Cafés con el diablo. Vicente Romero
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Cafés con el diablo - Vicente Romero страница 5
—Así que todos sabían que el Ejército eliminaba de esa forma a numerosos prisioneros políticos…
—Sí. Como no había tenido que participar, moralmente no me sentía afectado, aunque sabía que debía ser «un poco complicado». Incluso pensé que nunca me iba a tocar. Pero al final también yo tuve que ser testigo de cómo se lanzaban cadáveres al océano.
—¿Cuántas de esas misiones le asignaron?
—En noviembre del año 79 tuve que presenciar el lanzamiento de esas dos personas al mar, a unos 80 nudos de Quintero. Y en 1980 me tocó otra triste misión, con ocho cuerpos que partían de la misma forma: con rieles en los pies y tapados con sacos. Pero en esa ocasión dejaron grandes rastros de sangre porque se notaba que iban abiertos. Cuando volvimos a la base no quise limpiar las manchas de sangre que habían quedado en el suelo del helicóptero. Dije «Ya lo haré el lunes», y dejé las puertas abiertas para que se marchara el mal olor que había. Cuando llegué a mi trabajo, temprano en la mañana, un oficial me riñó diciendo que las manchas podían haber sido vistas por alguien que no debía saber lo que se había hecho, y podían empezar a hacer preguntas. Le respondí que mi conciencia no soportaba más todo aquello. Entonces me quitaron las armas y quedé arrestado en la guardia.
—¿Qué protocolo se seguía para descargar los cuerpos?
—Los pilotos decían cuándo había que lanzarlos al vacío. Los dos del primer vuelo fueron arrojados por una puerta lateral del helicóptero. Para tirar a los otros ocho, se utilizó el portón central. Las operaciones eran rápidas, con una duración de cinco a siete minutos cuando se trataba de ocho o diez bultos.
Lo narraba como si hubiese sido un simple espectador, como si no hubiera tenido que desmontar los asientos para hacer sitio a los cadáveres, como si para moverlos no hubiera resultado imprescindible que ayudase al oficial encargado de empujarlos. Seguramente temía que su confesión lo incriminara si describía todos los detalles. Pero bastante era que hablara para expulsar de su cabeza los fantasmas que lo atormentaban.
—¿A quiénes correspondían esos cuerpos?
—Eran detenidos políticos, de eso estoy seguro. Pero lo único que yo sé de ellos es que estaban muertos y atados con alambre a trozos de rieles de ferrocarril. De la forma en que los ejecutaran no tengo idea. Tampoco pude ver sus caras ni su aspecto, porque estaban tapados. Una de las veces, incluso me hicieron alejarme para que no presenciara cómo los subían. Porque de hacer eso se encargaban civiles, aunque yo creo que eran militares que no vestían uniformes, gente de la DINA[2]. Uno de ellos venía también en cada vuelo.
—¿Escuchó usted a sus compañeros hablar del número de prisioneros eliminados de ese modo?
—Sí, pero nadie estaba seguro. Tuvieron que ser centenares porque eso duró como siete años. Empezó en 1973 y, por las conversaciones que tuvimos, entre el 74 y el 75 fue cuando se echó más gente al mar. A mí me tocaron de los últimos, todavía en 1980. Fueron muchos, aunque no sé cuántos. Podría decirle que unas cuatrocientas personas, pero a lo mejor me quedo corto. Centenares.
—¿En qué zona eran tirados al mar?
—Eso sólo lo sabían con exactitud los pilotos. En las dos oportunidades que yo estuve fueron arrojados cerca de aquí, casi central a Santiago. Se operó de igual forma. Y en los dos vuelos vino la misma persona de la DINA.
—¿Ha intentado usted identificar quién era?
—Sí, pero, aunque me mostraron fotografías, no pude reconocerlo. Creo que tal vez fuera uno de los que vi en las fotos... Pero no me atrevo a decir «sí, efectivamente éste es». Porque tendría que haber estado seguro al cien por cien para no perjudicar a otra persona.
