La eutanasia en España. Aniceto Masferrer Domingo

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sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado «ni impone ni obliga», cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).

      El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor —y quizá la soledad—, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida —y sonoramente— la normativa que lograra mantener en todos —porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable—, la voluntad de seguir viviendo.

      2.

       LA EUTANASIA: ¿DE QUÉ SE TRATA?

      Ana M.ª Marcos del Cano

      LA APROBACIÓN DE LA Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la eutanasia ha hecho irrumpir de nuevo en el marco político-social, sanitario y jurídico, el clamor de una situación personalísima, y colectiva al tiempo, sobre el denominado “derecho a morir”.

      Permítanme unas reflexiones de carácter ético, jurídico y, no menos, de honda preocupación del futuro de una dimensión humana sustantiva, cual es la responsabilidad y la inderogable dignidad de la propia vida. Me centraré en esta ley (en adelante, LORE) y más allá de ella, pues la muerte es una cuestión que nos atañe a todos. He reflexionado mucho sobre este tema, pues fue el objeto de mi tesis doctoral, y siempre he pensado que el Derecho se quedaba corto a la hora de abordar esta situación. Desde ahí y siendo necesaria su regulación, nunca vi la eutanasia como un “derecho exigible”. Como afirmaba Gustavo Bueno, la expresión derecho a morir es una contradictio in terminis, pues el derecho es “a algo bueno”, a la salvaguarda de los intereses y bienes de las personas, al despliegue de sus mejores posibilidades. Quizá sea, porque como Sócrates considero al Derecho como un bien, un factor de cohesión social, de atribución de libertades, de creación de civilización y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad y para las personas. A la vez, el propio Derecho tiene una función pedagógica e instructiva, como ya advirtiera Aristóteles, que configura no solo el modo de actuar, —como regulador de conductas que es—, sino el pensamiento, la conciencia, la propia comprensión del ser humano, —capaz de integrar su potencial de proyección, creación y sentido—, y no menos la mutua interacción y relacionalidad que nos constituye como sociedad. De ahí que lo que se establezca por ley tenga una incidencia directa en la conciencia personal y social que regula. Y desde aquí, siempre me ha resultado difícil y complicado afirmar con rotundidad un “derecho a la eutanasia”.

      Siendo esto así, no puedo sino conmoverme ante situaciones dramáticas, como la de Ángel Hernández que ayudó a morir a su esposa M.ª José Carrasco, pues ya no podía vivir más en esa situación de dependencia y sufrimiento. Y, a la vez, el “derecho” que ahora se otorga por nuestro Parlamento, se me sigue quedando corto para su situación y la de tantos otros/as. Cuánta realidad hay en ese caso que no se va a resolver con el “derecho a morir”. Como él mismo afirmaba, nueve años llevan esperando por una residencia que no llega. Cuánta dejación puede haber por parte de la sociedad, de la administración y del entorno, en el cuidado y atención de estas personas cuando más nos necesitan a todos/as. Qué fuerte que todo se quiera resolver zanjando la salida con un derecho, cuando hay dimensiones de realidad ahí mismo, que deben ser valoradas, como ese amor, esa entrega, esa fidelidad y ese cuidado mutuo, del que tanta necesidad tenemos en esta sociedad cada vez más individualista y eficiente, que deja fuera de su rueda lo que aparentemente no produce. La pregunta: ¿esas relaciones de entrega y de entrañabilidad y de fidelidad, no constituyen un emerger de valores, que deben ser un revulsivo para generar otras dimensiones de relacionalidad? ¿Qué solución aportamos a las generaciones venideras y a los que así se encuentren dentro de unos años, cuando la soledad de las personas que vivan en el 2050 será cada vez mayor? ¿No aumentarán exponencialmente las peticiones de eutanasia, como así está sucediendo en Holanda, en donde, según los datos de la Comisiones Regionales y de la Asociación Médica Holandesa, en el año 2019 más del 5 % de la población muere por eutanasia? Y en España, cuando todavía al 50 % de los enfermos terminales no les llegan los cuidados paliativos, cuando todavía no llegan los presupuestos para implementar los derechos que fijó la tan necesaria Ley de Dependencia de 2006, ¿va a ser el “derecho a morir” la solución a los “enfermos graves e incurables” y a las personas con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”? Y me permito hacer una observación respecto a las personas con discapacidad que tan señaladas quedan en esta ley, como así ha afirmado el Comité de Derechos Humanos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas (2020), y es que lanza dos inequívocos mensajes: a las personas con discapacidad, especialmente con discapacidades graves, para que consideren la opción por la terminación de su vida; y a la sociedad en general, para que perciban a las personas con discapacidad como individuos cuya vida puede no merecer la protección de inviolabilidad establecida constitucionalmente para el resto de los ciudadanos.

      Faltaba mucho camino por recorrer antes de que estemos ante la necesidad de aprobar una ley sobre la eutanasia en nuestro país. Más de 50 años han tardado en aprobar su ley sobre terminación de la vida a petición propia del 2002, en Holanda. Desde 1952 llevan los Tribunales de Justicia holandeses estableciendo los criterios para justificar en determinados casos la no aplicación de los artículos 293 y 294 del Código Penal que castigan la eutanasia y el suicidio asistido con penas de hasta doce años de prisión. Y en el caso de España, no hay ni rastro de jurisprudencia sobre la cuestión concreta de la eutanasia, salvo la situación de Ramón Sampedro que ni siquiera es eutanasia, sino suicidio asistido. Es más, tampoco hay tal demanda social cuando el número de documentos de voluntades anticipadas firmados en enero de 2020 no eran más de 330 000 en todo el país, un 0,6 % de la población.

      La despenalización o legalización de la eutanasia no es la norma general en el Derecho comparado de nuestro entorno, es más bien la excepción (Holanda, Bélgica y Luxemburgo). El consenso internacional aboga por la extensión de los cuidados paliativos, como establece sendas Recomendaciones del Consejo de Europa de 1999 y del 2003. La generalidad de los países ha descartado la idea de un “derecho a la muerte”. Nuestro propio Tribunal Constitucional dice al respecto que solo se podría hablar de un agere licere, esto es “de un libre actuar”, pero no de un derecho que obligue a una actuación de los poderes públicos para su consecución. En el mismo sentido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que rechaza la existencia de un derecho positivo a morir a cargo del Estado, especialmente si se intenta derivarlo del derecho a la vida

      Si, aun así, quisiéramos regular aquellos casos más dramáticos para los que ni los cuidados paliativos, ni el acompañamiento evitaran una decisión de este tenor, habría que fijar nítidamente los contornos de la situación que regula, algo que esta ley ha difuminado por completo, incluyendo términos ambiguos y una gran confusión en el procedimiento. Esperamos que el Tribunal Constitucional que ha admitido dos recursos de inconstitucionalidad a esta ley pueda enmendar algunas cuestiones para que no se produzca en nuestro país la tan temida “pendiente resbaladiza”. En concreto, se trataría de lo siguiente:

      Limitar la aplicación de la ley al

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