Cafés con el diablo. Vicente Romero
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Los funcionarios del terror raramente muestran arrepentimiento. Su silencio no obedece sólo a cobardía personal, al temor a ser castigados. A veces hablan, pasados los años, y manifiestan su convicción de haber cumplido con el deber. Hay que creer en su sinceridad, que responde a una mentalidad común muy elemental. Porque actuaron entregados con esmero al desempeño de sus obligaciones, sin cuestionar jamás las órdenes que recibían, amparados por una absoluta garantía de impunidad, incluso disfrutando del poder que les habían otorgado sobre sus víctimas. Y muchas veces hasta experimentando placeres sádicos en el desarrollo de sus cometidos. Algunos acaso se sintieran como pequeñas deidades malignas, tras abrir paso a las bestias que llevaban dentro y transformarse en meros instrumentos del horror, sin otro sentimiento que el goce puntual.
Esos diablos menores suelen ser individuos de enorme simpleza, con muy estrechas miras, sin apenas formación y hasta analfabetos funcionales, en los que no parece que hubieran arraigado valores morales. Generalmente se trata de esbirros vocacionales que, en busca de privilegios menores, ingresan en un gremio despreciado hasta por sus propios jefes. Como afirmó Hannah Arendt, «el mal tiene gran pericia para encarnarse en las vidas banales» y arraigar en personas cuya «ausencia de pensamiento» ha facilitado el colapso de la más elemental capacidad de juicio, inhabilitadas para valorar moralmente sus propios comportamientos. Con la conciencia anestesiada, parecen también incapaces de sentir y expresar desconsuelo o pedir perdón, mostrando una actitud de soberbia defensiva. Y sus opiniones se asemejan al discurso de un loco, como si hubieran vivido en otra realidad. Esas características comunes se advierten con nitidez en el Guatón Romo y el Troglo, dos torturadores cuyos historiales podrían servir como biografías de otros muchos. Ambos hicieron carreras paralelas como interrogadores de la DINA, fueron condenados por idénticas culpas y acabaron sus días compartiendo rancho con medio centenar de colegas en la prisión de Punta Peuco.
El más famoso de los dos fue Osvaldo Romo, apodado el Guatón por su gordura. Pasó de la oscuridad de su trabajo en las mazmorras de Pinochet al escándalo social en 1995, cuando hizo unas torpes declaraciones[22] en las que no sólo proclamó su absoluta falta de arrepentimiento, sino que describió con morbosa precisión las torturas que infligía a los detenidos, y se atrevió a asegurar que, en vez de tirar cadáveres al mar, habría sido mejor arrojarlos en el cráter de un volcán.
—Volvería a hacer todo igual o peor –afirmó–. Yo no habría dejado periquito vivo. Ese fue el error de la DINA. Siempre se lo discutí a mi general: «No deje a esa persona viva, no deje personas libres».
Al Guatón no le ofendían los calificativos de traidor, torturador y asesino con que la prensa lo describía. Al contrario, reconocía haberlo sido y se confesaba convencido de que tales funciones «habían sido algo bueno» para él. Casado y padre de cinco hijos, Osvaldo Romo abandonó la pequeña delincuencia para meterse en política cuando la Unidad Popular formó gobierno. Militó en la Unión Socialista Popular, un pequeño partido de izquierda moderada, y ganó cierto prestigio como activista en la humilde población de Lo Hermida –donde vivía– y en varios campamentos del cinturón de Santiago, como Nueva Habana o Vietnam Heroico. En ellos colaboró estrechamente con el MIR en distintas luchas sociales. Pero el golpe de Pinochet hizo que cambiara bruscamente de bando. Detenido, delató y ayudó a perseguir a sus antiguos compañeros, y hasta elaboró un organigrama con nombres, cargos, domicilios y actividades del MIR en los barrios obreros. Su trabajo resultó más que satisfactorio y, en 1974, el oficial de la DINA Miguel Krasnoff lo tomó a sus órdenes para que actuase como interrogador en tres centros de detención y tortura: Londres 38, José Domingo Cañas y Villa Grimaldi. En ellos coincidió con el Troglo, junto a quien formaría parte de un siniestro equipo.