Ambos ignorábamos que, pocas semanas antes de nuestra conversación, había empezado a dar fruto una investigación judicial sobre los «vuelos de la muerte», tras pasar un año varada por las trabas administrativas con que el Ejército aún pretendía ocultarlos. El juez Juan Guzmán descubrió aquel método criminal en el curso de sus pesquisas sobre un antiguo caso de detención y desaparición de dirigentes clandestinos del Partido Comunista. Entre ellos se encontraba Marta Ugarte[3], cuyo cuerpo apareció en septiembre de 1976 en la playa La Ballena. Aunque la prensa pinochetista afirmó entonces que había sido víctima de una venganza pasional, la autopsia reveló que acusaba numerosas huellas de tortura, además de fractura de columna, e hígado y bazo reventados a golpes. Pasarían 27 años hasta que la Justicia demostrara la procedencia de su cadáver. Uno de los mecánicos del helicóptero declararía que aún agonizaba cuando fue embarcada, y que el agente de la DINA Cristian Álvarez la remató, empleando para ahogarla el mismo cable que la sujetaba al riel de ferrocarril. Al parecer volvió a atarla de manera defectuosa, y el cuerpo se desprendió. El propio Álvarez reconoció los hechos y manifestó su «miedo de venganzas militares por hablar».
Juan Molina, que ya no mantenía lazos con sus antiguos camaradas, quedó al margen de las actuaciones del magistrado porque el proceso en curso se limitaba al periodo entre los años 1974 y 1978. Y a los periodistas todavía no nos habían llegado noticias precisas sobre los avances judiciales, ya que todas las partes se esforzaban en impedir filtraciones: los militares, para evitar otro escándalo, y la Justicia, para que el expediente no reventara antes de tiempo, cuando aún quedaban averiguaciones por hacer o confirmar.
—¿De qué modo le afectó la experiencia de aquellos vuelos, Molina?
—Mucho, moral y personalmente. Porque yo no sabía si esas personas eran culpables de algo o no, pero tampoco creo que nadie tenga el poder suficiente para decidir que se elimine y se haga desaparecer a otras personas, como pasó en esos casos. Me repetía: «Dios nos va a castigar, porque esto es delito». Y me costaba mucho dormir, porque me ponía a pensar que aquellos muertos tendrían hijos o familia. Por eso me planteé retirarme del Ejército en 1981. Entonces me tocó la muerte de mi hijo pequeño, y eso ya fue definitivo. Lo tomé como un castigo de Dios, sinceramente.
Hablaba despacio, visiblemente turbado. Veintidós años después aún se le nublaban los ojos al recordar aquella tragedia familiar. Hizo una pausa, apuró el café y prosiguió con palabras vacilantes, evitando mirar tanto a la cámara de Juan Pangol como a Fabio Díaz o a mí, que le escuchábamos en el más respetuoso silencio.
—Se me murió ahogado en un tarro[4] con agua. Y dije: «Qué pasa aquí, algo está pasando». Lo de los vuelos lo sabían únicamente mi madre y mi abuelita, que en las dos oportunidades me vieron tan afectado que ni siquiera pude comer. A mi señora no se lo conté hasta que falleció el niño y le dije: «No sé, esto a lo mejor es un castigo de Dios». Yo sabía que no era culpable de aquellos hechos, pero había sido testigo presencial y eso me atormentaba.
—¿Qué edad tenía su hijo?
—Tenía un año y siete meses, estaba recién empezando la vida. Un año y siete meses… Y ya andaba por todos lados. Mi señora lo encontró caído dentro del tarro, con los dos zapatitos afuera. Fue un día domingo, cinco minutos que se descuidó y el niño... Se ve que intentó sacar un cepillo que se le había caído al agua jugando, quiso alcanzarlo y... Cinco minutos fueron suficientes para que muriera. Dicen que falleció en el hospital, pero yo sabía que estaba muerto cuando lo saqué y quise darle respiración artificial para reanimarlo. Entonces me vino de inmediato el recuerdo de lo otro, porque era todo tan cruel... El día lunes, cuando sepultamos al niño, salí en la mañana para ir al Ejército y encontré