La persona de Cristo. Donald Macleod
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No podemos contentarnos jamás con la repetición -como los loros- de las definiciones del pasado. Sin embargo, sería presuntuoso hablar antes de haber escuchado a los padres. Los hombres como Atanasio y Agustín, Basilio y Calvino, son los Newtons y los Einsteins de la Teología. En comparación, nosotros somos pigmeos. Nuestra única esperanza para ver más lejos consiste en encaramarnos en los hombros de los gigantes.
Esta aproximación histórica explica algunas de las peculiaridades de este libro. Por ejemplo, aborda la historia de Jesús tras dedicar tres capítulos al material neotestamentario básico. Mi motivo para hacer esto es que el debate sobre el Jesús histórico comenzó en un momento relativamente tardío en la historia del pensamiento cristiano. Aparte, su interés fundamental radicaba en desafiar la autenticidad del material evangélico tocante a la deidad de Cristo. En concreto, desafiaba (y sigue haciéndolo) la conclusión que intento establecer en el capítulo 3, a saber, que los títulos como el Hijo de Dios pueden localizarse en el propio Jesús.
De forma parecida, aunque puede parecer evidente que hay que tratar la unicidad de Cristo al principio del libro, he optado por abordarla al final, dentro del contexto del debate contemporáneo. Estamos demasiado cerca de ese período como para evaluarlo correctamente, pero no puede haber duda de que la pregunta moderna crucial es «¿Qué hace a Cristo diferente?». Para la ortodoxia, la respuesta está muy clara. Cristo es diferente porque es Dios encarnado. Pero ¿qué pasa si rechazamos la ortodoxia, como hacen Bultmann y los asociados con The Myth of God Incarnate? ¿En qué sentido podemos seguir adorándole como único? ¿Y sobre qué base podemos seguir adorándole?
En un momento posterior del libro (página 175) critico la famosa observación de Melanchton de que «conocer a Cristo supone conocer sus beneficios». Sin embargo, ésta contiene una verdad importante. Aunque escriba con la pluma de hombres y de ángeles, si no tengo la vida de Dios en mi alma, de nada me aprovecha.
PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea
Capítulo 1. El nacimiento virginal
Un lugar común de la cristología moderna es que debemos comenzar con la humanidad de Jesús, no con su divinidad. Como resultado, se crea una tendencia contra una cristología «de lo alto» y se favorece poderosamente una «de abajo». Wolfhart Pannenberg es un ejemplo típico de ello. Habiendo afirmado que «el método de una cristología “de lo alto” está vetado para nosotros», sigue diciendo: «Nuestro punto de partida debe radicar en la pregunta sobre el hombre Jesús; sólo de este modo podemos analizar su divinidad».1
Por supuesto, este paradigma no se puede descartar sin más ni más. Klaas Runia escribe: «No tengo ninguna objeción a un concepto cristológico que empiece “desde abajo”. Creo que saca a la luz aspectos de la persona y de la obra de Jesús que una cristología “de lo alto” puede ignorar fácilmente. Además, es el mismo camino por el que la iglesia apostólica llegó a su confesión de Jesús como Mesías, como Señor, como Hijo de Dios».2 No cabe duda de que la iglesia pasó por alto la humanidad de Cristo y se centró con demasiada exclusividad en «el Señor del cielo». También puede decirse —como sugiere Runia— que los primeros cristianos, en su viaje de fe, partieron «de abajo»: primero le conocieron en su humanidad y progresaron a partir de ella, con mayor o menor rapidez, hacia una comprensión de su deidad.
