La eutanasia en España. Aniceto Masferrer Domingo

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nuestra condición. No es posible la invulnerabilidad física en el actual universo, a no ser que dejemos de ser humanos para pasar a transhumanos o ciborg (Warwick 2004). Indudablemente tampoco sería humano, ni digno, no poner todos los medios a nuestro alcance para curar la enfermedad, aliviar el sufrimiento y mejorar la salud del mayor número de personas del mundo. Tan in-humano o no-humano es el deseo de la invulnerabilidad como del sufrimiento.

      Sostiene MacIntyre que todas las personas del mundo ocupan un puesto concreto, un lugar en la escala de la discapacidad por la que ascienden y descienden a lo largo de su existencia (MacIntyre 2001, 91-92). Lo normal humano no viene definido por estados autonómicos perfectos e independientes, sino al contrario, por estados transitorios de enfermedad y dependencia. Algunos enfermos logran curarse, otros viven temporalmente sanos, un buen número acabarán incurables, todos mueren.

      Cuando la naturaleza humana se despliega y abre sus ojos a la existencia, percibe que está inacabada e indefensa. Incluso antes que su propia racionalidad, lo que constata es su propia ineptitud, una inutilidad existencial que le empuja al auxilio de la relacionalidad (Buber 1993, 9). Para empezar a vivir y después sobrevivir, cada hombre reclama ayuda y cuidado de otros como él —también seres relacionales, dialógicos y vulnerables—. La clave de la existencia y del significado profundo de su vida es la co-existencia, vivir con el otro, donarse (Polo 1999, 31-32). Y como asegura Ortega y Gasset, la vida solo puede desarrollarse si coexisto con el mundo y con los otros (Ortega y Gasset 2008), con los que establezco una relación, aunque no siempre pueda ser simétricamente recíproca. El hombre es el único ser vivo que puede ponerse en lugar del otro, captando su vulnerabilidad y compadecerse. De ahí que pueda tener responsabilidad por otros iguales a él, de igual condición. La raza humana posee un instinto natural en forma de deber que le lleva a proteger al débil; de hecho, como dice Jonas, la responsabilidad primordial del cuidado paterno es la primera que todo el mundo ha experimentado en sí mismo (Jonas 1995, 172-173).

      La manifestación de la debilidad humana en cualquiera de sus grados constituye una ocasión para probar la hondura y la calidad de nuestro respeto por las personas. En buena parte, la moralidad y el desarrollo cívico de una sociedad y del Estado se mide específicamente por la protección, el respeto y el cuidado que muestra hacia sus ciudadanos más débiles y vulnerables (Masferrer 2019). Cuanto más vulnerable se nos muestra el hombre desde el punto de vista fáctico, más inviolable se nos muestra desde una perspectiva ética (Ballesteros & Fernández, 2007, 18). Injustamente, sobre ellos —los más indefensos— recae en muchas ocasiones no solo la sospecha sino la sentencia de su falta de dignidad como seres humanos (Masferrer & García-Sánchez 2016). Permitir la inclusión de todos ellos sin excepción, y facilitar los medios para que esas personas más dependientes alcancen su desarrollo integral es lo que ha de configurar un Estado que quiera llamarse a sí mismo civilizado. Más aún, en última estancia, el reconocimiento de la dignidad de todas las vidas humanas —independientemente de sus cualidades—, es la piedra de toque de la justicia social (Gomá 2019). Si existe un principio elemental que debe priorizar todo gobierno político, un presupuesto básico de ciudadanía irrenunciable, ese es la igualdad. Y una igualdad que no extrañe la diversidad, las diferencias entre los seres humanos. Porque lo común humano es precisamente la diferencia, a nivel genético, cromosómico, físico, psíquico, estético, etc... Diferencias que no desfiguran la identidad humana. Es un bien y una riqueza incalculable que, siendo diferentes, cada ser humano posea el privilegio de ser único e irrepetible.

