Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero Investigación

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que no habrá respuesta.

      [1] La Iglesia católica afirma que su número exacto es de 1.758.640.176, según estableció en 2000 Corrado Balducci (1923-2008), sacerdote y teólogo italiano, amigo íntimo del papa Juan Pablo II, miembro de la Curia y exorcista de la Archidiócesis de Roma, además de prelado de la Congregación para la Evangelización y la Sociedad para la Propagación de la Fe.

      [2] Tras celebrar la eucaristía, el 6 de diciembre de 2004.

      [3] Con el título de Prisión, política y tortura, fue elaborado por una comisión presidida por el obispo Sergio Valech y recogió numerosos testimonios verificados de víctimas de la represión pinochetista. «Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros», decía uno de ellos, «me introdujeron ratas vivas por la vagina, me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y con mi hermano que estaban detenidos, y tuve que escuchar cómo eran torturados».

      Primera parte

      Algunos lugares oscuros de nuestro tiempo

      CAPÍTULO I

      Chile bajo la Junta Militar

      El bombardeo del Palacio de la Moneda, el 11 de septiembre de 1973, marcó con una brutalidad insólita el asalto al poder de las Fuerzas Armadas que, conducidas por el general Augusto Pinochet, pusieron fin a la democracia parlamentaria más antigua del continente sudamericano. Los ideales de un socialismo en libertad, acariciados por el gobierno de Salvador Allende al frente de la Unidad Popular, quedaban ahogados en sangre al cabo de muchos meses de tensión política, cultivada por una derecha golpista que actuaba bajo la influencia de los Estados Unidos. Los militares chilenos abrieron una etapa sangrienta en el Cono Sur, cuyas dictaduras –coordinadas por la Operación Cóndor– recurrirían sistemáticamente a métodos comunes de represión que incluían detenciones masivas, torturas, asesinatos y desapariciones.

      Entrevista con Juan Molina. La mala costumbre de tirar cadáveres al mar

      El chileno Juan Molina vive convencido de que Dios le castigó con la máxima dureza, arrebatándole a su hijo de año y medio, por su participación en el terrorismo de Estado. Mecánico de helicópteros, cumplió dos veces la misión de arrojar a las aguas del Pacífico cadáveres de prisioneros políticos, durante la etapa más dura del régimen de Pinochet. Atormentado por su conciencia, abandonó la carrera militar y acabó confesando su colaboración en la eliminación de los cuerpos de detenidos desaparecidos. El testimonio de Molina quebró el secreto castrense sobre los «vuelos de la muerte», que llegaron a ser una rutina en la metodología de la represión. Fueron muchos los centuriones implicados, pero jamás hablaron del tema, o lo hicieron sólo en círculos de máxima confianza, en voz baja y con pocas palabras. Habrían de pasar tres décadas hasta que se desvelase aquella práctica criminal.

      Los verdugos chilenos, al igual que sus colegas argentinos, han mantenido un férreo pacto de silencio. Prácticamente ninguno quiso reconocer sus culpas ni pedir perdón, convencidos de haber obrado «correctamente». Una actitud explicable porque la dictadura los recompensó oficialmente y consideró irreprochables sus comportamientos. Después, cuando Chile recuperó la democracia, a la soberbia militar se sumó el miedo de afrontar responsabilidades como justificantes del obstinado mutismo de todos los asesinos de uniforme. Muchos han sido procesados y condenados, pero no se conocen casos de centuriones arrepentidos por las más de 3.000 ejecuciones sumarias, ni han querido revelar el destino final de sus víctimas cuyos cuerpos fueron sepultados en fosas comunes, incinerados, dinamitados o arrojados al océano. Juan Molina es una excepción.

      Conocí a Molina en septiembre de 2003, en un Santiago de Chile crispado por los actos conmemorativos del trigésimo aniversario del golpe militar. Su aspecto correspondía a lo que realmente era: un hombre de origen humilde, sin grandes luces ni ambiciones; un soldado que aceptó sin rechistar unas órdenes inhumanas y acabó confundido por la complicidad que implicaban en hechos radicalmente opuestos a su formación cristiana. Obedeció y calló hasta que una tragedia familiar removió en lo profundo de su alma un horror que no estaba capacitado para asumir.

      [no image in epub file]

      Juan Molina cree que la muerte de su hijo fue un castigo de Dios, por haber participado en los «vuelos de la muerte».

      —Yo aún estudiaba en la Escuela Militar cuando me tocó estar en primera línea del asalto al Palacio de la Moneda, para desalojar del poder a las izquierdas de la Unidad Popular. Probablemente sería un acto necesario, pero como chileno me quedó un recuerdo muy amargo. Tomamos posiciones en la entrada de la plaza y enseguida nos encontramos metidos en combate. Había francotiradores que nos disparaban desde varios sitios, como el hotel Carrera. De pronto llegó la aviación y empezó a bombardear la sede del Gobierno. Los rockets hicieron explosión en los ventanales de arriba y se incendió el edificio. Fue un momento impactante que no he podido olvidar.

      Molina hablaba con sinceridad. Seguramente nunca había sido consciente de la importancia del momento histórico que Chile vivía a comienzos de la década de los setenta, con la confrontación entre los sueños revolucionarios de una izquierda agrupada en la Unidad Popular y una derecha cómplice de los intereses económicos norteamericanos. En el ambiente prusiano de la Escuela Militar aquel proceso político no significaba más que un clima social turbulento, con enfrentamientos y desórdenes públicos, en el que cada día se alzaban voces pidiendo la intervención de las Fuerzas Armadas para «poner orden» y evitar un «triunfo del comunismo».

      Pero el tema de su actuación el día del golpe de Pinochet se agotó pronto. Molina sabía que habíamos ido a visitarlo para hablar de sus «misiones secretas», a bordo de helicópteros que transportaban los restos de detenidos políticos, muertos en la tortura o ejecutados, para hacerlos desaparecer bajo las aguas del Pacífico. Un tema sobre el que pesaba una consigna de secreto militar que nadie había roto durante cerca de treinta años. Tras una pausa en la charla, forzada por las tazas de café con que nos obsequió su esposa, Juan Molina comenzó sin más preámbulos a desgranar la parte oscura de su memoria.

      —En noviembre de 1979, un viernes a las cuatro y media de la tarde, me designaron para un vuelo. Nunca nos informaban en qué consistía cada misión, así que sólo sabía que sería una salida local por la costa del Pacífico. Nadie nos dijo que íbamos a tirar gente al mar. Cuando estábamos preparando el helicóptero, llegó una camioneta Chevrolet de color crema, con la carga que teníamos que llevar. Yo estaba a unos veinte metros de distancia y no me fijé bien. Enseguida vinieron los pilotos y dieron orden de marcha. Al abrir la puerta para subir me encontré con dos bultos en el suelo. Era evidente que se trataba de dos personas muertas, tapadas con sacos y atadas por los pies a un pedazo de riel. A la del costado izquierdo se le veía parte de las piernas y parecía ser una muchacha joven. En fin,

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