Cafés con el diablo. Vicente Romero
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La soberbia y la falta de límites de Manuel Contreras precipitaron su caída en 1977, cuando, convencido de la absoluta impunidad de que disfrutaba, no supo valorar las contradicciones internas de la política estadounidense. Ordenó el asesinato de Orlando Letelier –antiguo ministro de Exteriores y embajador de Salvador Allende– en su exilio de Washington, ignorando que la Casa Blanca podía organizar, respaldar y financiar crímenes de Estado en otros países, pero no tolerarlos dentro de su propio territorio. El Departamento de Estado norteamericano montó en cólera al saber que el mortal atentado con bomba, el 21 de septiembre de 1976, había sido perpetrado por la DINA. Pocos meses más tarde, las presiones diplomáticas hicieron que Pinochet cesara a Contreras, lo mandase a retiro y cambiara el nombre de su policía política por el de Central Nacional de Informaciones (CNI), que pasó a depender del Ministerio del Interior[12]. Pero las consecuencias del escándalo no acabaron ahí. Porque Washington pidió su extradición y, aunque el fallo de la Corte Suprema de Chile fue negativo, el Mamo sufrió la humillación de esperar la sentencia en prisión durante catorce meses. Fuentes judiciales filtraron que, asustado por la dura reacción estadounidense, había destruido toda la documentación que lo incriminaba en el caso Letelier. Y, por si acaso, aportó pruebas médicas de padecer un cáncer intestinal.
Sin embargo, su existencia no se volvió demasiado incómoda durante los siguientes años. Continuó disfrutando de una apacible vida familiar junto a su segunda esposa, Nélida Gutiérrez: un alma gemela, ferviente hacedora del mal como él, a la que conoció como agente de la DINA y convirtió, primero, en su secretaria, después, en su amante y, finalmente, en su mujer. Es tentador imaginar a la feliz pareja sentada en el sofá con las manos trenzadas, charlando sobre las detenciones y asesinatos que más les enorgullecían, o riendo al recordar algunas anécdotas en las salas de tortura. Nunca tuvieron problemas de dinero, porque varias de las empresas utilizadas para obtener y enmascarar fondos negros para la DINA permanecieron en poder de Contreras[13]. Incluso disfrutó del cariño de sus hijas, que admiraban sus hazañas, convencidas de que su padre era un héroe mundial de la lucha contra el comunismo. Y recordaban con orgullo aquella vez que viajó a Teherán en 1976 junto a otro hombre excepcional, Gerhard Mertins, antiguo miembro destacado de las Waffen SS a las órdenes de Otto Skorzeny en el rescate de Mussolini y caballero de la Cruz de Hierro… reconvertido en traficante de armas. Ambos fueron escoltados por tres centuriones chilenos y otro brasileño, bajo el paraguas de la DINA, para ofrecer sus servicios como mercenarios al sah Mohammad Reza Pahlevi. No fueron contratados, pero su heroica disposición quedó manifiesta.
Las aventuras de Contreras terminaron de manera más pacífica y confortable de lo que hacían esperar sus méritos como amo y señor de las tinieblas de Pinochet. La tranquilidad de su vejez sólo se vio alterada tras el retorno de la democracia a Chile en 1990, cuando los jueces empezaron a inquietarlo con investigaciones sobre una multitud de denuncias. No valió de nada que su amante esposa y sus dulces hijas atacaran a golpes y arañazos a los agentes de policía encargados de detenerlo en su domicilio. Las consecuencias judiciales del error Letelier se le vinieron otra vez encima. En 1993 fue condenado a siete años de reclusión por homicidio y uso de pasaporte falso, aunque no ingresó en la prisión de Punta Peuco hasta 1995. Se le amontonaron los procesos, algunos por casos tan graves como el asesinato del general Prats o la Operación Colombo, que causó las muertes y desapariciones de 119 militantes de varias organizaciones de izquierda en 1975. Dos lustros más tarde volvió a la cárcel, aunque esta vez se alojó en una de las confortables cabañas del Penal Cordillera, con una sentencia de doce años por el secuestro del mirista Miguel Ángel Sandoval. Sus ochenta y seis años de vida ejemplar finalizaron en una cama del hospital militar, con sus enemigos rezando para que Dios hiciera justicia y no le permitiera descansar.
El estadio del terror
El 11 de septiembre de 1973 se extendió un denso manto de terror sobre el mapa de Chile. El país entero se convirtió en un inmenso campo de concentración, con la práctica de detenciones colectivas, ejecuciones sumarias y torturas sistemáticas. La Junta Militar logró imponer el silencio sobre cuanto ocurría mediante un riguroso toque de queda, una censura extrema y un cierre total de las fronteras. Miles de prisioneros se hacinaron en cárceles improvisadas en cuarteles, buques de la Marina y comisarías, pero también en recintos polideportivos, almacenes portuarios y viejas instalaciones industriales. Incluso se utilizaron como mazmorras algunas cuevas naturales de la isla Quiriquina.
Un mes después del golpe, ya mediado octubre de 1973, un informe de la CIA aseguraba que las denominadas «operaciones militares de limpieza» habían causado 1.400 muertes, de las cuales «entre 320 y 360» se debían a «ejecuciones sumarias». El número de detenidos se cifraba en «más de 13.500», entre los que se encontraban muchos «habitantes de chabolas» por el mero hecho de serlo, junto a militantes políticos y sindicales. Aquel primer balance de la represión, elaborado por los padrinos políticos de Pinochet, también señalaba que la ciudadanía sólo conocía algunos de los muchos lugares de confinamiento. Y destacaba entre ellos el Estadio Nacional, donde fueron confinados 7.612 prisioneros políticos, según una primera contabilidad que comprendía únicamente el periodo entre el 11 y el 20 de septiembre. La cancha donde se jugó la final del Campeonato Mundial de Fútbol de 1964 quedaba así señalada en la Historia como campo de concentración y exterminio.
La «desclasificación» de los informes secretos elaborados para el Departamento de Estado norteamericano permitiría, al cabo de los años, disponer de una fuente de información fehaciente sobre la barbarie desatada por el Gobierno castrense. Sus contenidos también resultan reveladores de los métodos empleados por la Junta Militar para deshacerse de sus víctimas: a falta de datos concretos, el texto citado informaba de que los cuerpos habían sido «enterrados en lugares secretos, lanzados al río Mapocho o al mar, y abandonados en las calles durante las noches».
Los periodistas chilenos habían quedado divididos en dos categorías: cómplices de la dictadura o perseguidos por ella. Los corresponsales extranjeros se enfrentaban a innumerables dificultades y fortísimas presiones oficiales que obstaculizaban su trabajo. Las mismas que tuvimos que arrostrar los enviados especiales cuando, al amanecer del 19 de septiembre, nos permitieron entrar en Chile en un vuelo chárter desde Buenos Aires, pese a que las fronteras permanecían clausuradas. Lógicamente, la Junta Militar no quería facilitar la información sobre sus atropellos. Nuestras crónicas tenían que alimentarse de los escasos datos que nos facilitaban Cruz Roja, la morgue o las embajadas –desbordadas por solicitantes de asilo– para contextualizar evidencias puntuales, como la aparición de decenas de cadáveres en las orillas del Mapocho o entre las callampas[14] del cinturón obrero de Santiago. La represión y el miedo se hacían visibles en las calles, ocupadas por las tropas; en barrios enteros, acordonados por soldados fuertemente armados; en los masivos registros domiciliarios y las detenciones constantes; en las requisas de volúmenes en las librerías; en algunas iglesias, cuyos parroquianos rezaban