      Todas las vidas humanas son igualmente dignas y merecedoras de respeto porque, como afirma Kant, cada una constituye un fin en sí mismo y no un mero medio (Kant 2005, 119-125). Pero no han de quedar fuera de la protección de este imperativo ético aquellas otras vidas con muestras evidentes de discapacidad, debilidad o falta de racionalidad. Ellas también han de ser tratadas y consideradas como un fin y, por tanto, con plena dignidad. El respeto hacia cualquier ser humano, con independencia de sus limitaciones físicas o mentales —que en realidad, de un modo u otro, todos tenemos—, es un principio ético fundamental (Masferrer 2020).

      En definitiva, renunciar individualmente a la vulnerabilidad y negarla públicamente como propiedad humana conduce inexorablemente a la desprotección física y legal de la vida humana. Decidir desposeer de dignidad a aquellas personas diagnosticadas como enfermas o que entrarán en fases críticas de dependencia, de discapacidad física, de deterioro cognitivo, de ausencia de belleza…, supone implícitamente extender tal indignidad a toda la humanidad. La dignidad humana quedaría enclaustrada bajo los límites y las condiciones de un individualismo utilitarista y hedonista, donde sobrevivirían solo unos pocos que formarían el club social de los selectos. De hecho, actualmente, en determinados ámbitos sociopolíticos —también sanitarios—, se está cuestionando que sea “humano” vivir una vida enferma que no garantice unos niveles óptimos de libertad autónoma, calidad de vida, ausencia de dolor, belleza y fuerza. Nuevos códigos que pretenden imponerse como definitorios de la dignidad humana y determinantes exclusivos de la compatibilidad con la vida. Pero si solo fuera compatible con la vida vivir sano de un modo indefinido, si se eligiera a esa condición como indicador privilegiado de viabilidad y dignidad, ¿qué hacer con el extenso panorama de vidas humanas vulnerables que sufren y que sufrirán enfermedades algunas de ellas irreversibles y terminales?

      Si una de las protagonistas que recorre toda la historia humana ha sido la fragilidad, ¿por qué tanta insoportabilidad ante algo genuinamente humano? La rebelión contra esta fragilidad se convierte en una amenaza para los más vulnerables y débiles, y, en definitiva, para la sociedad entera. Al margen de una incuestionable y deseada mejora de la salud humana, no suscita tranquilidad —especialmente entre los más vulnerables— la difusión de futuras biotecnologías mejorativas, enhancement, que persiguen en su versión más radical y eugenésica (Savulescu – N. Bostrom 2009), suplantar al verdadero hombre —el homo patiens: doliente (Frankl 1987)— por un ser extraño, perfecto, autoincomprensible (Habermas 2002, 62) e indoloro, invulnerable: la maquina sapiens.

      LA VULNERABILIDAD COMO GENUINA PERSPECTIVA DE LA EUTANASIA

      Desde esta perspectiva, esto es, si la vulnerabilidad constituye un rasgo inherente de todo ser humano, sería un error distinguir entre vidas más o menos valiosas o útiles en base a la capacidad de un ejercicio mínimo de la autonomía de la voluntad, o establecer diversos grados de dignidad en función de la capacidad de disfrutar o experimentar la utilidad de la propia vida. No se es menos digno por tener menor capacidad (de elección o disfrute) porque esa carencia refleja una fragilidad o vulnerabilidad que es parte fundamental de una vida auténticamente humana.

      Según el parecer de Jonas, cualquier individuo tiene derecho a determinar su propia vida, pero este derecho puede ser cumplido íntegramente solo por ese individuo. De ahí que la eutanasia plantea, a su juicio, un problema ético cuando otras personas participan en la decisión, en la medida en que ocupan el lugar del paciente en el cumplimiento de su propia voluntad. La dificultad surge cuando el foco pasa del sujeto que pide morir al ayudante que cumple este hecho: ¿de quién es el deber de realizar la intervención letal? Según Jonas, la práctica de la eutanasia activa y directa realizada por los médicos debería excluirse, incluso si entra en conflicto con el derecho del paciente a morir. De hecho, sería demasiado arriesgado si se asignara a la medicina la tarea adicional de donar la muerte. Esto terminaría en la distorsión total del papel tradicional que juega la medicina y tendría graves consecuencias: el paciente ya no consideraría al médico como un aliado de su salud vulnerable, sino como alguien que puede disponer de su salud, o de su propia vulnerabilidad, e incluso

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