A primera vista, el problema «de lo alto» o «de abajo» sólo se centra en el método. Si es así, podemos distanciarnos de él, diciendo simplemente que methodus est arbitrarius. Lo único que queremos es un sistema que nos permita acomodar los datos. Pero entonces nos encontramos con un hecho extraño: el Nuevo Testamento, casi con total unanimidad, nos presenta una cristología de lo alto. Parte del campo de su deidad, no del de su humanidad. Seguramente hay un buen motivo para esto. El Nuevo Testamento contempla a Cristo a la luz de la resurrección; y si articulamos nuestra teología desde el punto de vista de la fe, no podemos hacer otra cosa. Analizar la resurrección como una cuestión abierta por sí solo es un juicio contra la fe. Además, históricamente el movimiento descrito en el Nuevo Testamento va de Dios al hombre y, si empezamos desde abajo (desde el lado humano), puede resultar tremendamente difícil recuperar esta perspectiva. No carece de importancia que desde que el enfoque «desde abajo» se puso de moda se ha producido una avalancha de cristologías adopcionistas que no presentan a Cristo como Dios hecho hombre sino como un hombre que, en cierto sentido, se convierte en Dios. Según este paradigma, la naturaleza humana no se convierte sólo en un axioma, sino también en un factor limitador: no podemos decir nada de Cristo que no podamos decir del hombre. Como no es de extrañar, a muchos teólogos les resulta imposible arrancar de este punto de partida para creer en la deidad de Cristo.
Independientemente de los motivos, el hecho está claro: el Nuevo Testamento parte de lo alto. Esto es evidente, sobre todo en el Evangelio de Juan. No es que Juan no sea un creyente firme en la humanidad del Señor, más bien al contrario. Es él quien habla del logos hecho carne (Jn. 1:14), retrata al Señor descansando junto al pozo de Jacob (Jn. 4:6) y, concretamente, menciona que cuando la lanza atravesó su costado manó sangre y agua (Jn. 19:34). De hecho, en su primera epístola, Juan sostiene que la negación de la humanidad física de Jesús es una señal del anticristo (1 Jn. 4:2 y ss.). El verdadero meollo del mensaje de Juan es que Cristo vivió una vida genuinamente humana, y que la vivió aquí abajo.
Sin embargo, éste no es su punto de partida. El acceso a la cristología de Juan se encuentra únicamente en su prólogo, donde enfatiza prolongadamente la deidad de Cristo. Lo que nos encontramos en el umbral no es una afirmación sobre nada de aquí abajo, sino las palabras magníficas: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). En este pasaje todo habla de lo de arriba. En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra (Gn. 1:1), Cristo ya existía. Él hizo todas las cosas. Existía cara a cara con Dios y era Dios. Caminó entre los hombres sólo porque, siendo ya Dios, se hizo carne; e incluso en su estado encarnado, cuando los hombres le miraban y le veían de verdad, lo que percibían era la gloria del unigénito Hijo de Dios (Jn. 1:14). Incluso la idea de que el progreso de los discípulos hacia una visión más elevada de Cristo fue gradual se ve rebatido en cierta manera por el hecho de que, en su primer encuentro con Jesús, Natanael ya exclama: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Jn. 1:49).
La cristología de Hebreos sigue la misma pauta. Como en Juan, se enfatiza firmemente el hecho de la encarnación: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo» (He. 2:14). Además, a lo largo de la epístola, la humanidad de Cristo se toma con la máxima seriedad. Tuvo una experiencia real de la muerte, gustándola (2:9); se perfeccionó por medio del sufrimiento (2:10); estuvo sujeto a las mismas tentaciones que nosotros (4:15); simpatiza con nosotros en nuestras debilidades; y aprendió la obediencia a través de sus sufrimientos (5:8).
Todas estas ideas tienen una importancia incalculable, pero ninguna de ellas se menciona en primer lugar. Lo primero que se dice es que cuando Dios habló por medio de Cristo lo hizo a través del Hijo (He. 1:2). Este Hijo era el heredero de todas las cosas, y su creador (He. 1:2). Era el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de su Ser (He. 1:3). Por lo que respecta a los seres más elevados de la Creación, Él era su Superior infinito. ¿A qué ángel llamó Dios «hijo» alguna vez? Incluso más, ¿qué ángel recibió jamás el título de «Dios» (He. 1:8)?
Todo lo