acción... con vocación de contemplativo»[10].