Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero Investigación

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despiadados.

      Por frío y desprovisto de detalles morbosos que trate de ser, el relato veraz de algunos acontecimientos provocados por ese orden criminal resulta insoportable para cualquier persona con sensibilidad y valores morales mínimos. Jean Ziegler asegura que, si nos atreviésemos a ver el mundo como realmente es, nos volveríamos locos. Pero desviar la mirada o cerrar los ojos ante el horror conduce a una locura aún mayor: la pasividad, porque la inacción incuba complicidad. Hace falta conocer cómo se produce el mal para enfrentarse a él, e incluso escuchar a algunos de sus practicantes para comprender, que no explicar o justificar, las causas que les empujaron a la máxima ignominia.

      Cafés con el diablo no es un libro fácil de leer, como tampoco lo ha sido de escribir. Porque trata de presentar una visión, dura aunque sucinta, de algunos «abismos del mal» entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en telediarios, reportajes de televisión y artículos de prensa escrita, cuya brevedad –y, últimamente, escasez– no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. Estas páginas han sido tejidas con recuerdos de momentos trágicos, que viví personalmente o conocí a través de testigos, y con las confesiones que algunos destacados administradores del mal vertieron en entrevistas con un periodista al que sabían enemigo.

      Tales materiales informativos reflejan el horror profundo y constante en escenarios políticos tan distintos como las tiranías castrenses del Cono Sur de América, la barbarie yanqui en Vietnam, las luchas políticas de América Central, la locura de los Jemeres Rojos en Camboya o la llamada «guerra contra el terrorismo». Sin embargo, sólo cuentan algunos episodios significativos, a modo de ejemplos, que ni siquiera constituyen un «catálogo de atrocidades», sino tan sólo una muestra inarticulada de situaciones repetidas en algunos de los infiernos más significativos de las últimas décadas, expuestas mediante breves narraciones casi a mo­do de crónicas. Si no forman un lienzo completo sobre realidades que muchas veces se mantienen ocultas o caen en el olvido, al menos ofrecen unas pinceladas bruscas como gritos de espanto e im­potencia.

      Esos relatos giran en torno a un puñado de entrevistas con personajes que, en momentos álgidos de sus vidas, podrían pasar por encarnaciones del mal. Mis cafés refieren conversaciones serenas con autores –instigadores o ejecutores– de crímenes repugnantes, que reconocen haberlos cometido e incluso intentan justificarlos. Hombres comunes, aunque se crean héroes o elegidos, con quienes he tenido el privilegio de hablar serenamente, evitando enfrentamientos, aunque muchas veces haya requerido un enorme esfuerzo mirarlos a los ojos sin dejarme llevar por la ira. En torno a una mesa y compartiendo unas tazas de café cuando fue posible, conscientes de que nuestra charla estaba siendo fielmente recogida en una grabación, les pregunté sin ambages por sus graves responsabilidades, cuando no directamente por los asesinatos y torturas de que fueron autores. Y escuché de sus labios declaraciones que constituyen tremendas actas de acusación contra los regímenes políticos a los que sirvieron.

      Pero hay otros infiernos, como Milton anunciaba, aún más profundos y anchos que los de guerras y tiranías: la pobreza extrema, el hambre, la enfermedad y la muerte, destinos «insoslayables» para millones de seres, impuestos por todopoderosas organizaciones económicas, constituyen los mayores abismos de maldad. Los gobiernan demonios elegantes, desde los consejos de adminis­tración de corporaciones multinacionales, cuyas decisiones siembran una miseria insuperable por todo el planeta. Al editar estos cafés con el diablo, me he preguntado si ellos me habrían concedido unas entrevistas semejantes, para abordar los criterios morales de las empresas que rigen. Tampoco sé si yo sería capaz de guardar la compostura o si las arcadas me impedirían escuchar sus argumentos.

      Aunque de modales más «elegantes» que los de torturadores o asesinos políticos, me resultan aún más repugnantes los altos ejecutivos y accionistas que, protegidos por una legislación internacional hipócrita, organizan crímenes masivos para maximizar los beneficios de entidades desalmadas. Grandes demonios que ejercen el sicariato de un poder mundial tan tiránico como invisible, formado por el medio millar de corporaciones que –según datos del Banco Mundial– controlan más del 60 por 100 de la riqueza del planeta: monopolios que negocian tanto con las patentes de medicamentos esenciales como con el expolio de recursos naturales, y grupos financieros que especulan con el precio de los alimentos básicos –incluso con el agua potable, considerada desde finales de 2020 como «valor bursátil»–, gestionando las hambrunas como un genocidio programado.

      No existe ya un justiciero «fantasma que recorre el mundo», como anunciaba el Manifiesto comunista, sino un nuevo espíritu diabólico que lo domina, el capitalismo como mal absoluto, mientras esa quimera inventada que denominamos «comunidad internacional» cierra los ojos, sin abordar jamás los cambios imprescindibles. Constatarlo, a lo largo de muchos años de trabajo periodístico, ha dejado en mi ánimo una indeleble huella de fondo. Sobre ella flota la constante desazón causada por todos

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