Basclay Zapata, que debía a su brutalidad el alias de el Troglo –apócope de troglodita–, también reivindicó años después su oficio macabro. Como todos sus colegas, arguyó que «cumplía órdenes», pero añadió que lo hizo con la mayor dedicación posible porque las consideraba «justas, legítimas y en aras del bien superior de la Patria». Con un alto concepto de su misión, pretendió haber emulado a san Pablo, «que pasó de perseguir a los cristianos a convertirse en el más iluminado de los apóstoles de Cristo». Tras el golpe contra Salvador Allende, dejó su puesto de músico en una banda militar al ser escogido por Krasnoff para las tareas más sucias de la DINA. Y descolló en ellas, sin que nadie pueda restarle entrega ni méritos profesionales. Violento y con una sexualidad desbocada, cometió incontables violaciones de prisioneras, sobre todo en Villa Grimaldi. Sin embargo, allí encontró el amor, y se casó con su compañera de interrogatorios, la agente María Teresa Osorio, alias Marisol y María Soledad, reputada por su dureza. Pese a no disimular su carácter agresivo, el Troglo disfrutaba en el papel de policía bueno, tratando de ganarse la confianza de sus víctimas.
El compañerismo y la amistad personal que desarrollaron Romo y Zapata se vieron interrumpidos al cabo de año y medio. Porque en 1975 la jefatura de la DINA tuvo que prescindir de los servicios del Guatón y enviarlo precipitadamente a Brasil con toda su familia. A pesar de que Chile vivía los momentos de mayor dureza de la Junta Militar, un juez dictó una orden de detención contra Osvaldo Romo acusándole de estafa por haber pedido dinero a familiares de detenidos políticos para ayudarles, cuando ya estaban definitivamente desaparecidos. El magistrado no pretendía investigar sobre la represión, sino tan sólo actuar contra un civil con antecedentes delictivos. Pero la jefatura de la DINA, que se sabía cuestionada dentro del Gobierno de Pinochet, temió que el caso tuviera consecuencias y, como mal menor, optó por alejar a su agente, ignorando el mandato judicial.
El exilio del verdugo duró 17 años, hasta que en 1992 la Justicia dio con él, obtuvo su extradición y lo confinó en la cárcel de Colina. Romo intentó numerosas veces pedir ayuda a sus antiguos jefes[23], que continuaban en las filas del Ejército, pero todos se desentendieron porque no pertenecía a la familia castrense. Entonces se vio solo, enfermo de diabetes, con una obesidad mórbida que dificultaba sus movimientos, y enemistado con la mayoría de sus compañeros de prisión. Desesperado, buscó venganza y volvió a traicionar: como antes había hecho contra el MIR, elaboró un organigrama de la DINA con nombres y misiones de sus principales agentes y lo entregó a la Justicia. Su testimonio fue decisivo en muchas investigaciones en curso, especialmente en el caso de Manuel Contreras. Tras escucharlo, los jueces consideraron necesario un informe psicológico. Y el psiquiatra Roberto Araya lo describió como un tipo simple y autosatisfecho, que «habla de sí mismo con deleite, a sabiendas de haberse transformado en un personaje histórico. Su actitud también demuestra una convicción de privilegio ante la ley y una enorme seguridad en su impunidad».
Osvaldo Romo sería finalmente trasladado al penal de Punta Peuco en 2000, donde, siete años más tarde, volvería a encontrarse brevemente con su colega Basclay Zapata, que también había sido procesado, condenado y encarcelado por múltiples casos de torturas, ejecuciones y desapariciones, tras haber permanecido hasta principios de la década de los noventa destinado en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) con el grado de sargento, y como instructor en la Escuela de Suboficiales. Los dos criminales sólo estuvieron cinco días juntos, ya que el Troglo entró en el presidio el 29 de junio y el Guatón falleció el 4 de julio de una insuficiencia cardiaca. Pero tuvieron tiempo de rememorar los malos tiempos del pasado, y Zapata recibió la herencia más personal de Romo: una caja de cartón repleta de cuadernos escolares y papeles manuscritos, plagados de faltas de ortografía e incoherencias, donde había plasmado recuerdos, reflexiones y remordimientos a lo largo de siete años tras las rejas. Los escritos denotan la vacuidad de su mente, pero también resultan conmovedores por su patetismo. En una agenda de 2003, con Mickey Mouse en su portada, registró cada pequeño paliativo de la soledad que le angustiaba: las citas judiciales, las visitas de una monja o de un par de antiguos colegas de la DINA, incluso los días que le daban mantequilla con la comida. Pero lo más llamativo son sus comentarios nostálgicos